La llaga en el dedo
* Ricardo Raúl Benedetti. Los argentinos, andamos ligeros por el mundo convencidos de poseer la absoluta verdad; revisamos los eventos de nuestro entorno y apuntamos equívocos publicando imputaciones a terceros, generalmente sin contar con argumentos tangibles, y en ocasiones metiendo la nariz sin ser parte activa de los hechos en cuestión.
Como sociedad nos resulta extremadamente seductor mezclarnos en conflictos de otros, definiendo quienes son los buenos y los malos; abriendo juicios de valor y tomando a la ley fuera de contexto en nuestras manos; despreciando la opinión del resto; creyendo ser los únicos dueños de las reglas civiles, morales y de convivencia; definiendo a quién se le destierra al más cruel de los destinos y a quién se le brinda una nueva oportunidad.
Si hay algo como cuerpo social que nos identifica, mucho más que nuestra pasión por el fútbol, la política o el encuentro de los fines de semana, es nuestra enorme facilidad para prejuzgar, y tan popular ha sido su uso que nos hemos transformados en profesionales del prejuicio.
Según la Real Academia Española, prejuicio "es la acción y efecto de prejuzgar, brindar una opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal". Y prejuzgar, "es el juzgar de las cosas antes del tiempo oportuno, o sin tener de ellas, cabal conocimiento".
Estamos cortos de empatía. Vemos a quien valore distinto la realidad, como un rival a vencer, negando las distintas opiniones, alcanzando fácilmente la agresión verbal y en ocasiones deformando al otro en enemigo y alzando el puño insensatamente.
El actual presidente uruguayo Pepe Mujica fue un esclarecido al vernos tal cual somos y recomendarnos "querernos más". Contamos desde hace décadas con tantas frustraciones en común que en vez de aprender de ellas las olvidamos pronto, y sistemáticamente las reiteramos.
Al contrario de la imagen egocéntrica que vendemos al exterior, si bien es cierto carecemos de humildad, agudizamos el problema al vaciarnos de amor propio, siendo emocionalmente bajitos y limitados, aspirando a ser reconocidos caprichosamente, como aquellos hombres y mujeres de una sociedad pujante, dinámica y rectora que alguna vez supimos construir.
Este año nos tendrá políticamente activos. Observo atento el pensamiento de los diversos líderes sociales, y casi todos sin excepción replican esta amarga conducta.
Motivados por una estrategia electoral o convencidos de ser los dueños de la razón recorren los medios enumerando las fallas y errores de los otros, haciendo trizas lo hecho o en el mejor de los casos reconociendo algún detalle secundario, recalcando la incapacidad de cualquiera de las otras partes para gobernar y proclamándose como los únicos capaces de recrear un nuevo y floreciente amanecer.
A diferencia del fútbol, nos cuesta demasiado esfuerzo el encontrar talentos entre los líderes sociales, siendo la media de una mediocridad emocional tan grande que se niegan emparentarse al otro, y los inhabilita para el diálogo en la búsqueda de consensos.
Todavía resuena en la memoria colectiva los pases de factura que se enrostraron los diversos sectores gubernamentales durante las tomas de predios del último diciembre. Y mientras se afilaban el dedo para acusarse mutuamente, se acumulaban los muertos, producto de nuestra perversa identidad social.
Ciertamente necesitamos un profundo cambio. Mientras tomo conciencia y hago lo mío, anhelo ver, al igual que el resto, a ciudadanos distintos que además de brillar por su oratoria sagaz y afilado conocimiento sirvan de ejemplo a otros por su calidez y entrega emocional, la misma que les permita encontrarse en el diálogo con los demás logrando consensos y restableciendo las bases de un nuevo pacto social, que nos devuelva el vigor, alegría y entusiasmo de ser orgullosamente argentinos.