La epidemia de la soledad gay
En EE.UU. muchos jóvenes homosexuales se sienten aislados. No son un caso único: sus historias suceden en todo el mundo.
*Por Michael Hobbes para The Huffington Post
"Antes me emocionaba cuando se acababan las metanfetaminas".
Este es mi amigo Jeremy.
"Cuando son tuyas", dice, "tienes que seguir usándolas. Cuando se acaban es como: 'Bien, puedo volver a mi vida'. Antes aguantaba despierto todo el fin de semana, iba a fiestas de sexo y luego me sentía como una mierda hasta el miércoles. Hace dos años o por ahí me pasé a la cocaína porque así podía trabajar al día siguiente".
Jeremy me cuenta esto desde la cama del hospital, seis historias sobre Seattle. No me contará las circunstancias exactas de la sobredosis, solo que un desconocido llamó a una ambulancia y él se despertó ahí.
Jeremy no es el amigo con el que esperaba mantener esta conversación. Hasta hace unas semanas, no tenía ni idea de que él tomaba cosas más fuertes que martinis. Él es esbelto, inteligente, no toma gluten, es la típica persona que lleva camisa de trabajo independientemente del día que sea. La primera vez que nos conocimos, hace tres años, me preguntó si sabía de algún sitio para hacer CrossFit. Hoy, cuando le pregunto qué tal está en el hospital, lo primero que me dice es que no hay Wi-Fi y que se le están acumulando los correos del trabajo.
"Las drogas eran una combinación de aburrimiento y soledad", afirma. "Los viernes por la noche solía llegar a casa agotado del trabajo y entonces era: '¿Y ahora qué?'. Así que llamaba para que me trajeran metanfetaminas y buscaba en internet si había alguna fiesta esa noche. Era eso o ver una peli yo solo".
Jeremy [no es su nombre real. Sólo algunos de los nombres de este artículo son reales] no es mi único amigo gay que lo está pasando mal. También está Malcolm, que apenas sale de casa -aparte de ir al trabajo- por la fuerte ansiedad que tiene. Y Jared, cuya depresión y cuyo trastorno dismórfico corporal han limitado su vida social a yo mismo, el gimnasio y los ligues por internet. Y también estaba Christian, el segundo chico al que besé en mi vida, que se suicidó a los 32 años, dos semanas después de que su novio rompiera con él. Christian fue a una tienda de artículos de fiesta, alquiló un tanque de helio, empezó a inhalarlo, le envió un mensaje a su ex y le dijo que fuera para allá, para asegurarse de que encontrara el cuerpo.
Durante años he visto la divergencia entre mis amigos hetero y mis amigos gay. Mientras que la mitad de mi círculo social ha desaparecido entre relaciones, niños y barrios residenciales, la otra está luchando con el aislamiento y la ansiedad, las drogas duras y las relaciones sexuales de riesgo.
Nada de esto encaja con la historia que me han contado, la que yo mismo me he contado. Como yo, Jeremy no creció acosado por sus compañeros ni rechazado por su familia. No recuerda que nadie le llamara maricón. Se crió en un barrio residencial de la Costa Oeste y su madre era lesbiana. "Me lo confesó cuando yo tenía 12 años", cuenta. "Y dos frases después me dijo que sabía que yo era gay. En ese momento ni siquiera yo lo sabía bien".
En esta foto salimos mi familia y yo cuando tenía 9 años. Mis padres siguen diciendo que no tenían ni idea de que era gay. Qué monos.
Jeremy y yo tenemos 34 años. A lo largo de nuestra vida, la comunidad gay ha progresado más en la aceptación legal y social que cualquier otro grupo demográfico en la historia. Hace poco, en mi propia adolescencia, el matrimonio homosexual era una aspiración distante, algo que los periódicos exponían con escepticismo. Ahora está consagrado por una ley del Tribunal Supremo. En Estados Unidos, el apoyo público al matrimonio gay ha pasado del 27% en 1996 al 61% en 2016. En el cine y la tele hemos evolucionado desde A la caza hasta Moonlight, pasando por Queer Eye. Los personajes gais son ahora tan comunes que hasta nos permiten tener defectos.
Aun así, aunque celebremos la magnitud y la velocidad de este cambio, los porcentajes de depresión, soledad y abuso de sustancias en la comunidad gay siguen atascados en el mismo lugar en el que han estado durante décadas.
Dependiendo del estudio, los homosexuales tienen entre dos y diez veces más probabilidades de suicidarse que los hetero. Tenemos el doble de posibilidades de sufrir un episodio depresivo grave. Además, parece que los traumas se concentran en los hombres. En un estudio de hombres homosexuales recién llegados a Nueva York, tres cuartos de ellos sufrían ansiedad o depresión, abusaban de las drogas o del alcohol o mantenían relaciones sexuales de riesgo, o una combinación de las tres. Pese a toda la charla sobre "la familia que elegimos", los hombres gais tienen menos amigos íntimos que los hetero o que las lesbianas. En un estudio realizado entre enfermeros de clínicas de VIH, un participante contó a los investigadores: "No es cuestión de que no sepan cómo salvar su vida. Es cuestión de que sepan si merece la pena salvar su vida".
