La herencia épica de Néstor Kirchner
Por Carlos Salvador La Rosa* Durante los últimos años de su vida, Néstor Kirchner intentó obsesivamente crear una fuerza política propia más allá del PJ, con escaso éxito. Pero luego de su muerte, esa fuerza parece estar conformándose, debido a lo que él hizo en vida. Y a un político debe juzgárselo no tanto por lo que hace, sino por lo que deja.
Que Néstor Kirchner fue un político en estado puro es imposible de refutar, alguien dispuesto a vivir y morir -como lo demostró con creces- por el poder. Que no se distraía en otra cosa porque estaba en su naturaleza, algo ni bueno ni malo, pero indispensable si lo que se busca es ponerse al frente de la dirección de una sociedad. Ahora bien, lo que importa preguntarse es qué tipo de político fue. Y qué herencia es la que dejó.
De cómo Néstor encontró a sus fieles. Kirchner tuvo dos etapas desde su arribo al poder nacional. Primero, la pragmática cuando intentó fortalecer su poder con aliados políticos. Segundo, la fundamentalista a partir de la guerra ideológica que decidió librar contra el campo, cuando ya no buscó aliados, sino creyentes, como un Moisés redivivo.
Allí inició su peregrinación desde Egipto, cruzó el mar y leyó las tablas de la ley, gestando una nueva fe y proponiendo a sus fieles emprender el largo camino a la tierra prometida.
Kirchner nunca compartió el formalismo republicanista de la renovación peronista. Tampoco simpatizó con la conversión neoliberal de Menem, aunque sí con su caudillismo.
Y, al igual que Menem, se convirtió a una ideología y la sobreactuó de modo sorprendente, sobre todo para los que siempre tuvieron esa ideología, ya que fue más audaz que todos ellos. Les dio, a ellos, mucho más de lo que esperaban, pero no sólo discursivamente, también poder real y ejecutó algunas de sus banderas, aunque para fines propios.
Primero, convocó a los nostálgicos setentosos que aún vivían de los recuerdos de juventud. Luego sumó intelectuales, artistas, periodistas y, al fin, una juventud a la que inculcó una resignificación de la política con una utopía negativa, ya que derrotar al enemigo era más valioso que el "asalto al cielo". Más que una sociedad nueva, que no la tenía en claro, les propuso acabar con la que hay.
Les inculcó la mística de los ‘70 pero con un estilo muy posmoderno: les propuso una revolución sin riesgo, una guerra contra enemigos inventados o adversarios transformados discursivamente en monstruos de historieta, de modo que se pudiera hacer una guerra en paz, sin armas de fuego, las que fueron reemplazadas por gritos crispados, insultos difamantes y escupidas a sus fotos.
A esa revolución de cartón, o contra enemigos de cartón, le sumó la lógica de la Coordinadora radical de los ‘80, la de esos muchachones soberbios, funcionarios del poder desnudo. Y le agregó una pizca de aquel "somos la rabia" de los jóvenes peronistas de los 80 que estaban furiosos con el triunfo radical.
Así les metió a muchos jóvenes de hoy una bronca incontenible, pese a tenerlo todo. Les transmitió su enojo y logró, al colectivizarlo, hacerlo épico.
De ese modo se fueron construyendo sus primeros cuadros propios, los que hoy son la guardia pretoriana de Cristina, mucho más kirchneristas que peronistas o que cualquier otra cosa: son gerentes ideologizados que se validan como militantes, pero siendo hombres del poder por encima de todo.
De cómo Néstor encontró su fe. La ley de medios fue su epopeya, las tablas de la ley, sus diez mandamientos. Previo a transformarla en una bandera mística, épica, la introdujo a través de una reivindicación interesante: la de darle más voces a la sociedad. Kirchner hizo suya la tesis muy divulgada en las escuelas de comunicación estatales, de que los medios privados no expresan las voces plurales, sino las meras voces de sus patrones, que a la vez son las voces de las corporaciones económicas más poderosas.
