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La madre de todos los ajustes

*Por James Neilson. El ministro de Economía jura que la crisis apenas impactará en el país, a contramano de los indicadores internacionales.

De tomarse en serio las declaraciones del ministro de Economía y candidato vicepresidencial, Amado Boudou, la Argentina apenas se verá afectada por los terremotos financieros que están provocando tantos estragos en los mercados internacionales. Lo que quiere decir el compañero de fórmula de Cristina es que espera que el país no sienta el impacto de lo que está sucediendo antes de las elecciones de octubre ya que, como sabe muy bien, ni siquiera el "modelo" supuestamente "virtuoso" y "blindado" que ha improvisado el gobierno kirchnerista en base a lo que heredó de Eduardo Duhalde estará a salvo de los desastres que están cambiando el panorama en el resto del planeta.

De no haber sido por el viento de cola fortísimo provisto por la suba espectacular de los precios de la soja y otros productos del campo, la Argentina no hubiera disfrutado de los años de crecimiento macroeconómico a tasas chinas que tanto contribuyeron a consolidar el kirchnerismo. Si amaina, aunque solo fuera un poco, el modelo, que de todos modos ya está haciendo agua, correrá peligro de hundirse. Será por este motivo por lo que a comienzos de la semana pasada la pequeña bolsa porteña bajó todavía más que sus hermanas mayores de Nueva York, Londres y Francfort. Quienes operan en ella saben que la Argentina dista de ser invulnerable.

Felizmente para Cristina y Boudou, los diversos líderes opositores han preferido concentrarse en los escándalos de todo tipo que siguen fabricando en abundancia el Gobierno y sus aliados, en los pormenores más exóticos del imaginativo "relato" cristinista, y en los esfuerzos de peronistas veteranos como el cordobés José Manuel de la Sota por mantener a raya a los muchachos de La Cámpora que están procurando desplazarlos. Puesto que a ningún político en campaña le conviene hablar de cosas feas como "ajustes", los adversarios de Cristina dan a entender que, si bien a su juicio el "modelo" es un bodrio, las reformas que es de suponer tienen en mente no perjudicarían a nadie con la eventual excepción de algunos ricos perversos.

Tal actitud no se limita a la Argentina actual. La voluntad de soslayar realidades desagradables es común a los dirigentes políticos de todas las democracias, razón por la que las más ricas, los Estados Unidos, el Japón y los países que conforman la Unión Europea se han precipitado en una crisis de desenlace incierto. No era necesario ser un agorero misantrópico para saber que tarde o temprano las deudas que amontonaban tanto los gobiernos como los consumidores privados del Primer Mundo adquirirían dimensiones insostenibles, que el envejecimiento demográfico terminaría dinamitando los costosos esquemas previsionales y los sistemas de salud, que el progreso vertiginoso de la tecnología eliminaría millones de puestos de trabajo bien remunerados en los países más prósperos primero y después en los relativamente pobres, pero por razones comprensibles los políticos apostaron a que "la normalidad" se prolongara por algunas décadas más.

Pues bien: parecería que en los países acostumbrados a un nivel de vida que no tiene precedentes en la historia del género humano, el largo plazo ya ha llegado. Tal y como están las cosas, a muchos norteamericanos y europeos les espera una serie de "ajustes" tan dolorosos como los sufridos por generaciones de argentinos a partir del agotamiento, hace más de medio siglo, del "modelo" ensamblado por el régimen de Juan Domingo Perón.

A menos que, para asombro de todos, las economías más avanzadas se recuperen de golpe, las perspectivas ante el grueso de la clase media occidental seguirán siendo sombrías. Sus integrantes más talentoso, astutos o afortunados continuarán apropiándose de una proporción cada vez mayor del dinero disponible, dejando a los demás las sobras. La divergencia así supuesta se debe menos a las teorías económicas en boga que a los cambios tecnológicos que hacen superfluas tareas tradicionalmente desempeñadas por ejércitos de oficinistas, gerentes y profesionales, además, claro está, de obreros fabriles.

Más de treinta años atrás, cuando se dieron cuenta de que algo grave estaba sucediendo, los líderes de los países avanzados se las arreglaron para convencerse de que la "solución" consistiría en educar a todos para que pudieran cumplir funciones útiles en la nueva economía que surgía, pero solo se trataba de una fantasía. Mientras que algunos sí han logrado adaptarse, aprendiendo lo necesario para mantenerse en carrera, la mayoría se ha visto descolocada por los cambios. Para más señas, las exhortaciones de quienes apostaron a un gran esfuerzo pedagógico no han impedido que en los países ricos, y también en la Argentina, se haya deteriorado de manera llamativa la calidad de la educación brindada.