No voy a fingir ser objetivo en estos temas. Soy un tipo gay, constantemente soltero, criado en una ciudad de un azul intenso por padres de la PFLAG (una organización de Padres, familias y amigos de lesbianas y gais). Nunca he conocido a nadie que haya muerto de sida. Nunca he experimentado discriminación directa y salí del armario a un mundo en el que el matrimonio, un jardincito y un golden retriever no solo eran factibles, sino algo previsto. También he estado dentro y fuera de terapia más veces de las que he descargado y borrado Grindr.
"El matrimonio igualitario y los cambios en el estatus legal fueron una mejora para algunos homosexuales", afirma Christopher Stults, investigador en la Universidad de Nueva York que estudia las diferencias entre los hombres homosexuales y los hetero. "Pero para muchas otras personas, fue un chasco. En el sentido de, vale, tenemos este estatus legal, pero hay algo que no hemos cumplido".
Resulta que esta sensación de vacío no es solo un fenómeno estadounidense. En los Países Bajos, donde el matrimonio gay es legal desde 2001, los homosexuales siguen teniendo tres veces más posibilidades de sufrir un trastorno del estado de ánimo que los heterosexuales, y diez veces más de tener una "conducta suicida". En Suecia, donde se celebran uniones civiles desde 1995 y matrimonios desde 2009, los hombres casados con otros hombres presentan una tasa de suicidios tres veces superior a la de hombres casados con mujeres.
Todas estas estadísticas insoportables conducen a la misma conclusión: sigue siendo extrañamente peligroso llevar una vida como hombre atraído por otros hombres. La buena noticia es que los epidemiólogos y los científicos sociales están más cerca que nunca de entender todos los motivos.
Travis Salway, investigador del BC Centre for Disease Control de Vancouver, ha pasado los últimos cinco años intentando descubrir por qué los hombres homosexuales siguen suicidándose.
"El rasgo característico de los gais solía ser la soledad que hay dentro del armario", explica. "Pero ahora hay millones de gais que han salido del armario y que se sienten igual de solos".
Estamos comiendo en un antro. Es noviembre, él llega en vaqueros, zuecos y con un anillo de boda.
"Eres un gay casado, ¿eh?", le digo.
"Y monógamo", afirma él. "Creo que nos van a dar la llave de la ciudad".
Salway creció en Celina (Ohio), una ciudad llena de fábricas en la que viven 10.000 personas. El tipo de ciudad donde, según él, el matrimonio compite con la universidad para la gente de 21 años. Le hicieron bullying por ser gay antes de que él supiera que lo era. "Era un hombre afeminado y formaba parte de un coro", me cuenta. "Eso fue suficiente". Empezó a tener cuidado. Tuvo novia durante la mayor parte de los años de instituto e intentó evitar a los chicos -tanto romántica como platónicamente- hasta que pudo salir de ahí.
Para finales de la década del 2000, ya era trabajador social y epidemiólogo y (al igual que me pasaba a mí) le sorprendía el distanciamiento entre sus amigos hetero y sus amigos homosexuales. Empezó a preguntarse si la historia que siempre había escuchado, la historia sobre los gais y la salud mental, estaba incompleta.
Cuando las diferencias empezaron a hacerse patentes en los años 50 y 60, los médicos creían que era un síntoma de la propia homosexualidad, uno de los muchos síntomas de lo que, en la época, se conocía como "inversión sexual". Sin embargo, a medida que el movimiento a favor de los derechos de los homosexuales empezó a popularizarse, la homosexualidad desapareció del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales y el motivo de la homosexualidad pasó a ser el trauma. Las familias de los hombres homosexuales les echaban de casa, ese amor era ilegal. Por supuesto que los índices de suicidio y de depresión eran muy altos. "Eso pensaba yo también", comenta Salway, "que el suicidio de los gais era cosa de otra época o que solo se suicidaban adolescentes que no veían otra salida".
Pero entonces echó un vistazo a los datos: el problema no solo era el suicidio, no solo afectaba a adolescentes y no solo había casos en zonas homófobas. Descubrió que los hombres homosexuales de cualquier parte del mundo y de cualquier edad presentan unos índices más altos de enfermedades cardiovasculares, cáncer, incontinencia, disfunción eréctil, alergia, asma... lo que se te ocurra. Salway descubrió que, en Canadá, el suicidio era una causa de muerte más común que el SIDA entre los gais (y llevaba siéndolo durante muchos años). Salway cree que también podría ser así en Estados Unidos, pero nadie se ha molestado en estudiar este tema.
"Vemos a hombres gais de los que nunca han abusado ni física ni sexualmente con síntomas de estrés postraumático similares a los que presentan personas que han estado en conflictos armados o que han sufrido violaciones", explica Alex Keuroghlian, psiquiatra del Fenway Institute's Center for Population Research in LGBT Health.
