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La ola de la intolerancia

*Por Héctor M. Guyot. Siempre me pareció que Fito Páez, como buen artista, tenía incorporada una antena sensible que le permitía sintonizar con pulsaciones secretas de la sociedad para transmutarlas en canciones.

Muchos de sus temas son tanto formas de una particular belleza como gestos de una catarsis personal que buscan conjurar fantasmas inasibles pero ciertos, espectros que laten en los sótanos de la vida cotidiana y que aún nadie ha sabido nombrar. En este sentido, resulta emblemático el disco Ciudad de pobres corazones , una obra áspera y dura de 1987 en la que el músico, a partir de una tragedia familiar y privada (el asesinato de su abuela y su tía abuela en Rosario), cifró la larvada violencia social y pública de una Argentina que se encaminaba hacia la hiperinflación y la década menemista. Hay en ese disco un grito visceral, desgarrado, tamizado sin embargo por las formas del arte.

Ahora, Fito ha dado otra muestra de honestidad brutal con la columna que publicó el martes en Página 12 tras el triunfo de Macri, en la que se lamentó de que la ciudad quiera "un gobierno de derechas". Tan visceral como antes, aunque esta vez sin arte, escribió frases que levantaron una polvareda que aún enturbia el aire que respiramos: "Da asco la mitad de Buenos Aires. Hace tiempo que lo vengo sintiendo". Lo primero que se atina a pensar ante esta manifestación de desprecio es que esa antena sensible que porta Páez le jugó una mala pasada y lo llevó a decir de manera explícita y casi pornográfica ("no quiero eufemismos", proclama en la misma columna) lo que muchos vienen diciendo sin decirlo, antes y después del triunfo de Macri en la ciudad.

¿Acaso no destila, desde hace rato, el mismo desprecio la prosa y el verbo de muchos de los periodistas encolumnados detrás del Gobierno? ¿Acaso no derrapan en la misma actitud muchos intelectuales oficialistas cuando se trata de defender su verdad? ¿Y acaso no expresa soberbia, desprecio e intolerancia la palabra y los gestos del mismo gobierno, incluida la Presidenta? Periodistas militantes, intelectuales kirchneristas y funcionarios oficialistas habían llevado estas actitudes hasta extremos impensables, pero revistiéndolas, a veces con éxito y a veces de manera burda, de un barniz discursivo o institucional destinado a preservar las apariencias. Ahora los dichos de Páez -que provocaron, en los foros online, reacciones de una violencia simétrica- han venido a romper los diques y son la cresta de una ola vasta y profunda, la espuma que se muestra y baila en la superficie. De nuevo, Fito como canal -esta vez, infortunado- de un drama que lo excede y que contamina las fibras de la sociedad, llevada en este caso a la confrontación y al odio por un gobierno que, como cabeza del Estado, debería en cambio asegurar las reglas de una pacífica convivencia en la diversidad.

Esa ola coronada por el exabrupto de Fito Páez también se nutrió en estos días de los dichos del jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, que con la suficiencia de siempre denostó al jefe de gobierno de la ciudad para menospreciar después a los porteños en otro de sus diagnósticos: "No me llama la atención que la ciudad se parezca a Macri". Más elíptico y sofisticado, el director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, consideró que el triunfo de Macri demuestra que en la ciudad se instaló "una ideología tacaña, particularista, defensiva y egoísta", y que las actitudes de un sector de los porteños favorecen ciertas formas de racismo. "La ciudad se convirtió en una sociedad que no ve a los otros, de espaldas a Latinoamérica, a los nuevos inmigrantes", dijo.

Pero lo cierto es que, llevados por la ideología o la soberbia o el cinismo, según el caso, son ellos mismos los que no ven. Amparados en visiones cada vez más maniqueas y dogmáticas, se niegan a ver aquello que una franja cada vez más grande de la sociedad rechaza. En cambio, eligen creer que los porteños votaron con el bolsillo y entonces le dedican su asco a la mitad de Buenos Aires dando por descontado, de paso, que el 47% de los votos que reunió Macri son de su exclusiva propiedad y expresan una adhesión absoluta. Además de subestimar la capacidad de discernimiento del votante, esa lectura simplista y hasta ingenua olvida que el electorado de la Capital es uno de los más volátiles e independientes del país y que, aunque históricamente reacio al peronismo, privilegió varias veces a candidatos de centroizquierda, como Aníbal Ibarra o Graciela Fernández Meijide. Si a veces resulta impredecible aun para las encuestadoras, que en su enorme mayoría erraron por mucho el resultado del domingo, es precisamente porque es consciente del valor de su voto.

