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La impotencia del poder, por James Neilson (Revista Noticias)

Fin de fiesta. Cristina lanzó el ajuste del que no se animó a hablar durante la campaña.

Parecería que todos coinciden en que, merced a aquel impresionante 54 por ciento de los votos que se anotó en las elecciones del mes pasado, Cristina tiene más poder que cualquier otro presidente desde los días de gloria de Juan Domingo Perón, que ni siquiera Carlos Menem poseía tanto cuando presionaba a los radicales para que se resignaran a una reforma constitucional a su medida. ¿Es así? En teoría, lo es, ya que la oposición política, fragmentada, desmoralizada y desorientada, está en terapia intensiva y los jefes sindicales se afirman resueltamente oficialistas. Por lo demás, Cristina cuenta con el apoyo de un ejército de obsecuentes incondicionales que no soñarían con desobedecerle, de suerte que no tiene que preocuparse por una eventual rebelión interna contra su hegemonía.

Con todo, aunque la Presidenta parece estar en condiciones de actuar como si fuera una monarca absoluta, una reina en torno a la que gira el sistema político nacional y que se cree tan exitosa que puede darse el gusto de sermonear a sus homólogos de otras latitudes sobre sus muchas deficiencias, es en verdad mucho menos poderosa de lo que suponen sus simpatizantes y temen sus adversarios. De ocurrírsele, puede obligar al resto del país a fingir tomar en serio el cada vez más desopilante "relato" oficial, rindiendo homenaje a Él al rebautizar calles, torneos deportivos e incluso provincias enteras. Lo que no podrá hacer es gobernar con eficacia.

El poder supuestamente omnímodo de Cristina es producto del estado precario de las instituciones nacionales, instituciones de que ella misma depende para que el poder que en principio maneja sea algo más que una ilusión agradable. Ya se habrá dado cuenta de que es una cosa dar órdenes, otra muy diferente asegurar que tengan el impacto previsto. Mal que le pese, para gobernar bien necesitaría disponer de instrumentos adecuados. Puesto que no los tiene a mano, sus esfuerzos a menudo resultan inútiles. Aunque mueva las palancas indicadas, no le serviría para mucho porque no están conectadas con una máquina estatal que funcione debidamente. Como dijo una vez Simón Bolívar, estará arando en el mar. Para Cristina, las semanas que siguieron a su consagración electoral han sido aleccionadoras. Le enseñaron que, si bien "el modelo" que está piloteando acababa de ser avalado por más de la mitad de los votantes, tendría que mandarlo al taller por un rato porque perdía a un ritmo alarmante los dólares que lo lubricaban y crujía bajo el peso de los subsidios ruinosos que llevaba. Pero, para su frustración evidente, los mecánicos elegidos para repararlo han resultado ser incompetentes. Para taponar los agujeros por los que se escapaban los dólares, los funcionarios del Ministerio de Economía y sus anexos se sintieron constreñidos a recurrir a policías, gendarmes e inspectores impositivos, además, desde luego, de los servicios del matón gubernamental Guillermo Moreno, todo lo cual hizo recordar la gestión malhadada, pero innegablemente setentista, de Isabelita Perón. Asimismo, para descargar los subsidios sobre las espaldas de los porteños presuntamente acomodados sin perjudicar a quienes ya apenas llegan a fin de mes, se ha propuesto exceptuar a los pobres genuinos que, en muchos casos, tendrán que probar que lo son realizando trámites burocráticos que muchos encontrarán humillantes y que, de todos modos, desbordarán a la administración pública. Tal y como están las cosas, el Gobierno parece decidido a provocar un estallido social.

Aun más instructivo que el ajuste –lo llama "sintonía fina"– que Cristina inició luego de prenderse la luz en el cuarto oscuro, es el espectáculo esperpéntico que está brindando Aerolíneas Argentinas, la compañía que, en un rapto de ingenuidad, confió a los militantes imberbes de La Cámpora. El resultado de lo que es de suponer fue un intento de mostrar que "el Estado" sería plenamente capaz de administrar la línea de bandera mejor que los comerciantes españoles que, para su pesar, la habían comprado, difícilmente pudo haber sido más desastroso. Para regocijo de los aguerridos sindicalistas que no comparten la fe de Cristina en las dotes gerenciales de "los nenes" capitaneados por su hijo, Aerolíneas sigue perdiendo dinero a borbotones –aproximadamente dos millones de dólares diarios–, sin que haya motivos para prever que por fin logre convertirse en una empresa rentable. En un esfuerzo desesperado por salvar algo, el Gobierno está pensando en reducirla a una línea de cabotaje, dejando a las líneas aéreas dirigidas por adultos las rutas internacionales. Por ser cuestión de una empresa que durante años fue motivo de orgullo patriótico, se trata de un final muy triste.