Tal y como dice Keuroghlian, los hombres homosexuales están "preparados para esperar rechazos". Analizamos constantemente las situaciones sociales para encontrar algo en lo que no encajamos. Luchamos por reafirmarnos. Rememoramos nuestros fracasos sociales sin parar.
Sin embargo, el peor de estos síntomas es que la mayoría de nosotros no los concibe como síntomas. Desde que descubrió esos datos, Salway ha empezado a entrevistar a gais que han intentado suicidarse, pero han sobrevivido.
"Cuando les preguntas por qué han intentado suicidarse, la mayoría de ellos no menciona nada acerca de su orientación sexual". En lugar de eso, hablan de problemas sentimentales, de dinero y de trabajo. "No tienen la sensación de que su sexualidad es el aspecto más destacado de su vida. Aun así, la sexualidad tiene una importancia tan grande que puede provocar un suicidio".
El término que utilizan los expertos para explicar este fenómeno es "estrés de las minorías". Es muy simple: ser miembro de un grupo marginado requiere un esfuerzo extra. Cuando eres la única mujer en una reunión de negocios, o el único chico negro de tu residencia de estudiantes, tienes que pensar de una forma diferente a la de los miembros de la mayoría. Si te enfrentas a tu jefe o no lo haces, ¿caes en los estereotipos de las mujeres trabajadoras? Si no sacas sobresaliente en un examen, ¿la gente pensará que es culpa del color de tu piel? Aunque no experimentes este tipo de ofensas, considerar estas posibilidades pasa factura con el tiempo.
Para las personas homosexuales, esto se magnifica por el hecho de que el estatus de nuestra minoría está oculto. No solo tenemos que hacer todo este trabajo extra y responder a todos estos pensamientos con 12 años, también tenemos que hacerlo sin poder hablar con nuestros amigos y nuestros padres.
John Pachankis, investigador sobre el estrés de la Universidad de Yale, explica que el daño real tiene lugar en los cinco años entre los que te das cuenta de tu sexualidad y empiezas a decírselo a los demás. Incluso los factores de estrés más leves de este periodo tienen un efecto magnificado, no porque sean provocados por un trauma, sino porque empezamos a esperarlos. "Nadie tiene que llamarte 'maricón' para que tú cambies el comportamiento con el objetivo de que dejen de llamártelo", dice Salway.
James, un chico de 20 años que prácticamente ha salido del armario, me cuenta que cuando tenía 12 años y no se lo había dicho a nadie, una compañera de clase le preguntó qué pensaba sobre otra chica. "Bueno, parece un chico", dijo sin pensar. "Así que, sí, a lo mejor me acostaría con ella".
De repente, le entró miedo: "No dejaba de pensar '¿alguien lo habrá oído?' o '¿se lo habrán dicho a alguien?".
Yo también pasé así mi adolescencia: tenía cuidado, se me escapaba algo, me estresaba, intentaba compensarlo. Una vez, en un parque acuático, uno de mis amigos del colegio me pilló mirándole mientras esperábamos la cola de un tobogán. "Tío, ¿me estabas mirando?", me preguntó. Me las arreglé para decir algo como: "Lo siento, no eres mi tipo". Después me pasé varias semanas preocupado por lo que pensaría de mí. Pero nunca me dijo nada. El bullying estaba en mi cabeza.
"Para los gais, el trauma es la naturaleza prolongada de ello", explica William Elder, investigador y psicólogo experto en traumas sexuales. "Si vives una situación traumática, padeces un tipo de trastorno de estrés postraumático que se puede curar en cuatro o seis meses de terapia. Pero si vives años y años con factores estresantes constantes (pequeñas cosas con las que piensas '¿eso es culpa de mi orientación sexual?') puede ser mucho peor".
"En la tele sólo veía familias tradicionales", cuenta James. "Pero al mismo tiempo, veía un montón de porno gay... Así que pensé que tenía esas dos opciones".
Para Elder, estar dentro del armario es como si alguien te pegara un puñetazo flojo en el brazo constantemente. Al principio te molesta un poco. Cuando pasa el tiempo te irrita mucho. Al final es lo único en lo que puedes pensar.
Y el estrés de aguantar eso todos los días empieza a acumularse.
Parece que crecer siendo gay es casi tan perjudicial como crecer siendo pobre. Según un estudio realizado en 2015, las personas homosexuales producen menos cortisol, la hormona que regula el estrés. Su sistema está tan activado en la adolescencia, y de forma tan constante, que de adultos acaban siendo perezosos, afirma Katie McLaughlin, una de las coautoras del estudio. En 2014, los investigadores compararon el riesgo cardiovascular en adolescentes gais y hetero. Descubrieron que no es que los niños homosexuales sufran más "episodios estresantes en su vida" (esto es: los hetero también tienen problemas), sino que los que experimentan dañan más su sistema nervioso.