La ley de medios, se suponía, vino a darle voz al pueblo, conculcada por los poderosos, y limitar la de éstos.
A un año y medio de la aprobación de la ley, es cierto que las voces críticas contra los medios privados, que antes sólo eran oídas en las escuelas de comunicación, hoy se escuchan por todos lados.
Sin embargo, la otra realidad indiscutible es que esas voces han sido monopolizadas por el Estado o con los dineros del Estado y sólo en la medida en que sean apologéticas con su gran benefactor, el Estado, que en todos los casos es el gobierno.
Aún aceptando que los medios privados no expresaran o expresaran mal las pluralidades de opinión, lo único que se amplió hasta ahora es la voz de los medios gubernamentales y de un modo tan burdo que hoy el Estado y los medios subsidiados por él son el grupo periodístico más importante del país.
No sólo eso, sino también el grupo periodístico estatal más importante que haya tenido nunca jamás el país. Donde, además las retribuciones no son establecidas por la respuesta popular, sino por la lealtad a la línea política fijada por el poder.
Nacimiento mitológico del kirchnerismo. Las peleas mitológicas tiene lógica religiosa: se cree o no se cree en ellas. Los argumentos supuestamente racionales justifican ex post una fe en la que se cree o no sin dudar (la duda es la jactancia de los intelectuales, decía Aldo Rico; la duda es la jactancia de los liberales, sostienen los K).
No creer es casi blasfemo para el creyente.
Pero el mito K es más bien un anti-mito. Su soporte esencial, sin el cual desaparecería, es la guerra a muerte contra la prensa canalla. Intelectuales, artistas y hasta periodistas contra el periodismo y la prensa no adicta, sea ésta mejor o peor, buena o mala.
La utopía propuesta es la de un mundo sin periodistas. Porque para el kirchnerismo sólo existen el periodista militante y el periodista opositor. El periodista crítico que no esté ni con unos ni con otros, no existe. Se defiende al gobierno o se está en contra.
Además el periodismo opositor no es sólo opositor, sino el jefe de los opositores políticos. De ese modo se desvaloriza a la política opositora y se politiza a la prensa crítica. El enemigo es toda opinión en contra del gobierno.
Pero como ser intelectual oficialista no es prestigioso, los oficialista se llaman militantes. Y ni siquiera militantes del poder, sino de un gobierno que no es poder porque lucha contra los poderes ocultos. Se construye así una ficción conspirativa tan indemostrable como atractiva y contagiosa. Que explica todo y todos sin duda alguna. Los malos y los buenos están tan claros como el agua. Mitología pura.
El poder mediático según dos populismos, el de derechas y el de izquierdas. Así como el populista de derechas, Silvio Berlusconi, luego de la caída de los partidos tradicionales italianos, encontró los cuadros políticos de reemplazo en los personajes mediáticos de sus canales y diarios, el populista de izquierdas, Néstor Kirchner, los encontró en los críticos de los canales y diarios privados y les propuso quedarse con ellos.
Como no logró desguazar de un día para el otro a los medios privados, les fabricó a cambio un gigantesco sistema de comunicación estatal y paraestatal para que desde allí pudieran resistir y librar la guerra hasta la victoria. Y allí el botín sería para ellos.
Lo original de Kirchner es que no sólo les propuso una crítica a la prensa, sino una estrategia para la toma del poder.
Los intelectuales al poder. Esa gente que adhiere a esta convocatoria, excepto los muy jóvenes, ya estaban, habían participado en los gobiernos de Alfonsín y Menem pero con escaso poder. En aquellos entonces sólo les dieron las áreas de cultura y educación, pero no los "fierros". Les dieron prestigio, pero no poder. En política-política sólo los usaron para escribir discursos que otros pronunciaban.
