La recesión democrática
La legitimidad de la elección en las urnas debe ser reafirmada con más libertad, prensa libre y calidad institucional.
La situación económica internacional preocupa al mundo. Especialmente, la vulnerabilidad y fragilidad europea. Se teme que si la crisis de pronto se profundiza, de una manera u otra ella habrá de impactar en forma negativa en casi todos los rincones del globo. Paradójicamente, hay otra crisis visible y denunciada con reiteración, que parecería despertar menor interés: la de la democracia, pese a que en ella nada menos que las principales libertades individuales están en juego.
En su último libro Los orígenes del poder político, el pensador norteamericano Francis Fukuyama alerta acerca de que la primera década en curso del siglo XXI ha estado caracterizada por lo que denomina una "recesión democrática". Ocurre que una de cada cinco naciones, que con anterioridad habían abrazado la democracia, se ha volcado ahora en dirección al autoritarismo. Con distintas modalidades, pero en dirección similar. El tránsito hacia la democracia ha entonces revertido su curso y, en demasiados rincones, el mundo se encamina hacia alguna forma de autoritarismo, abierta o disimulada.
Para Fukuyama, países tan diferentes -y lejanos- como Rusia, Irán o Venezuela, donde los respectivos líderes reclaman para sí la legitimidad de haber sido elegidos en las urnas, son ejemplos de un notorio "desmantelamiento" de la democracia. En nuestra América latina hay, por cierto, algunos otros ejemplos, incluido nuestro propio país.
El referido pensador norteamericano nos advierte que hoy los regímenes autoritarios se establecen a través de manipular arteramente los procesos electorales y de atacar a los medios de comunicación masiva que son independientes, demonizándolos sistemáticamente mientras, paralelamente, se construyen inéditos multimedios oficiales que no cesan de aplaudir el discurso oficial y de ponderar la acción de gobierno. Se ataca también sin descanso a la oposición política, en todos los frentes, de modo de desprestigiarla ante los ojos de la ciudadanía.
Lo de Fukuyama -por contundente que efectivamente resulta- no debería realmente sorprendernos, desde que es obvio que las elecciones, por sí mismas, no son suficientes para conformar un gobierno que pueda definirse como democrático. Son un punto de partida indispensable, pero la democracia es mucho más que elecciones libres. Son un conjunto de instituciones que, entre todas, limitan y regulan el ejercicio del poder a través de la ley y de los equilibrios y contrapesos de los distintos poderes.
En muchos países, la aceptación oficial de la legitimidad democrática ha sido acompañada por la remoción sistemática de los límites al actuar que corresponden al Poder Ejecutivo y, más aún, por una peligrosa erosión o desmantelamiento del Estado de Derecho. Si los argentinos simplemente miramos sin prejuicios en nuestro propio derredor, advertiremos rápidamente cuánta razón tiene Fukuyama y cuán importante es su profundo llamado de atención.
Ocurre que nuestro país no es excepción sino ejemplo de la tendencia que denuncia Fukuyama, lo que pareciera no ser comprendido por la mayoría de nuestra sociedad, que minimiza el impacto social de lo que nos sucede, indolente ante esta realidad.
No se advierte que exista preocupación extendida por la excesiva concentración de poder ni por las pretensiones hegemónicas ni por la defensa del esencial papel republicano que corresponde a la oposición y a la prensa libre. Tampoco, por la abierta sumisión de algunos miembros del Poder Judicial a los designios del Ejecutivo ni por el abuso reiterado y constante del poder de policía que tiene la administración, que desnaturaliza su razón de ser y los transforma en instrumento de intimidación, cuando no de castigo, a quienes no aceptan el cesarismo que supone imponer el discurso único que se predica incesantemente desde los más altos púlpitos de la conducción política. Ni tampoco por el populismo desenfrenado que, en conjunto, conforma una realidad gravísima.