Annesa Flentje, investigadora sobre el estrés de la Universidad de California, San Francisco, se ha especializado en el efecto del estrés de las minorías en la expresión génica. Todos esos puñetazos suaves se combinan con cómo nos adaptamos a ellos, sostiene, y se convierten en "formas automáticas de pensar que siempre estarán ahí, incluso 30 años después". Lo reconozcamos o no, el cuerpo no deja de acarrear el armario, que nos acompaña hasta la edad adulta. "De pequeños, no tenemos las herramientas para procesar ese estrés y, de adultos, no lo reconocemos como trauma", afirma John, ex asesor que dejó su trabajo hace dos años para hacer cerámica y organizar rutas de aventura en las montañas de Adirondack. "Nuestra intuición nos dice que sobrellevemos las cosas tal y como hicimos de niños".
Incluso Salway, que ha dedicado su carrera a entender el estrés de las minorías, confiesa que hay días en los que se siente incómodo paseando por Vancouver con su pareja. Nadie los ha atacado nunca, pero sí ha habido unos pocos gilipollas que les han gritado improperios en público. No hace falta que esto ocurra muchas veces para que empieces a esperarlo, para que tu corazón se acelere cada vez que un coche se acerca.
No obstante, el estrés de las minorías no explica completamente por qué los gais son tan propensos a los problemas de salud. Porque aunque la primera ronda de daños ocurra antes de salir del armario, la segunda, y quizá la más severa, viene después.
Nadie le dijo nunca a Adam que dejara de actuar como afeminado. Pero él, igual que yo y que la mayoría, de algún modo se lo aprendió.
"Nunca me preocupó que mi familia fuera homófoba", explica. "Cuando era pequeño, me envolvía una manta alrededor del cuerpo, como si fuera un vestido, y me ponía a bailar en el jardín. A mis padres les parecía adorable, así que me grabaron en vídeo para enseñárselo a mis abuelos. Cuando vimos la grabación, me escondí detrás del sofá porque me dio mucha vergüenza. Debía tener unos seis o siete años".
Para cuando entró en el instituto, Adam había aprendido a gestionar sus amaneramientos tan bien que nadie pensaba que fuera gay. Pero, aun así, "no podía confiar en nadie porque estaba escondiendo esto. Tenía que actuar en solitario".
Salió del armario a los 16 años, después se graduó, se mudó a San Francisco y empezó a trabajar en la prevención del VIH. Pero la sensación de distanciamiento con los demás no desaparecía. Así que intentó tratarla, según él, "con mucho sexo. Es el recurso más accesible en la comunidad gay. Te convences de que si te estás acostando con alguien estás compartiendo un momento íntimo con él. Y eso acabó siendo un apoyo para mí".
Trabajaba muchas horas. Llegaba a casa agotado, fumaba marihuana, se tomaba una copa de vino tinto y empezaba a navegar por las aplicaciones para ligar con el objetivo de encontrar a alguien a quien invitar a casa. A veces quedaba con dos o tres chicos al día. "Le cerraba la puerta a uno y venía el siguiente".
Me pasé años así. El año pasado, por Acción de Gracias, volvió a casa a visitar a sus padres y sentía la necesidad compulsiva de acostarse con alguien porque estaba muy estresado. Cuando por fin dio con un tío de la zona que estaba dispuesto a acostarse con él, corrió a la habitación de sus padres y empezó a rebuscar en los cajones para ver si tenían Viagra.
"¿Ese fue el momento en el que tocaste fondo?", le pregunto.
"Por tercera o cuarta vez, sí", contesta.
Adam se ha apuntado a una terapia de 12 pasos para tratar la adicción al sexo. Han pasado seis semanas desde la última vez que tuvo relaciones sexuales. Antes, lo máximo que había pasado sin acostarse con nadie habían sido tres o cuatro días.
"Hay personas que practican mucho sexo porque es divertido, y no hay ningún problema. Pero yo lo exprimía como si fuera una toalla mojada, como intentando sacar algo que no había: apoyo social o compañía. Era una forma de no lidiar con mi propia vida. Yo negaba que fuera un problema porque siempre pensaba: 'He salido del armario, me he mudado a San Francisco, ya está, como gay, he hecho todo lo que tenía que hacer".
Durante décadas, los psicólogos pensaron lo mismo: que las fases clave en la formación de la identidad para los hombres gais llevaban a salir del armario y que, una vez que estuviéramos cómodos con nosotros mismos, podríamos empezar a construir una vida dentro de una comunidad de personas que habían pasado por lo mismo. Sin embargo, a lo largo de los últimos 10 años, los investigadores han descubierto que esa desesperación por encajar no hace más que intensificarse. Según un estudio publicado en 2015, los índices de ansiedad y depresión eran más altos en los hombres que habían salido del armario hacía poco que en los que aún estaban en él.
"Es como si salieras del armario esperando ser una mariposa y la comunidad gay te quitara el idealismo a tortas", opina Adam. Esto es lo que recuerda de cuando salió del armario: "Fui a West Hollywood (Los Ángeles, Estados Unidos) porque pensaba que ahí encontraría a mi gente. Pero fue horrible. Todos eran gais adultos, no resultaba muy acogedor para los más jóvenes. Sales de casa de tus padres y llegas a un pub gay en el que hay un montón de gente drogándose y piensas: '¿Esta es mi comunidad?'. Es la puta selva".
borrada
"Salí del armario con 17 años y no veía que hubiera un lugar para mí en el panorama gay", confiesa Paul, que es desarrollador de software. "Quería enamorarme como veía en las películas que hacía la gente heterosexual. Pero me sentía como un trozo de carne. Empezó a afectarme tanto que iba a hacer la compra a un supermercado que estaba a 40 minutos de mi casa en vez de a uno que estaba a 10 porque me daba miedo tener que pasar por la calle gay".
