La política en la historia
Por Julio María Sanguinetti* Vivimos tiempos de renovada intolerancia histórica. O más bien de uso y abuso del pasado con fines políticos. Así ocurre en la Argentina y también en Uruguay; no así en Brasil, donde los vientos de prosperidad han traído un clima de mayor tolerancia, especialmente en estos meses de la presidencia de doña Dilma.
Brasil celebró, en 2008, con pompa y circunstancia, el Bicentenario de la llegada de la Corona portuguesa a Salvador, con toda su Corte de aristócratas, generales y diplomáticos. Visión serena que afinca en el hecho fundacional de que la independencia fue un episodio ocurrido en 1822 dentro de la familia real, cuando el futuro Pedro I de Brasil y IV de Portugal no quiso seguir a su padre, el rey don Juan VI, en su retorno a Portugal, y "ficó" en Brasil, y declaró su independencia.
Esta proclamación no tuvo entonces el carácter revolucionario y guerrero de nuestro proceso y, como consecuencia, la república norteña no está en pugna con su pasado imperial. Lo asume con naturalidad como parte de su ser y el propio don Pedro II, el segundo emperador, depuesto en 1889 para derribar la monarquía, vive actualmente un momento de interesantísima reivindicación histórica.
Desgraciadamente, en cambio, nuestro pasado rioplatense tiene poca fortuna. En Uruguay, la dictadura militar (1973-1985) no encontró nada mejor para legitimarse que organizar una propagandística reivindicación de Lorenzo Latorre, el hombre fuerte de 1875 que, luego de años de condena sin atenuantes por la historiografía democrática liberal, venía siendo reubicado por esta misma en sus valores positivos: nada menos que la reforma de la educación que condujera José Pedro Varela, inspirado por Domingo Faustino Sarmiento, a quien frecuentó en Washington en 1867 y que lo sedujo con la idea de que abandonara la poesía y el comercio para dedicarse plenamente a la formación ciudadana. El hecho es que la propaganda dictatorial lo único que logró fue retrotraer a Latorre, en la imagen ciudadana, a tiempos ya superados.
Así como la dictadura cayó en ese desvío, los gobiernos de la actual coalición frentista también intentan una reescritura histórica que exalta a Artigas, pero lo tergiversa. De modo que el gran caudillo institucionalista, inspirado en el federalismo republicano de los Estados Unidos, termina siendo un rebelde líder social, cuyo exclusivo legado fue el reparto de tierras a los más desposeídos.
Por cierto, esta circunstancia es cierta, pero convivió con su liberalismo político y esas adjudicaciones no tenían el sentido confiscatorio que podía hoy atribuírseles. Se trataba de afincar gente en un campo solitario e inhóspito, para que la constante presión demográfica brasileña no ocupara un territorio fronterizo aún no bien definido. Y esto no fue iniciativa de la revolución, sino que Artigas, como oficial español, ya venía aplicando esa política desde antes. Que lo hizo con profundo sentido social, de acuerdo, pero dentro, siempre, de una visión estrictamente jeffersoniana.
Por supuesto, también adolecemos de la onda "antisarmientina" y "antimitrista", que instaló en su tiempo el "revisionismo histórico" argentino y que en nuestro país tuvo acogida en algunos escritores de origen socialista y nacionalista. Cada tanto aparece, incluso, algún embate sobre el nomenclator , que pretende borrar la avenida Sarmiento o la calle Bartolomé Mitre.
Al celebrarse en este 2011 el bicentenario del nacimiento de Sarmiento, en la Argentina ha dominado el silencio, felizmente quebrado por el reciente acto de la Sociedad Rural, que homenajeó como se merece al notable sanjuanino. En Uruguay también se cultiva el olvido, como si no tuviéramos que agradecerle la notable influencia que tuvo en aquella reforma escolar que marcó para siempre nuestro destino. Por otra parte, nadie -con un mínimo de buena fe- podrá negar la monumental obra educativa de Sarmiento en la Argentina, su calidad literaria ni su contribución a la democracia en todo el Cono Sur, con un combate que no tuvo claudicaciones y le costó renovadamente el exilio. Por supuesto, se enfrentó a Rosas y eso hoy parece bastar para una condena.
En tiempos de globalización, más que nunca deberíamos asentarnos en una madura visión histórica, para entendernos mejor y asumir que quienes construyeron nuestras repúblicas fueron gente de su tiempo y de su comarca, pero que miró al mundo sin prejuicios.
De ese mundo exterior vinieron la democracia, la libertad civil, la educación popular y la legislación social. Nuestro progreso no fue el resultado de una visión encerrada y cerril. Todo lo contrario. Y esa conclusión debería inspirar especialmente a quienes están en los gobiernos, para comprender que el gran proyecto democrático nació, justamente, de luchadores ríspidos como Sarmiento, agitador siempre, desmesurado muchas veces, pero inclaudicable defensor de la educación del pueblo y de las libertades públicas.