Pues bien, lo ocurrido en Aerolíneas, en la batalla contra la dolarización y en la saga de los subsidios que han servido para distraer la atención de la ciudadanía de la transformación de la Argentina de un país exportador de energía en uno que en adelante tendrá que importarla a un costo enorme, dista de ser meramente anecdótico. Refleja la extrema debilidad de un gobierno que, si bien cuenta con un superávit de poder político, por falta de los medios necesarios no es capaz de aprovecharlo. La verdad es que Cristina se asemeja a la dueña de un motor potente, uno digno de una Ferrari, que por algún motivo se ha incorporado a un cachivache desvencijado; cuando pisa el acelerador, ruge como corresponde, ensordeciendo a quienes están en el vecindario, pero cuesta arriba el vehículo solo avanza a paso de caracol.

A Cristina no le gusta para nada oír hablar de vientos de cola, de la importancia decisiva del precio de la soja o, si es que alguien se ha animado a mencionarlo en su presencia, de los beneficios producidos por las inversiones que se hicieron en la maldita década de los noventa. Quiere creer que el vigoroso crecimiento macroeconómico de los años recientes se ha debido exclusivamente a la habilidad sobrenatural de Él que, inspirándose en los escritos de polemistas antiliberales de hacía cuarenta años, construyó un "modelo" muy superior a los improvisados por los norteamericanos, europeos o japoneses. Si Cristina estuviera en lo cierto no tendríamos por qué preocuparnos por las tormentas que están acercándose, pero por desgracia parecería que el "modelo" al que la Presidenta alude con tanto cariño maternal solo funciona –mejor dicho, brinda la impresión de funcionar– en los buenos tiempos. Aunque todavía no han comenzado a hacerse sentir las ráfagas que soplan desde Europa y los Estados Unidos, la economía ya ha entrado en una etapa que amenaza con ser tumultuosa.

Hasta ahora, el déficit institucional que padece la Argentina ha jugado a favor de Cristina al permitirle acumular una cantidad descomunal de poder virtual que ha repartido a cuentagotas entre los integrantes de su pequeño círculo áulico con la esperanza de que sepan usarlo para que la realidad se aproxime más al relato que a partir de su juventud en La Plata se ha ido confeccionando. Sin embargo, a menos que, para asombro de muchos, la economía continúe creciendo "a tasas chinas" por algunos años más, la inflación amaine, los sindicatos se conformen con aumentos salariales módicos, se desplomen los costos de importar energía y la gente aplauda el tarifazo que le aguarda por considerarlo realista, Cristina tendrá motivos de sobra para lamentar tanto el estado raquítico de las instituciones previstas por la Constitución como la inoperancia de acompañantes que fueron seleccionados más por su militancia y su hipotética lealtad hacia su persona que por su experiencia o capacidad.

En una sociedad moderna, incluso una que según las pautas internacionales es relativamente subdesarrollada, el poder excesivamente concentrado equivale a debilidad. Es imposible gobernar de forma adecuada sin la colaboración de miles de funcionarios acostumbrados a asumir la plena responsabilidad por sus acciones y a acatar las reglas a sabiendas de que si no lo hacen tendrán que rendir cuentas ante jueces independientes. Puesto que en la Argentina clientelista, corporativista y muy corrupta el Estado se ha visto convertido en una fuente de botín para una horda de oportunistas "leales" al caudillo más popular de turno que, para más señas, están más interesados en su propio destino que en el bienestar del conjunto, Cristina no puede confiar en nadie. A pesar de haber recibido el apoyo electoral de 12 millones de personas, está tan sola en la cumbre que en ocasiones no puede sino sentir vértigo.

Una de las muchas virtudes de la democracia consiste en que permite a los contrarios al statu quo expresarse institucionalmente, lo que sirve para hacer manejables conflictos que de otro modo se dirimirían en la calle con consecuencias imprevisibles. Por lo tanto, es peligroso que a juicio de muchos el Congreso, dominado por legisladores serviles, hasta nuevo aviso se verá marginado y que los distintos partidos opositores son tan escasamente representativos que no podrán cumplir ninguna función útil. Pues bien: ¿qué ocurrirá si los indignados por un ajuste que Cristina juraba no llegaría nunca quieren protestar contra un gobierno que a su entender los engañó con promesas que sabía falsas? Se trata de una pregunta que con toda seguridad preocupa a la Presidenta.