La palabra que utiliza Paul es "retraumatizado". Creces con esta soledad, acumulando todo esta carga, y llegas a sitios como Castro (San Francisco, California) o Boystown (Douglas, Nebraska) y piensas que por fin te aceptarán por quién eres. Entonces te das cuenta de que todo el mundo tiene su bagaje. Y, de repente, no es la homosexualidad la que provoca que te rechacen. Es el peso, el sueldo o la raza. "Los chicos de los que se reían en el colegio crecen y se convierten en los abusones", relata Paul.
"Los hombres gais en particular no suelen ser muy agradables entre sí", dice John, que es guía turístico. "En la cultura pop, las drag queens son conocidas por sus discusiones y sus encontronazos y todo son risas. Pero esa maldad es casi patológica. Todos estábamos muy confusos o nos engañamos a nosotros mismos durante una buena parte de nuestra adolescencia. Pero no nos resulta cómodo mostrárselo a los demás. Así que demostramos a los demás lo que el mundo nos demuestra a nosotros: es decir, maldad".
Todos los hombres gais a los que conozco llevan consigo un informe mental de todas las cosas horribles que les han hecho o dicho otros hombres. Una vez quedé con un chico, pero cuando me vio, se levantó, me dijo que era más bajito de lo que parecía en las fotos y se fue. Alex, que es instructor de fitness en Seattle, tuvo que aguantar que un chico de su equipo de natación le dijera: "Ignoraré tu cara si me follas sin condón". Martin, un chico británico que vive en Portland (Estados Unidos), ha cogido unos kilos desde que se mudó y el día de Navidad recibió por Grindr un mensaje que decía: "Antes eras muy sexy. Es una pena que la hayas cagado".
En otras minorías, el hecho de vivir en una comunidad de personas similares está relacionado con la disminución de los índices de ansiedad y depresión. Es algo que ayuda a sentirse más unido a gente que instintivamente te entiende. Pero para nosotros el efecto es el contrario. Varios estudios han llegado a la conclusión de que vivir en un barrio gay se traduce en tasas más elevadas de sexo sin protección y consumo de metanfetaminas, y en un descenso de la cantidad de tiempo invertido en realizar actividades en grupo, como deporte o un voluntariado. Una investigación de 2009 sugiere que los hombres gais que estaban más ligados a la comunidad gay se sentían menos satisfechos con sus relaciones sentimentales.
"Los hombres gais y bisexuales identifican a la comunidad gay como una fuente relevante de estrés en su vida", asegura Pachankis. El principal motivo es que la discriminación interna causa más daños psicológicos que el rechazo por parte de la mayoría. Es fácil pasar de todo, poner los ojos en blanco y hacerle la peineta a todos los heterosexuales a los que no les gustas porque, total, no necesitas su aprobación. Sin embargo, ser rechazado por otros homosexuales es como perder la única forma que te queda de hacer amigos y de encontrar el amor. Que la gente que es como tú te dé la espalda duele más todavía, ya que a ellos los necesitas más.
Los investigadores con los que he hablado explican que los gais se hacen daño entre ellos por dos razones principales. La primera, y la que oigo más a menudo, es que se debe, básicamente, a que son hombres.
"Los desafíos de la masculinidad se intensifican en una comunidad de hombres", sostiene Pachankis. "La masculinidad es precaria. Hay que estar constantemente representándola, defendiéndola y acumulándola. Lo vemos en los estudios: si la masculinidad de un grupo de hombres se ve amenazada, empiezan a hacer cosas estúpidas. Adoptan posturas corporales más agresivas, empiezan a asumir riesgos financieros, sienten el deseo de pegar a las cosas".
Esto ayuda a explicar el estigma generalizado que se tiene contra los chicos afeminados en la comunidad gay. Según Dane Whicker, investigador y psicólogo clínico de la Universidad Duke, la mayoría de los hombres gais prefiere salir con un chico masculino y afirman que les gustaría ser más masculinos. Quizá esto se deba a la homofobia interiorizada: sigue habiendo prejuicios sobre los gais afeminados y se les ve como la parte pasiva en el sexo anal.
Según una investigación longitudinal que duró dos años, cuanto más tiempo llevaran los hombres fuera del armario, más probabilidades tenían de ser versátiles o activos. De acuerdo con los investigadores, este tipo de entrenamiento, esta forma de intentar parecer más masculino y de asumir otro papel en el sexo, es uno de los instrumentos que utilizan los hombres gais para ejercer presión entre ellos para conseguir "capital sexual", el equivalente a ir al gimnasio o a depilarse las cejas.
