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La frontera

La espantosa muerte de cuatro adolescentes en la Alcaidía confronta a la sociedad catamarqueña con el peor de sus fracasos.

Se encarna en miles de jóvenes expulsados a la marginalidad, ajenos a la cultura del trabajo e inmersos en ambientes que fomentan su incorporación a la actividad delictiva. Miles de huérfanos abandonados a su suerte, a los que se arrumba circunstancialmente en celdas para que no incordien, sobre quienes cuatro infortunados cofrades consiguieron atraer por fin atención con el macabro recurso de incinerarse.

En el ámbito institucional y político se debaten ahora responsabilidades particulares. Las hay, pero la tragedia de la Alcaidía es el dramático resultado de todo un sistema deficiente, no sólo de la negligencia o la indolencia individual.

Las juezas de Menores y Familia Ilda Figueroa y Ana María Nieto son las figuras más expuestas. Quedaron al borde de la destitución luego de que los fiscales Marcelo Sago y Juan Pablo Morales solicitaran al juez de Garantías una investigación jurisdiccional para confirmar que los desgraciados jóvenes, que estuvieron detenidos entre una y dos semanas antes de morir, no deberían haber permanecido demorados más de 48 horas conforme a lo establecido por las leyes procesales vigentes. La prisión de los muertos se prolongó más allá del plazo legal máximo por decisión de ambas magistradas.

Oficialismo y oposición coinciden en que deben irse, y de ahí la rapidez con que se activaron los mecanismos para desplazarlas sin que nadie intentara la imposible tarea de defenderlas.
La caída de Figueroa y Nieto es la salida menos onerosa para el Gobierno. Sin embargo, las fallas que quedaron expuestas en el sistema de contención de los menores en conflicto con la ley son demasiado graves como para que el rodar de sus cabezas alcance. Las juezas integran el sistema, pero no lo agotan.

Se reveló, por ejemplo, que el edificio de la Alcaidía fue habilitado para albergar a menores sospechosos sin tener las condiciones para cumplir tal función. Carecía, según informó un perito de la Dirección de Bomberos a sus superiores, de un sistema contra incendios eficaz.
Esta falencia tuvo mayor incidencia en el desenlace fatal que los supuestos incumplimientos de las juezas objeto del escarnio generalizado. Si el sistema hídrico automático contra incendios hubiera funcionado, las muertes no hubieran ocurrido aunque los menores estuvieran detenidos a perpetuidad -y tampoco se hubiera revisado nunca el modo en que la Justicia y la Policía actúa con ellos-. Tampoco hubieran podido los chicos incendiar los colchones si éstos hubieran sido incombustibles. Ni hubieran podido encender la trampa ígnea sin el encendedor que alguien irresponsablemente les proporcionó.

En fin: el drama no hubiera pasado si se hubieran hecho las cosas como corresponde: si las juezas hubieran actuado conforme a la ley, si la Dirección de Bomberos hubiera impedido la habilitación de un edificio inadecuado para albergar chicos problemáticos, si el Gobierno se hubiera abstenido de inaugurar la Alcaidía defectuosa, si...

El dolo estatal es más grave si se considera el antecedente de 1993, cuando 13 personas murieron en la vieja Alcaidía, también incineradas. Y que el incendio de colchones, baratos y confeccionados con material que despide humo tóxico cuando se quema, es un clásico en las protestas carcelarias.

Mutación

El Gobierno no advirtió los profundos cambios sociales y familiares que se produjeron en los últimos 15 años, en el país y en Catamarca.

Con la expansión de la marginalidad, se han transformado las estructuras familiares. La cultura del trabajo ha sido diezmada con un asistencialismo a mansalva cuyo resultado es una generación completa que desconoce la disciplina y el esfuerzo laboral y sobrevive de la dádiva y el clientelismo. La drogadicción es la alternativa más a mano para los jóvenes que buscan fugarse del infierno de sus vidas vacías y sin perspectivas.

Los hogares han estallado. Madres solas se ven obligadas a lidiar con legiones de hijos a los que no pueden alimentar. Las madres adolescentes son cada vez más. La promiscuidad, los abusos sexuales, el incesto y la prostitución de niñas avanzan.

Hay que prescindir de los eufemismos y decirlo con toda crudeza: el ejército de la delincuencia juvenil suma tropas en forma permanente. La violencia es en este ambiente la norma y se ejerce con propios y extraños. La droga más ordinaria y barata destruye neuronas y pautas morales. Los jóvenes se tornan inmanejables, los parientes se desentienden de ellos y terminan apilados en calabozos, carne de represión y de presidio. La integración a través de la escolaridad en el universo marginal, en este contexto nefasto, es una quimera.
Pocos sentimientos nobles pueden arraigar en semejante clima.

Para muchos lo dicho podrá parecer una exageración amarillista. Pero no lo es.
Brutal, trágicamente, el mundo descrito se ha manifestado con cuatro cadáveres de entre 15 y 17 años. Los cuerpos sin vida y calcinados de esos chicos interpelan a la sociedad catamarqueña.

Sistema anacrónico
A este dinámico escenario se le contrapone un sistema que se maneja con criterios decimonónicos, para colmo con recursos escasos. Catamarca no tiene un centro de envergadura para alojar a menores en conflicto con la ley penal ni para internar adictos. Mucho menos equipos capacitados para encarar la compleja problemática.
Las herramientas para combatir el flagelo de la marginalidad y sus devastadores efectos sobre la juventud son, entonces, anacrónicas e inservibles.
Quedó demostrado en el accionar de las juezas: era práctica habitual mantener detenidos a los menores en la Alcaidía más allá de los plazos legales establecidos porque el centro juvenil que hay en Santa Rosa es "abierto" y los enviados allí se escapan para volver a subirse a la calesita del delito. Es decir que tampoco las juezas tenían demasiadas alternativas. La ley, tal como está, resulta imposible de cumplir.

Lo que hace falta es asumir que la Justicia de Menores y Familia es una frontera que no puede dejarse desguarnecida impunemente. Dejarla desguarnecida no sólo se traduce en mayores tasas de inseguridad, sino también en el incremento de la vulnerabilidad de niños y jóvenes que, si no se hace nada por su inclusión, están condenados desde la cuna.
Es preciso modificar las leyes y reglamentaciones, crear una unidad especial conformada por equipos interdisciplinarios que aborden el drama desde sus distintos ángulos, instrumentar políticas eficaces de integración social, con mecanismos de prevención, represión y tratamiento de los menores marginales, a cargo de personal formado y con vocación para el desafío. No puede ir allí cualquiera a vegetar mientras cobra un sueldo.

Y que no se diga que no se puede. El Estado tiene 40 mil empleados públicos y gasta fortunas en cuestiones superfluas como para mirar indiferente cómo miles de sus jóvenes se matan y se condenan.

La indiferencia es imposible de justificar. Persistir en ella será, después de la tragedia de la Alcaidía, una canallada.

CAJONES

En el ámbito institucional y político se debaten ahora responsabilidades particulares. Las hay, pero la tragedia de la Alcaidía es el dramático resultado todo un sistema deficiente, no sólo de la negligencia o la indolencia individual.

Es preciso modificar las leyes y reglamentaciones, crear una unidad especial conformada por equipos interdisciplinarios, instrumentar políticas eficaces de integración social a cargo de personal formado y con vocación para enfrentar el desafío.