La política como espectáculo
* Por Alberto Castells. En los comienzos de la actual campaña electoral resulta oportuno echar una mirada sobre los estilos de hacer política, mientras la ciudadanía ve desfilar ante sus ojos a los candidatos que aspiran a instalarse en la sede suprema del poder.
En esta instancia aparece una tensión planteada entre dos realidades distintas, pero no distantes: el vaciamiento de la política arquitectónica y la instalación de la política-espectáculo. Aunque el fenómeno penetra en la retina de una vasta audiencia, poco se sabe sobre la cara oculta del nuevo escenario fraguado en el clima de dispersión que caracteriza tanto al oficialismo como a la oposición.
Siguiendo el rumbo trazado por la historia, la República exhibe sus principios y asegura su vigencia a través de la arquitectura política contenida en idearios y doctrinas, proyectos y planes, que sirven en cada tiempo para explicar el pasado, conducir el presente y orientar el futuro. Ese instrumento de "reducción a la unidad" -así lo llaman los expertos- tuvo expresión en distintos momentos de la vida nacional. Cuando los historiadores se ocupan del asunto, evocan la República Posible, forjada en las ideas precursoras de Juan Bautista Alberdi, y exaltan la fórmula de Paz y Administración, impuesta por Julio A. Roca.
Al repasar los grandes relatos del siglo XX, los memoriosos alzan las consignas de la reparación ética de estirpe yrigoyenista y exhiben el acuerdo programático de la Concordancia, conducida por Agustín P. Justo. Más próximos a nuestro tiempo, los mayores traen al recuerdo la Tercera Posición, proclamada por Juan D. Perón y el cancelado Plan de Desarrollo, de factura frondicista. Próximos al milenio aún están presentes el soñado Tercer Movimiento Histórico, de impronta alfonsinista, y la abortada Economía Popular de Mercado, de sello menemista. Todos, diseños de una cartografía política cuyos contenidos no agotaron su virtuosismo ni consumaron sus designios.
Este encadenamiento con el pasado resulta significativo porque además de tonificarnos con la riqueza de su estética global, nos muestra por contraste el confinamiento actual del pensamiento estratégico y la instalación en su lugar de una construcción de nuevo cuño. El abordaje de tal estado de cosas nos remite a la pregunta de rigor: ¿qué ingeniería alternativa ofrecen las fuerzas políticas actuales, más allá de las consignas fragmentadas y las propuestas contingentes vertidas por los actuales o los futuros candidatos presidenciales?
Al correr el telón de la historia para situarnos en el presente, advertimos que la expansión de los medios de comunicación -preferentemente audiovisuales- amenaza con diluir el tradicional espacio de la política sustantiva en una escenografía que se agota en el culto de la imagen. Esa tendencia -que es universal- se ha vuelto más notoria en la Argentina actual debido a la prolongada crisis que atraviesan las convicciones republicanas y las prácticas democráticas.
Dos editoriales de este diario han trazado el rostro de ese fenómeno posmoderno y han presentado sus nuevos patrones de conducta. En sus trazos principales, el primero de ellos muestra los candidatos que consumen su tiempo consultando a los gurúes de la imagen y a los hacedores de discursos; exhibe los dirigentes obsesionados por conocer la opinión de sus electores a fin de complacerlos con la seducción de sus mensajes; observa los personajes que alcanzan notoriedad gracias a la imitación que hacen de ellos los comediantes televisivos. Tras hilvanar los datos de un relato político hecho de consignas oportunistas, el segundo editorial denuncia la política del espectáculo, al enrostrar sin tapujos el "desfile de modelos, plagado de vedetismos personales". Del esplendor de la escena cabe inferir que la actual clase política, tanto oficialista como opositora, no estaría en condiciones de asumir una de sus misiones esenciales: la de ser constructora del futuro.
Al trazar las notas de esta nueva alquimia hay un dato que nos parece claro: cuando al observar la sede del poder el ciudadano asocia la severidad del lugar con las necesidades sentidas, le cuesta entender que esa arquitectura moral pueda llegar a ser el asiento de quien, sublimando las mieles de la fama, debería convertirse en artífice del buen gobierno. Para confirmar tal suposición, resulta aleccionador ensayar algunos acertijos dirigidos al imaginario nuevo presidente: ¿qué acontecer sobrevendrá cuando el ungido deba traducir su catálogo de ilusiones en decisiones responsables?; ¿qué galardones salidos de la figuración y el rating podrán neutralizar las artes amañadas en la dura militancia?; ¿será rentable dejar de lado el packaging de posturas y afectaciones para empezar a fingir dedicación completa al nuevo oficio?; acostumbrado al aplauso fácil, ¿cómo responderá a la deuda social que día a día desafía la gestión de los gobiernos? El cuadro, un tanto rocambolesco, ya está instalado en el imaginario de la gente, cuya fuerza irresistible es siempre un arma poderosa ante la cual parecen rendirse hasta los postulantes mejor posicionados.
Los dos extremos de la nueva realidad nos piden atención. Por un lado, advertimos la ausencia de la política arquitectónica con sus mensajes capaces de influir en los sentimientos de la gente y de llegar al corazón de los votantes. Por el otro, sabemos poco sobre la íntima argamasa de esa política espectáculo que va in crescendo aquí y en todas partes. Cuando en esta saga los votantes adviertan que "el rey está desnudo", ¿podrán posicionarse por encima de consignas abaratadas salidas de un cambio global que parece irreversible? Quizá sí, quizá no, porque síndromes como el actual se encuentran atados al contexto de una sociedad anómica que navega entre la crisis de los valores y los valores en crisis.
Sin embargo, esta incertidumbre, aunque preocupante, no debería sorprendernos. ¿Será que la política-espectáculo, por ser un emergente de la sociedad, comparte sus virtudes y defectos? ¿Será que junto al ciudadano virtual de otras épocas aparece el ciudadano real de nuestro tiempo, los dos unidos por rasgos iguales, pero separados por condiciones distintas? ¿Será que en la producción del mensaje se amplifica la dimensión de los hechos y se construye una realidad diferente? Mientras no se llegue a la raíz cultural de estos enigmas faltará argumento para el debate y no habrá motivos para el asombro.