"La única razón por la que empecé a hacer ejercicio fue que quería dar la sensación de que podía ser el activo", confiesa Martin. Cuando salió del armario, estaba convencido de que era demasiado delgado y afeminado, y de que los pasivos pensarían que era uno de ellos. "Así que empecé a fingir un comportamiento hipermasculino. Mi novio se dio cuenta hace poco de que sigo bajando la voz una octava cada vez que pido en un bar. Es un remanente de mis primeros años fuera del armario, cuando pensaba que tenía que poner la voz de Batman para ligar".
Grant, un joven de 21 años que se crió en Long Island y ahora vive en el barrio de Hell's Kitchen (Nueva York), comenta que antes prestaba demasiada atención a sus posturas: con las manos en las caderas, y una pierna ligeramente adelantada, como una vedette. En su segundo año de universidad, empezó a fijarse en las posturas de sus profesores y a dejar de cruzar las piernas y los brazos.
Estas normas de masculinidad le pasan factura a todo el mundo, incluso a quienes las perpetran. Los gais afeminados presentan tasas más altas de riesgo de suicidio, de soledad y de problemas de salud mental. Por su parte, los gais masculinos tienen más ansiedad, practican más sexo sin protección, fuman más y consumen más drogas. Según un estudio sobre las causas por las que vivir en la comunidad gay fomenta la depresión, este efecto solo lo presentaban los hombres homosexuales masculinos.
La segunda razón por la que la comunidad gay actúa como un causante de estrés en sus miembros no está en el porqué de que se rechacen entre ellos, sino en el cómo.
En los últimos 10 años, los lugares habitualmente frecuentados por gais, como los bares, los pubs y las saunas, han empezado a desaparecer y los han sustituido las redes sociales. Más de un 70% de los hombres homosexuales utilizan aplicaciones para conocer gente, como Grindr o Scruff. En el año 2000, alrededor del 20% de las parejas homosexuales se conocían a través de internet. Para el año 2010, la cifra había subido al 70%. Además, el número de parejas gais que se conocían a través de amigos en común cayó del 30 al 12%.
Normalmente, cuando los medios tratan el tema de la preeminencia de las aplicaciones de ligue entre los usuarios gais (los usuarios de Grindr, la más popular, pasan una media de 90 minutos al día navegando por ella) lo hacen con un tono alarmista y através de noticias de asesinatos, de homófobos que recurren a estas aplicaciones para localizar a sus víctimas o de la nueva moda de mezclar la práctica sexual con el consumo de drogas que tanto tirón está teniendo en Londres y en Nueva York. Sí, es cierto que hay problemas. Pero el efecto real de las aplicaciones de ligue es más sutil, menos marcado y, en cierto modo, más profundo: para muchos de nosotros, se han convertido en la principal vía de interacción con otros gais.
"Es mucho más fácil conocer a alguien para echar un polvo por Grindr que ir a un pub solo", opina Adam. "Especialmente si te acabas de mudar a una ciudad nueva, es muy fácil dejar que una aplicación se convierta en tu vida social. Es más difícil buscar situaciones sociales en las que seguramente tengas que esforzarte más".
"Tengo momentos en los que quiero sentirme deseado y me meto en Grindr", explica Paul. "Subo una foto sin camiseta y empiezo a recibir mensajes de chicos que me dicen que estoy muy bueno. Sienta bien en el momento, pero no se saca nada más de ahí y los mensajes dejan de llegar al cabo de unos días. Me sienta bien, como si me estuviera rascando una picadura, pero en realidad es sarna. Se va a extender".
Aunque lo peor de este tipo de aplicaciones -y el motivo por el que son relevantes para la disparidad de salud entre los hombres gais y los hetero- es que, además de que las utilizamos mucho, estamos diseñados de una manera casi perfecta para enfatizar las concepciones negativas sobre nosotros mismos. Tras entrevistar a un grupo de hombres homosexuales en 2015, Elder, un experto en estrés postraumático, llegó a la conclusión de que el 90% quería que su novio fuera alto, joven, blanco, musculoso y masculino. Para la inmensa mayoría de nosotros, que apenas cumplimos uno de esos requisitos (y mucho menos los cinco a la vez), las aplicaciones para ligar nos hacen sentir feos de una forma muy eficaz.
Paul reconoce que desde el momento en el que abre la aplicación ya está nervioso, esperando que llegue el rechazo. John antes era asesor, mide 1,90 y tiene 27 años y unos abdominales que se le marcan aunque lleve puesto un jersey de lana. Pero, aun así, dice que no le responden a la mayoría de los mensajes y que se pasa unas 10 horas hablando con gente a través de la aplicación por cada hora que pasa quedando con chicos para tomar un café o para practicar sexo.
Para los hombres gais que no son blancos la situación es peor. Vincent, que organiza sesiones de terapia con hombres negros y latinos a través del Departamento de Salud Pública de San Francisco, opina que con estas aplicaciones las minorías raciales reciben dos tipos de respuestas: rechazo ("lo siento, no me gustan los tíos negros") o fetichismo ("hola, me gustan muchísimo los tíos negros"). Paihan, un inmigrante de Taiwán que vive en Seattle, me enseña su bandeja de entrada de Grindr. Y tiene el mismo aspecto que la mía: la mayor parte de los mensajes son saludos enviados sin respuesta. Uno de los pocos mensajes recibidos simplemente reza: "Asiáaaatico".
