La obsesión económica
Ya han transcurrido veinte años desde que un operador político norteamericano llamado James Carville se transformó en la celebridad mundial, que sigue siendo, al aconsejar a los demás miembros del equipo de campaña de Bill Clinton no olvidar nunca que "es la economía, estúpido".
Fue su forma de decirles que su hombre ganaría la elección si consiguiera convencer a los votantes de que su rival, el presidente George Bush padre, la manejaba mal. Merced en buena medida al triunfo de Clinton, el realismo –algunos dirían cinismo– de Carville hizo escuela. A partir de entonces, en todos los países democráticos suele darse por descontado que si parece que la economía local anda bien, la mayoría apoyará al gobierno, pero que si se atasca lo repudiará.
¿Es así? Hasta cierto punto. Aunque parecería que en todas partes una proporción sustancial de la ciudadanía está tan obsesionada con la marcha de la economía que subordina todo lo demás a sus vicisitudes, ello no necesariamente significa que se haya entregado por completo al materialismo. Por lo común, lo que quiere la gente es un grado a su entender razonable de seguridad, algo que es cada vez más difícil encontrar en una época como la nuestra que se caracteriza por cambios desconcertantes que muy pocos logran prever.
Puede que algunas personas sí privilegien el dinero por encima de todo lo demás, pero por fortuna constituye una minoría. Caso contrario, a pocos se les ocurriría dedicarse a actividades que acaso podrían suponerles prestigio y la satisfacción de haber hecho un aporte positivo a la comunidad, además de un ingreso adecuado, pero que no les permitirían enriquecerse. Con todo, si bien es de suponer que la mayoría siente menos pasión por las alternativas económicas de lo que haría pensar el éxito de la consigna de Carville, el que entre los políticos profesionales su afirmación en tal sentido haya tenido tanta influencia nos ayuda a entender lo que está sucediendo en los países más ricos, ya que señaló el comienzo de una etapa en la que los candidatos electorales, y en consecuencia los votantes, prestarían menos atención a temas tradicionalmente clave como los relacionados con la corrupción, la seguridad y el papel desempeñado por los distintos países en el escenario internacional, que a los netamente macroeconómicos. Convencidos de que su propio futuro dependía de su capacidad para brindar la impresión de que bajo su mando la prosperidad estaría asegurada, los gobiernos occidentales optaron por endeudarse cada vez más y, al impulsar el consumo privado, estimularon a sus compatriotas a endeudarse también.
En Europa, la propensión así supuesta parece destinada a tener consecuencias realmente trágicas. Para salvar la moneda común que se ve amenazada por el endeudamiento excesivo tanto de los gobiernos como de muchos empresarios y consumidores, millones de griegos, españoles, italianos y portugueses, seguidos quizás por muchos franceses, podrían verse privados de sus fuentes de ingreso y por lo tanto condenados a años de miseria. Al convertirse en un fin en sí mismo, un proyecto que según sus artífices serviría para permitirles vivir cómodamente y consumir más los está depauperando.
Pues bien, si sólo fuera cuestión del estado objetivo de la economía, los argentinos estarían tan indignados como los griegos, italianos y españoles, ya que saben muy bien que en su país el ingreso promedio, y por lo tanto el poder adquisitivo del grueso de sus habitantes, es llamativamente inferior a aquel de sus contemporáneos europeos. Asimismo, en la Unión Europea es normal que los desocupados perciban subsidios regulares y otros beneficios que en la Argentina serían más que suficientes como para ubicarlos en la clase media. Sin embargo, como las elecciones presidenciales recientes nos recordaron, aquí la mayoría se siente conforme con el desempeño del gobierno de Cristina por razones que están estrechamente vinculadas con la marcha de la economía. Y a juzgar por lo que nos dicen las encuestas, a diferencia de quienes viven en los países ricos, un número generalizado de personas confía en que el futuro será mejor que el presente.
En Cannes, Barack Obama dijo a Nicolas Sarkozy que "todos tenemos una lección que aprender" del triunfo electoral de Cristina. Acaso sería que, desde el punto de vista de políticos deseosos de congraciarse con el electorado, es preferible estar a cargo de una economía pobre que se expande a un buen ritmo, de lo que es ser responsable de una muy próspera que tambalea al borde de una recesión o, como reza el refrán, es mejor viajar que llegar.
En Estados Unidos y Europa, enterarse de que la tasa de crecimiento se acerca a cero motiva angustia, mientras que la posibilidad de que el ingreso per cápita caiga al nivel de cinco o diez años antes es considerada una amenaza casi apocalíptica. Que éste sea el caso es un tanto extraño, ya que en el 2001, y ni hablar del 2006, los norteamericanos y europeos se felicitaban efusivamente por la prosperidad consumista sin precedentes que disfrutaban. Entonces, se suponían estar en condiciones de mantener programas sociales generosos pero en la actualidad, a pesar de contar con los mismos recursos, los están eliminando por creerlos demasiado costosos. Se entiende: obstaculizan el crecimiento que se necesita para pagar las deudas que hicieron posible el boom de consumo que terminó en el 2008.
La convicción difundida de que en última instancia lo que más importa no es el estándar de vida alcanzado –y ni hablar de la calidad de vida– sino la tasa de crecimiento, está detrás de la noción de que en verdad las economías de los países "emergentes", entre ellos la Argentina, funcionen mucho mejor que las del Primer Mundo. Puede que sólo produzcan una pequeña fracción de los bienes y servicios considerados necesarios para el bienestar, pero así y todo brindan una impresión de dinamismo incontenible, mientras que las economías avanzadas parecen anquilosadas. Por supuesto, es perfectamente natural que China, cuyo producto per cápita se aproxima a 3.000 dólares anuales, y la Argentina, con 9.000, puedan anotarse tasas de crecimiento impactantes mientras que Estados Unidos, con sus casi 50.000 dólares per cápita, tenga que resignarse a guarismos mucho más modestos, pero tal detalle no ha sido óbice para que se haya propagado la idea de que el futuro pertenezca a los "emergentes" encabezados por China.