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La impotencia de Cristina

*Por James Neilson. Schiavi. El secretario de Transporte favoreció a los Cirigliano, dueños de TBA, como antes lo hizo Ricardo Jaime. La Presidente avaló.

La siempre precaria estabilidad del orden político nacional depende actualmente de las vicisitudes de la relación emotiva de Cristina con una parte sustancial de la ciudadanía. Mientras persista la convicción –o ilusión, da igual– de que en cierto modo la Presidenta está protagonizando una epopeya que beneficiará al país y que por lo tanto hay que apoyarla, aportando así al éxito de su gestión, no habrá cambios. Pero si por algún motivo el vínculo se rompe, lo construido en base a la popularidad de Cristina se vendrá abajo en un lapso muy breve.

Fue por este motivo que se esperaba con tanta impaciencia la reacción de la Presidenta ante el desastre ferroviario de Once en que murieron 51 personas y se hirieron otras 700. Cuando, por fin, "reapareció" en Rosario luego de pasar algunos días en El Calafate, ya le era tarde para reparar el daño ocasionado a su imagen –es decir, a su capital político–, por una ausencia que de acuerdo común fue demasiado larga.

Asimismo, por tener la Presidenta fama de ser una oradora notable, la arenga, a un tiempo vehemente y desprolija, que pronunció al celebrarse el bicentenario de la creación de la bandera nacional no estuvo a la altura de las expectativas. Por lo demás, casi ordenó a la Justicia completar "las pericias para determinar a los responsables directos o indirectos" del siniestro dentro de 15 días, lo que le mereció una réplica amonestadora por parte de voceros del juez federal Claudio Bonadío que le recordaron que "la pericia no es un hecho político". Entonces, para agregar más confusión, el Gobierno dispuso la intervención de TBA por el mismo período sin esperar el resultado del peritaje. Por si acaso, circularán menos trenes.

Puede entenderse el desconcierto que sintió Cristina frente al siniestro que enlutó no solo a los familiares de los muertos y discapacitados de por vida sino también a millones de otros y que pareció reflejar con precisión cruel el estado actual del país. Entre las funciones de la Presidenta está la de compartir el dolor de los afectados por desastres naturales o por accidentes muy graves, pero parecería que le cuesta hacerlo. No visitó los hospitales, como suelen hacer en situaciones parecidas los jefes de Estado en otros países democráticos. Optó por limitarse a formular algunas palabras de circunstancia.

Pues bien: en diciembre del 2004, el en aquel entonces presidente Néstor Kirchner tardó dos semanas en aludir a la catástrofe atroz que mató a doscientos jóvenes en el boliche Cromañón: dijo que "jamás me verán haciendo escenas o tratando de capitalizar el dolor de los argentinos". En Rosario, Cristina espetó: "No esperen de mí, jamás, las especulaciones para la foto y el discurso fácil. No tolero los que quieren aprovecharse de tanto dolor... con la muerte, no". ¿Frialdad? ¿Cálculo? ¿Egocentrismo? Cristina misma no lo sabrá, pero no fue por motivos políticos que en Once tantos gritaban: "Cristina ¿dónde está?"

En cuanto a los demás integrantes del Gobierno, subordinados de la Presidenta como el secretario de Transporte Juan Pablo Schiavi, el jefe de Gabinete, Juan Manuel Abal Medina, y la ministra de Seguridad, Nilda Garré, se las arreglaron para brindar una impresión de indiferencia, cuando no de desprecio, hacia los demás. Parecería que les molestó mucho que la dura realidad del país irrumpiera nuevamente en el mundo del relato en que viven. Por instinto, han querido hacer creer que ellos también son víctimas, acaso las más perjudicadas de todas, como si fuera cuestión de una maniobra urdida por enemigos malignos. Concuerdan en que si el transporte público es un desastre no es por culpa de quienes están gobernando el país desde mediados del 2003 sino de las privatizaciones de los años noventa o tal vez de Eduardo Duhalde, ya que según Cristina el bonaerense dejó a su marido "un país colonizado", obligándolo a "recuperar el Estado".

Estamos en el noveno año de la era kirchnerista. Desde el 2003, el gasto público ha aumentado más que en cualquier otro país latinoamericano, de modo que sería de suponer que el Estado ya estaría plenamente "recuperado". Huelga decir que no lo está. Sin embargo, el fracaso así supuesto tiene menos que ver con la falta de plata o las malas artes de los infinitamente astutos neoliberales que, según parece, se las han ingeniado para frustrar muchas medidas progresistas impulsadas por los gobiernos de Néstor y Cristina, que con el hecho patente de que ni ellos ni sus acompañantes hayan tenido la menor idea de lo que debería ser el Estado en el mundo actual.