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La razón de ser del Estado

El gobierno nacional debería procurar un orden básico, antes que derramar culpas a diestra y siniestra lavándose las manos.

Si el gobierno nacional seguía insistiendo en que el eje de la ocupación ilegal de tierras en la ciudad pasaba por cuestiones concernientes al déficit de administración del gobierno porteño, iba a dejar en evidencia su ceguera ante lo que ocurre en el país a raíz de una política desmadrada de orden público que caracterizó los últimos años.

Lo que ha estado en discusión excede en mucho los límites del Riachuelo y de la avenida General Paz. Ha habido en el territorio de la Nación, antes de ahora, incidentes por ocupación de tierras y cortes de rutas en Neuquén, Jujuy, Salta y Formosa, entre otras provincias. En esta última, el gobernador kirchnerista, Gildo Insfrán, fue acusado por una acción policial que dejó como trágico saldo la muerte de dos indígenas tobas y de un efectivo de la fuerza pública empleada. Nada se diga, por lo demás, de lo que significa como escenario de todo esto el Gran Buenos Aires.
De modo que si aquel fenómeno de violencia inaudita ha hecho epicentro en la capital de la República lo ha sido por muchos motivos y no exclusivamente por una razón limitada por el perímetro de la ciudad.

La política desacreditadora de la represión de delitos de la naturaleza de los que se produjeron en estos días no podía traducirse sino en el descontrol y la tragedia, como ocurrió en el parque Indoamericano tras el primer intento de desalojo por orden judicial. Llaman la atención la facilidad con la cual se produjo al final la liberación del predio y la confesión de uno de los principales activistas en los sucesos, cuando dijo que lo más importante de todo eran los valores inmobiliarios en juego.

Debe recordarse que ya desde las primeras semanas de la presidencia del desaparecido presidente Kirchner se dañaron y ocuparon instalaciones de empresas privadas ante la pasividad oficial y hasta con la simpatía poco disimulada de algunos de sus máximos representantes. Elementos adictos al Gobierno incendiaron una comisaría de la ciudad y siguieron actuando, como si nada, como portavoces callejeros de una política incomprensible de destrucción del mismísimo Estado de Derecho.

Hay referencias de que la Casa Rosada resignó posiciones y aceptó introducir un giro de 180 grados en la política aplicada al menos al caso del parque Indoamericano, después de percibir que el pánico y la crítica comenzaban a cundir entre las personalidades de mayor madurez emocional en sus propias filas. El temor al contagio y a la propagación de hechos como el de Villa Soldati ha trazado, con invariable regularidad en el mundo, políticas que sólo este gobierno se ha atrevido a ignorar.

No ha alcanzado a entenderse, en cambio, la declaración del jefe de Gabinete de que no hay delito en ocupaciones como las que han mantenido en vilo al país; el intendente de Quilmes, también kirchnerista, opinó, a renglón seguido, lo contrario. Aun en el supuesto falso de que la juridicidad de aquellos actos diera lugar a algún tipo de controversia académica, constituye una imprudencia amenguar la gravedad de situaciones que deben contenerse antes de que se extiendan. Ya la expansión del fenómeno se había hecho presente en otros lugares, unos próximos, otros más lejanos, y lo que urgía era, más que el disimulo de la magnitud con que se ha afrentado el orden constitucional, evitar que las chispas del incendio se multiplicaran por doquier.

La anterior ministra de Defensa no llega, conviene decirlo con claridad, con los mejores títulos para ocuparse de la seguridad interna en el flamante ministerio creado por la Presidenta. Su gestión ha dejado a las Fuerzas Armadas y, por extensión a la Argentina, en un deplorable estado de indefensión. El desaliento ha cundido, además, en sus cuadros como consecuencia de una política de perversa y arbitraria persecución de algunos de quienes han revistado entre los mejores oficiales y han debido alejarse de la actividad militar.

Claro que cualquier otra figura que hubiera sido designada para desempeñarse en el Ministerio de Seguridad habría de verse, de todos modos, en arduas dificultades para aliviar a los argentinos de la inseguridad física y jurídica en las actuales circunstancias. A esto se agregan las marchas y contramarchas en que se hunde la desorientación gubernamental.

Tanto el jefe de Gabinete como el ministro de Justicia habían perdido en los papeles competencia directa en los asuntos de seguridad después de los hechos producidos en el parque Indoamericano. Pero fue Aníbal Fernández, uno de los dos afectados por la decisión presidencial, quien terminó negociando con Macri las condiciones -en rigor, impuestas por éste- para la liberación del parque Indoamericano.

Si algo justifica la existencia del Estado es la constitución de un orden básico, privado del cual correríamos, como lo decíamos ayer en estas columnas, más los albures de las bestias que los de los hombres. Al concebirlo, los individuos ceden algo de su libertad personal en aras de alcanzar entre todos un objetivo superior. Es esto lo que debe entender el Gobierno, en lugar de derramar culpas a diestra y siniestra lavándose siempre las manos.

Cabe preguntarse cuál va a ser, entretanto, su política frente a las otras ocupaciones ilegales que se mantienen todavía sin variantes. Frescas están todavía las defecciones registradas en el Gran Buenos Aires durante los episodios que llevaron a la caída del gobierno de Fernando de la Rúa, en diciembre de 2001. Desde luego que en la preservación del orden mínimo esencial para el desenvolvimiento de una sociedad nadie puede desentenderse de sus responsabilidades personales, más aún si actúa en niveles de dirigencia política.