Kirchner, en cambio, les dio los fierros mediáticos pero no sólo a través de cargos (aunque les dio muchos más de los que nunca hubieran imaginado) sino que compró la totalidad de su discurso y hasta realizó algunas de sus aspiraciones.
No es que los intelectuales "progres" se hayan vendido (los que se vendieron son los oportunistas de siempre, que hay en todas las ideologías) sino que se sintieron identificados, como sector social, como nunca antes con algún político. Esos intelectuales vieron en Kirchner lo mismo que los obreros vieron en Perón. Aunque también vieron lo mismo que los neoliberales vieron en Menem: un bienvenido converso.
De cómo los cultos rinden culto a la personalidad. Sin embargo, a partir de la muerte de su benefactor generaron un culto a su personalidad como no se veía desde el primer peronismo, con la salvedad que aquellos eran obreros que venían de todas las postergaciones, mientras que éstos son parte de una clase media culta que, con más fe que racionalidad, venera personas más que ideas, sólo porque esas personas hablan como ellos o porque les dieron algo, no a la sociedad entera en general, sino particularmente a ellos, a su sector.
Así, a diferencia del primer peronismo, la épica K es una religión de intelectuales, no de obreros. Y su biblia es la ley de medios, una utopía que está logrando exactamente lo contrario de lo que postuló, concentrando las voces alternativas peor de lo que estaban concentradas las voces "monopólicas".
La batalla cultural. Kirchner los metió en esta guerra ficcional, diciéndoles que ellos representaban no al oficialismo ni al gobierno sino al interés general de la revolución y todos los otros al pasado, al golpismo o los intereses particulares. Una revolución de palabras, que no surgió de abajo sino bien de arriba, desde el poder al que se llegó no por la insurrección popular, sino por Duhalde, convertido en otro enemigo del poder popular.
Inventaron una batalla cultural o más bien ideológica religiosa, contra políticos que sólo saben pelear en términos políticos-partidarios y contra periodistas que sólo saben pelear en términos mediáticos. Entonces guerrearon en una sintonía desconocida por los enemigos a los que designaron como tales.
Decidieron librar una lucha contra el "aparato cultural", pese a que la cultura venía estando mayoritariamente en manos del progresismo desde los años de Alfonsín, incluyendo los de Menem. Pero es que no se trata de una batalla cultural, sino una lucha por el poder.
Lo que se desea es eliminar el periodismo como límite al poder o contrapoder, no prohibiéndolo o censurándolo necesariamente, sino obligándolo a definirse por el gobierno o contra él. Ser militante u opositor, nada más. Y si alguien quiere mediar, a los tibios los vomita Dios. La batalla cultural sólo incluye apóstoles o apóstatas, el observador no existe, no tiene entidad. O explica la revolución fundiéndose con ella, o se pone en contra de ella.
Por eso la batalla cultural se gana contra nadie, porque la pelean ellos solos contra los que han sido acusados de tener un pensamiento único que lo único que tiene de único es que no comparte acríticamente el ideario oficialista.
Es una reiteración de la lógica en que se entendía la revolución en el siglo XX cuando ésta conquistaba el poder: quien no adhería completamente a ella, era un hereje, un contrarrevolucionario. El mal.
Todas las voces todas, pero todas K. Sin embargo, todas estas prevenciones no sirven de nada, porque el poder en el mundo -incluyendo a la Argentina- se mueve por los intereses materiales y/o las épicas movilizantes.
Y los intelectuales progres aun no pueden creer todo lo que les dio Kirchner. Los sacó de sus catacumbas académicas, les compró el discurso y les cedió una parte del poder real, si lo ayudaban a expulsar la canalla que hoy maneja los medios privados.
Formó así, combinando la ideología y la ambición material de un importante sector cultural del país, un ejército de reserva que mientras va por la prensa, le permite al kirchnerismo, concentrar el poder a niveles inéditos. En nombre de la desconcentración de las voces, se concentran mucho más no sólo las voces, sino todo el poder. Negocio redondo.