En muchos países del Primer Mundo, acaso en todos, la clase media parece destinada a sufrir un proceso de depuración similar al experimentado por su equivalente aquí. Lo presienten los "indignados" españoles y sus contemporáneos en Grecia, Italia, Portugal, el Reino Unido y América del Norte; temen que pocos logren conservar el estándar de vida que fue alcanzado de sus padres y que, para ellos, representa la normalidad.

Asimismo, todo hace pensar que otra víctima de la gran crisis que está cobrando fuerza será el Estado benefactor, la construcción sociopolítica más admirable del siglo XX. Lo están socavando la caída estrepitosa de la tasa de natalidad que, en el sur de Europa y Alemania, ya parece irreversible, la imposibilidad de continuar financiándolo acumulando más deudas, y las exigencias planteadas por la irrupción en el sistema económico ya globalizado de centenares de millones de chinos industriosos, ahorrativos y partidarios fanáticos de la educación.

Tardíamente conscientes de dicha realidad, los gobiernos europeos –progresistas o conservadores, da igual– y, a regañadientes, el del presidente norteamericano Barack Obama, están poniendo en marcha programas severísimos de austeridad a pesar de las advertencias de economistas que los califican de contraproducentes porque, les recuerdan, harán todavía más difícil la recuperación.

Hace tres años, cuando la quiebra del banco de inversión Lehman Brothers paralizó el sistema financiero mundial, algunos se pusieron a pronunciar muerto el "capitalismo salvaje neoliberal" que, aseguraron, se vería reemplazado por una modalidad regulada más bondadosa y más igualitaria. Se equivocaban. Desde entonces, el mundo se ha hecho mucho más competitivo, más darwiniano. Quienes están reclamando que los países ricos ejerzan más disciplina fiscal, o sea, que se ajustan cueste lo que costare, no son sólo los odiados "neoliberales" sino también los comunistas chinos que, en su condición de acreedores, se creen con derecho a sermonear a los dispendiosos norteamericanos y europeos.

Para los progresistas occidentales, el protagonismo creciente de los comunistas asiáticos es una mala noticia: acostumbrados como están a convivir con la pobreza extrema, los chinos y sus vecinos no sienten demasiada simpatía por los desocupados de otras latitudes que directa o indirectamente perciben subsidios que a su entender son muy pero muy generosos, o por los aún empleados que apenas logran mantenerse a flote.

Que los chinos se sientan preocupados por la evolución decepcionante de la economía occidental puede comprenderse. Su propio "modelo" depende en buena medida de la exportación de bienes fabricados: es una "factoría", una suerte de Tierra del Fuego en escala gigantesca. Aunque el régimen insiste en que en adelante estimulará el consumo interno, la transformación que se ha propuesto no le resultará nada fácil, en parte porque la mayoría de los chinos, a diferencia de los occidentales, hacen gala de las virtudes atribuidas por Max Weber a los tempranos capitalistas protestantes que, decía, se destacaban por su austeridad personal y su compromiso con la cultura del trabajo.

Irónicamente, se trata de rasgos que los chinos comparten con los "populistas" del Tea Party norteamericano que, para consternación de Obama, sus partidarios e incluso de algunos dirigentes republicanos, quieren pulverizar ya el gasto público pero se niegan a permitir alzas impositivas que ayudarían a equilibrar las cuentas, de ahí el drama que puso a los Estados Unidos al borde de un default y que culminó con un acuerdo para subir una vez más "el techo de la deuda" a cambio de la promesa de poner en marcha un programa de cortes presupuestarios draconianos.

Parecería que en los Estados Unidos por lo menos, los "populistas" están a favor de ajustes brutales, mientras que en el resto del mundo los así calificados suelen ser los más contrarios a cualquier intento de reducir el gasto público aun cuando la alternativa suponga continuar endeudándose con la esperanza de que lo de la bancarrota resulte ser solo un cuco neoliberal. Puede que en esta ocasión, la intransigencia manifestada por los vinculados con el Tea Party fuera tan irresponsable como dicen los horrorizados por su aparición, pero el que un sector significante de la población norteamericana se preocupe tanto por el aumento constante de la deuda de su país es de por sí muy positivo, ya que de acuerdo común los problemas estructurales que enfrentan todos los países ricos se deben precisamente a la propensión generalizada a endeudarse a fin de atenuar problemas meramente coyunturales.