Es cierto lo que también nos señala Fukuyama cuando sostiene que el mero hecho de que un país tenga formalmente instituciones democráticas dice muy poco acerca de si está bien o mal gobernado y, menos aún, sobre su calidad democrática. También es cierto que el progreso de una sociedad depende no sólo de la excelencia en su gestión económica, sino asimismo de la existencia de instituciones fuertes, pero equilibradas y estables, además de eficientes.
En su último libro Los orígenes del poder político, el pensador norteamericano Francis Fukuyama alerta acerca de que la primera década en curso del siglo XXI ha estado caracterizada por lo que denomina una "recesión democrática". Ocurre que una de cada cinco naciones, que con anterioridad habían abrazado la democracia, se ha volcado ahora en dirección al autoritarismo. Con distintas modalidades, pero en dirección similar. El tránsito hacia la democracia ha entonces revertido su curso y, en demasiados rincones, el mundo se encamina hacia alguna forma de autoritarismo, abierta o disimulada.
Para Fukuyama, países tan diferentes -y lejanos- como Rusia, Irán o Venezuela, donde los respectivos líderes reclaman para sí la legitimidad de haber sido elegidos en las urnas, son ejemplos de un notorio "desmantelamiento" de la democracia. En nuestra América latina hay, por cierto, algunos otros ejemplos, incluido nuestro propio país.
El referido pensador norteamericano nos advierte que hoy los regímenes autoritarios se establecen a través de manipular arteramente los procesos electorales y de atacar a los medios de comunicación masiva que son independientes, demonizándolos sistemáticamente mientras, paralelamente, se construyen inéditos multimedios oficiales que no cesan de aplaudir el discurso oficial y de ponderar la acción de gobierno. Se ataca también sin descanso a la oposición política, en todos los frentes, de modo de desprestigiarla ante los ojos de la ciudadanía.
Lo de Fukuyama -por contundente que efectivamente resulta- no debería realmente sorprendernos, desde que es obvio que las elecciones, por sí mismas, no son suficientes para conformar un gobierno que pueda definirse como democrático. Son un punto de partida indispensable, pero la democracia es mucho más que elecciones libres. Son un conjunto de instituciones que, entre todas, limitan y regulan el ejercicio del poder a través de la ley y de los equilibrios y contrapesos de los distintos poderes.
En muchos países, la aceptación oficial de la legitimidad democrática ha sido acompañada por la remoción sistemática de los límites al actuar que corresponden al Poder Ejecutivo y, más aún, por una peligrosa erosión o desmantelamiento del Estado de Derecho. Si los argentinos simplemente miramos sin prejuicios en nuestro propio derredor, advertiremos rápidamente cuánta razón tiene Fukuyama y cuán importante es su profundo llamado de atención.
Ocurre que nuestro país no es excepción sino ejemplo de la tendencia que denuncia Fukuyama, lo que pareciera no ser comprendido por la mayoría de nuestra sociedad, que minimiza el impacto social de lo que nos sucede, indolente ante esta realidad.
No se advierte que exista preocupación extendida por la excesiva concentración de poder ni por las pretensiones hegemónicas ni por la defensa del esencial papel republicano que corresponde a la oposición y a la prensa libre. Tampoco, por la abierta sumisión de algunos miembros del Poder Judicial a los designios del Ejecutivo ni por el abuso reiterado y constante del poder de policía que tiene la administración, que desnaturaliza su razón de ser y los transforma en instrumento de intimidación, cuando no de castigo, a quienes no aceptan el cesarismo que supone imponer el discurso único que se predica incesantemente desde los más altos púlpitos de la conducción política. Ni tampoco por el populismo desenfrenado que, en conjunto, conforma una realidad gravísima.
Es cierto lo que también nos señala Fukuyama cuando sostiene que el mero hecho de que un país tenga formalmente instituciones democráticas dice muy poco acerca de si está bien o mal gobernado y, menos aún, sobre su calidad democrática. También es cierto que el progreso de una sociedad depende no sólo de la excelencia en su gestión económica, sino asimismo de la existencia de instituciones fuertes, pero equilibradas y estables, además de eficientes.