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La libertad, insumo de la prensa

*Por Norma Morandini. Libertad para decir, para rezar, para vivir sin necesidades y para vivir sin miedo. Esas fueron las cuatro libertades a las que se aferró el mundo occidental...

...tras los horrores del nazismo y la Segunda Guerra Mundial. Una bella utopía, institucionalizada más tarde en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Corría 1948, y en el debate en torno al artículo 19, que consagró el derecho a la libertad de expresión y a la opinión, se identificó a esa libertad como uno de los componentes esenciales de aquella Declaración.

Sin embargo, ya se insinuaban las tensiones de la Guerra Fría y la interpretación acerca de la libertad de expresión se coló en los debates. Los soviéticos proponían la censura y que los medios estuvieran administrados por el Estado. Decían que una libertad "ilimitada" podía incitar al fascismo y el Estado se presentaba como garante de una distribución igualitaria de los recursos. Finalmente triunfó la vigorosa concepción defendida por Eleonora Roosevelt, la libertad sin restricciones, a no ser la responsabilidad inherente al ejercicio de esa libertad, como puede ser la protección de la infancia. Una tradición que han ido fortaleciendo numerosos tratados internacionales de derechos humanos y lleva a que en los tribunales internacionales no se acepten los argumentos políticos de ningún país para justificar las restricciones a la libertad de expresión.

Han pasado más de 60 años y, a contramano de esa tradición universal, la Argentina conserva la concepción política de ver a la sociedad como a niños a los que se debe tutelar. Se antepone el poder a la libertad, a la que se sigue viendo como un valor burgués. El poder es el que distribuye la justicia y otorga la libertad. La censura directa de los regímenes militares y la tentación de control de la opinión pública delatan esa concepción autoritaria: "Salvar al pueblo" de los enemigos de turno.

De modo que nuestra tradición política es ajena a la cultura de derechos humanos. Pero si la locura del nazismo dejó como dolorosa enseñanza que los países que restringieron la libertad son los que estimularon la violencia, y hubo un especial cuidado en construir una cultura de convivencia democrática, en nuestro país estrenamos la democracia denunciando las violaciones pero no construimos una cultura de respeto a la libertad ajena. Es decir: la convivencia democrática.

Dejamos en los tribunales el castigo al terrorismo de Estado, pero no desarmamos la cultura política autoritaria que sustentó la tragedia. Dominados por las emergencias económicas, ninguno de los gobiernos democráticos priorizó una educación universal de respeto y tolerancia. Si no, cómo explicar que a treinta años de la democratización y seis décadas después de aquella Declaración, en la Argentina se viva como natural la injerencia del Estado en la distribución de la pauta oficial y ahora el papel. Como si se tratara de una pelea del Gobierno con una empresa con nombre propio y no el mayor atentado a los fundamentos que sostienen el sistema democrático.

El insumo de la prensa es la libertad. El papel o Internet son sólo vehículos de la prensa y es responsabilidad de los gobernantes garantizar esa libertad, cuya única limitación se llama "responsabilidad". Una palabra escasa en el debate público, dominado por la lógica guerrera de amigo y enemigo. Por eso, cuando está en juego la libertad, lo que atemoriza es la injerencia del Estado. Buen ejemplo es la reacción mundial ante la ley SOPA, con la que, en nombre de combatir la piratería electrónica, el gobierno de los Estados Unidos podría controlar la libertad que corre suelta por Internet.

En la Argentina, ni siquiera incorporamos como valor una obviedad del sistema democrático: la prensa, por su misma definición, no sirve al poder sino a la ciudadanía. Los periodistas no son empleados públicos, son empleados del público. Las redacciones están llenas de hombres y mujeres que creen en lo que hacen y ejercen el periodismo con responsabilidad. Ellos recorren los tribunales, caminan los ministerios, indagan en los números de la economía, transitan por las calles o los pasillos del Congreso. Eso hacen los periodistas por los ciudadanos. Ejercer el periodismo con autonomía siempre fue riesgoso en nuestro país. Como lo prueban los asesinatos de Rodolfo Walsh y José Luis Cabezas, en los que se simbolizan tantos otros. Sin embargo, no veo a muchas personas dispuestas a reconocer a esos periodistas. No ignoro la promiscuidad, en el pasado, de la política con el periodismo, pero esa no es ni debe ser una justificación para lo que sucede hoy: el control sobre la opinión pública.

Nunca antes en la democracia los periodistas han tenido menos acceso a la información pública, y el oficialismo se niega a aprobar los proyectos que duermen anestesiados por las mayorías parlamentarias. El Gobierno decide qué se debe informar y nadie parece dispuesto a romper ese muro informativo. La falta de información favorece el chisme y los trascendidos, que hieren la credibilidad del periodismo. Instituciones de prestigio de nuestro país se callan por temor a represalias. Sin que se advierta que la libertad de expresión vale tanto para los médicos de un sanatorio como para los científicos pagados por el Estado.

Vivimos la paradoja de que cada vez tenemos menos información pública y cada vez más las agencias gubernamentales tienen mas datos sobre los ciudadanos.

Ceñidos al guión oficial, no vemos a muchos dispuestos a ejercer ese derecho a decir. Y, ya se sabe, cuando se vive con miedo, florece la hipocresía. Decir lo que se piensa, lejos de ser un derecho y una honestidad personal, se ha convertido en un acto de coraje.

Si se defienden los derechos humanos, no se puede estimular el "odio nacional", como condena el Pacto de San José de Costa Rica, porque la democracia es el antídoto a la guerra, y una cultura de derechos humanos, el instrumento legal y político para combatir el racismo, la intolerancia y la discriminación.

Esos son los principios que sustentan la cultura política democrática. A no ser que se utilicen los procedimientos de la democracia para atentar contra la democracia. En ese caso, vamos configurando un régimen de apariencia democrática pero sin demócratas dispuestos a defender el derecho a decir, a orar, a vivir sin hambre y sin miedo.