Nada nuevo. Wall Odets, un psicólogo que lleva escribiendo sobre aislamiento social desde la década de los 80, afirma que los hombres gais se preocupan ahora por Grindr como antes lo hacían por las saunas. La diferencia que él ve en sus pacientes más jóvenes es que "si alguien te rechazaba en una sauna, todavía podías entablar una conversación con él. Existía la posibilidad de acabar haciendo un amigo o de que acabara siendo una experiencia social positiva. En una aplicación, simplemente te ignoran si no te perciben como una conquista sexual o romántica". Los hombres homosexuales a los que se entrevistó hablaban de estas aplicaciones para ligar de la misma forma en que los heterosexuales hablan de Tinder: "Es una mierda, pero ¿qué haces si no?". "En las ciudades pequeñas hay que utilizar las aplicaciones", explica Michael Moore, un psicólogo de Yale. "Hacen la función de un pub gay. Pero la parte negativa es que sacan a la luz todos los prejuicios".
Lo que estas aplicaciones refuerzan, o quizá simplemente aceleran, es la versión adulta de lo que Pachankis llama Best Little Boy in the World Hypothesis (o La hipótesis del niño diez). Cuando somos niños, crecer dentro del armario hace que concentremos nuestra propia valía en cualquier cosa que el mundo exterior quiera que seamos: buenos estudiantes, deportistas, cualquier cosa. De adultos, las normas sociales de nuestra propia comunidad nos presionan para concentrar nuestra valía en otras cosas: el aspecto físico, la masculinidad, la destreza sexual... Pero entonces, incluso aunque nos las arreglemos para competir ahí, aunque hayamos conseguido ser el hombre gay masculino y dominante que queríamos, lo único que hemos hecho en realidad es condicionarnos para que nos machaquen cuando, de forma inevitable, lo acabemos perdiendo.
"Solemos vivir nuestra vida a través de los ojos de los demás", afirma Alan Downs, psicólogo y autor de The Velvet Rage, un libro sobre la lucha de los hombres homosexuales con la humillación y la aprobación social. "Queremos tener un hombre tras otro, más musculoso, con un estatus social superior, con cualquier cosa que nos haga sentir aceptados más rápidamente. Nos despertamos con 40 años, agotados, y nos preguntamos: '¿Esto es todo?'. Y entonces viene la depresión".
Perry Halkitis, profesor en la Universidad de Nueva York (NYU), estudia desde principios de los 90 la diferencia de salud entre personas gais y hetero. Ha publicado cuatro libros sobre la cultura gay y ha entrevistado a hombres con VIH, a hombres que se drogan en fiestas y que luchan por planear su propia boda.
Ese es el motivo por el que hace dos años su sobrino James apareció en su puerta temblando. Sentó a Halkitis y a su marido en el sofá y les anunció que era gay. "Le dijimos: 'Felicidades, tu tarjeta de miembro y tu paquete de bienvenida están en la habitación de al lado", recuerda Halkitis. "Pero él estaba demasiado nervioso como para pillar la broma".
James se crió en Queens, en una familia grande, cariñosa y liberal. Fue a un colegio público con otros niños abiertamente homosexuales. "Y aun así", dice Halkitis, "para él supuso una crisis emocional. Sabía racionalmente que todo iba a ir bien, pero estar en el armario no es algo racional, sino emocional".
A lo largo de los años, James se había convencido a sí mismo de que nunca saldría del armario. No quería atraer la atención de la gente, ni tener que contestar a preguntas para las que no tenía respuesta. Su sexualidad no tenía sentido para él; ¿cómo lo iba a explicar a otras personas? "En la tele sólo veía familias tradicionales", me cuenta. "Pero al mismo tiempo, veía un montón de porno gay, en el que todo el mundo está supermusculado y soltero y practica sexo todo el tiempo. Así que pensé que tenía esas dos opciones: una vida de cuento de hadas que nunca podría tener o esta vida gay en la que no había historia de amor".
James recuerda el momento exacto en que decidió que iba a salir del armario. Tendría unos 10 u 11 años y estaba de vacaciones en Long Island con sus padres. "Miré a nuestro alrededor, vi a nuestra familia y los niños que había por ahí, y pensé: 'Nunca voy a tener esto', y me puse a llorar".
En el momento en que me lo cuenta, veo que está describiendo justo la misma revelación que sentí yo a su edad, la misma pena. La de James fue en 2007. La mía fue en 1992. Halkitis dice que la suya fue en 1977. Sorprendido de que alguien a la edad de su sobrino tuviera la misma experiencia que él, Halkitis decidió que su nuevo proyecto de libro sería sobre el trauma del armario.
"Incluso ahora, incluso en Nueva York, incluso con padres comprensivos, el proceso de salida del armario es complicado", afirma Halkitis. "Quizá siempre lo sea".
