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La justicia de calidad asediada por la fuerza, la astucia y la corrupción

La justicia es el último refugio que tienen los hombres para defender sus derechos. Sin esa instancia final quedan a merced del azar o de los que tienen más fuerza física o económica o menos escrúpulos o son más astutos o más corruptos.

Desde hace mucho tiempo crece entre los mendocinos un profundo descreimiento en la calidad de su justicia. Las frustraciones, que tanto en la justicia nacional como provincial fueron por años un secreto a voces en los ámbitos forenses, académicos y políticos, trascienden con su cuota de mito y leyenda al conjunto de la vida social.

Es probable que ese sentimiento sea parte del escepticismo que los argentinos tienen frente a todas las estructuras del Estado. Sin embargo, el asunto es más grave cuando se trata de la justicia, porque cuando la desconfianza envenena las expectativas que los hombres han puesto en la imparcialidad de sus jueces, se desencadenan desequilibrios en todos los órdenes de la vida social, trastrocándose los códigos culturales que sostienen su paz y su seguridad.

La justicia es el último refugio que tienen los hombres para defender sus derechos ante el propio Estado y en los conflictos que son naturales en toda convivencia humana. Sin esa instancia última todos quedan a merced del azar o de los que tienen más fuerza física o económica, o menos escrúpulos o son más astutos o más corruptos, y lo que hoy beneficia a unos, mañana los podrá perjudicar.

La necesidad de justicia y el derecho se remontan a los orígenes de la humanidad, y el desarrollo de un sistema que permitió a las personas poner en manos de un tercero imparcial, que es el juez, la misión de reconocer los derechos de unos y de otros, fue un avance fundamental de la civilización.

La imparcialidad y la condición ética y técnica de los jueces son los presupuestos esenciales de la fe en la justicia. Diferentes causas menoscaban esa confianza. Se pierde la fe cuando se instala la idea entre la dirigencia política de que los jueces le deben retribuir su designación o su promoción y ascenso por gratitud o por compromiso ideológico, como si su designación en el cargo se tratase de un regalo generoso.

También se pierde cuando los jueces asumen un protagonismo político que no les corresponde o, tentados por la popularidad fácil, se exhiben con actitudes que pertenecen al mundo del espectáculo. Y sobre todo se pierde la fe cuando la corrupción, que desde largo tiempo se desparrama por todas las estructuras del Estado, se consagra en el sistema judicial como una cultura en la que se trastrocan los valores más elementales y comienza a aceptarse como normal lo que siempre fue inaceptable.

La zozobra y la imprevisibilidad respecto de los derechos que a cada uno corresponde, siembran en el corazón de los hombres una incertidumbre y una angustia que los empuja al esfuerzo de defender sus derechos y resolver por su cuenta las disputas, impidiéndoles poner esa vitalidad en la construcción del futuro para las generaciones que vienen. Sin la certeza de una justicia imparcial la sociedad se paraliza y se desangra.

Desterrar los vicios que minan la confianza de la sociedad en su justicia implica llevar adelante un formidable cambio cultural que exige el compromiso y el esfuerzo de todos los sectores. Pero es una obligación impostergable que deben asumir especialmente los poderes del Estado, la dirigencia política, las universidades, los colegios profesionales y los jueces.