Pero claro, resulta más fácil descalificar al votante que detener una ola que trae considerable impulso. Es más sencillo creer que la abrumadora ventaja de Pro sobre el kirchnerismo en las elecciones del domingo se debe a una inclinación racista de los habitantes de la ciudad que considerar la posibilidad de que la gente se haya, si no asqueado, al menos cansado hasta el hartazgo de cosas como la bolsa de Felisa Miceli, la valija de Antonini, el enriquecimiento de los Kirchner, las gestiones de negocios de Jaime y su ladero Vázquez, el trabajo social de Shocklender o los allanamientos de Oyarbide. Más aún, es más tranquilizador achacar la aplastante derrota a una masa informe egoísta y desquiciada que sospechar que ese aluvión de votos para el Pro fue, en buena medida, consecuencia de la soberbia, el desprecio por los que piensan distinto y el ánimo de confrontación que alienta el kirchnerismo desde que es gobierno.

Es difícil que quienes están subidos a la ola contemplen estas hipótesis, porque es precisamente ésa la actitud que estas posiciones tan extremas como simplistas replican. Olvidan así que, por lo general, y en buena hora, son determinadas actitudes y no precisamente las personas -tampoco las medidas de gobierno, que siempre deben ser materia de discusión- las que suelen provocar náuseas y rechazos viscerales. Pero las actitudes definen a las personas mejor que cualquier otra cosa, y quizás eso explique lo que se vio el domingo.

La reacción a la derrota vino desde las vísceras y desde el cerebro, según el caso, pero ambas vías siguieron la misma lógica: soslayar cualquier forma de autocrítica para trazar inmediatamente la fisonomía del monstruo. No hay lugar para la duda cuando el autoexamen es una forma de claudicación. La culpa es siempre del otro: un electorado vil o una fuerza política carente de pasado y de ideología que vende espejitos de colores para vaciar de contenido la vida social y política. Pero las cosas no son tan sencillas, y esa falta de reconocimiento de lo que le pasa a un sector importante de la población -que recorre todo el espinel oficialista- se paga caro. El único que parece haberse dado cuenta es Daniel Filmus, que tiene que empujar la pelota solo, con viento en contra y con todo un equipo que patea hacia su propio arco (aunque él aceptó jugar así). Del otro lado, Macri, que se vio circunstancialmente beneficiado por el voto opositor que antepuso el país a la ciudad, recoge los frutos de un discurso moderado y conciliador, quizá bien asesorado por Durán Barba.

El resultado de la elección del domingo sorprendió. Pero no menos sorprendentes fueron las reacciones que despertó, porque reflejan el modo en que ha prendido, aun en artistas e intelectuales, el relato con que el Gobierno dividió a la sociedad en dos mitades inconciliables que encarnan, de manera tajante, el bien y el mal. Y que coloca del lado del mal a todos aquellos que no comulgan con la visión del poder (¿aun cuando esa discrepancia se manifieste con el voto?).
Esta división que promovieron los Kirchner ya ha calado en distintas capas del tejido social, como quedó en evidencia con las palabras agraviantes de Fito Páez y en las respuestas que provocó, muchas de las cuales le devolvieron al músico un "asco" recíproco.

En un país de divisiones históricas y de heridas abiertas, el Gobierno no vaciló en estimular con cálculo resentimientos latentes con el único afán de acumular poder. Tal vez ese sea el gran pecado de los Kirchner. Han levantado así una ola de intolerancia que se elevó un poco más esta semana. Como toda ola, puede agotarse en la orilla, cuando se consuma su energía, para dar paso a la siguiente. Es la ley. Pero también, al romper, puede desbocarse y derramarse más allá y provocar destrozos que, descontamos, nadie en su sano juicio quiere.