¿Entonces qué se supone que hay que hacer? Cuando pensamos en las leyes sobre el matrimonio o en la prohibición de los crímenes de odio, tendemos a asociarlas a la protección de nuestros derechos. Lo que se entiende menos es que la ley afecte literalmente a nuestra salud.
Uno de los estudios más sorprendentes que he leído habla sobre un pico de ansiedad y depresión entre los hombres gais en 2004 y 2005, años en los que 14 Estados aprobaron enmiendas constitucionales que definían el matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer. Entre los homosexuales de esos Estados se produjo un incremento de un 37% en los trastornos del estado de ánimo, un aumento de un 42% en el alcoholismo y un 248% más de trastornos de ansiedad en general.
Lo más escalofriante de esas cifras es que los derechos legales de los gais de esos Estados no cambiaron en la práctica. En Michigan no nos podíamos casar ni antes de la enmienda ni después. Las leyes eran simbólicas. Era solo la forma de informar a los gais de que la mayoría de la gente no nos quería. Lo que es peor, las tasas de ansiedad y depresión no solo aumentaron en los Estados donde se aprobaron esas enmiendas. También subieron (aunque de forma menos dramática) entre los homosexuales de todo el país. La campaña para hacernos sufrir funcionó.
Ahora asocia eso al hecho de que nuestro país ha elegido a un Demogorgon naranja cuya administración está tratando abiertamente de revertir todas y cada una de las victorias que la comunidad gay ha logrado en los últimos 20 años. El mensaje que esto envía a los gais -especialmente a los jóvenes que siguen luchando con su identidad- no podía ser más claro y más aterrador.
Cualquier debate sobre salud mental en los homosexuales tiene que empezar por lo que ocurre en los colegios. Pese al progreso que tiene lugar a su alrededor, las instituciones educativas siguen siendo lugares peligrosos para los niños, llenos de chicos con aspiraciones, profesores indiferentes y políticas retrógradas. Emily Greytak, directora de investigación de la organización anti-bullying GLSEN, cuenta que entre 2005 y 2015 el porcentaje de adolescentes que afirmó sufrir bullying por su orientación sexual no cayó en absoluto. Solo un 30% de los distritos escolares del país siguen políticas anti-bullying que mencionan específicamente a los niños LGTBQ, y otros miles de distritos tienen políticas que impiden a los profesores hablar sobre la homosexualidad de forma positiva.
Estas restricciones reducen mucho las posibilidades de los chicos de gestionar su estrés. Por suerte, no es necesario que todos los profesores y todos los adolescentes del equipo acepten a los gais de la noche a la mañana. Desde los últimos cuatro años, Nicholas Hech, investigador en la Marquette University, dirige grupos de apoyo para niños gais en los institutos. Los acompaña a través de sus interacciones con sus compañeros, con sus maestros y con sus padres, e intenta ayudarlos a separar el estrés típico adolescente del estrés que sufren debido a su sexualidad. Por ejemplo, los padres de un chico le presionaban para que estudiara Finanzas en lugar de Arte, simplemente con la esperanza de que su hijo entrara a un sector en el que encontrara menos homófobos. Pero él ya sentía ansiedad: si dejaba las Finanzas, ¿se estaba rindiendo ante el estigma? Y si entraba en Arte y aun así le acosaban, ¿podría contárselo a sus padres?
El truco, afirma Heck, consiste en que los chicos hagan estas preguntas abiertamente, porque uno de los síntomas clave de su estrés es el hecho de evitar hablar sobre el tema. Los niños escuchan comentarios despectivos en el pasillo, así que deciden irse por otro, o ponerse los cascos para no oír. Piden al profesor ayuda y este los ignora, así que dejan de buscar seguridad en los adultos. Pero los chicos del estudio, cuenta Heck, ya están empezando a rechazar la responsabilidad que solían achacarse cuando los acosaban. Están aprendiendo que aunque no puedan cambiar el entorno que los rodea, pueden dejar de culparse a sí mismos.
Por tanto, para los niños el objetivo es identificar y prevenir el estrés de las minorías. Pero, ¿qué se puede hacer con aquellos que ya lo hemos internalizado?
"Se ha trabajado mucho con los adolescentes homosexuales, pero no tanto con la gente que ronda los 30 o los 40", comenta Salway. Para él, el problema es que hemos construido infraestructuras totalmente separadas en torno a la salud mental, la prevención del VIH y el abuso de sustancias, pese a que las pruebas indican que no se trata de tres epidemias, sino de una sola. La gente que se siente rechazada tiende a automedicarse, lo cual los hace más propensos a mantener relaciones sexuales de riesgo, lo cual los hace más propensos a contraer VIH, lo cual los hace más propensos a sentirse rechazados, y así sucesivamente.
En los últimos cinco años, a medida que ha ido creciendo la evidencia de esta interconexión, varios psicólogos y epidemiólogos han empezado a tratar la alienación entre los gais como algo "sindémico": un cúmulo de problemas de salud, de los cuales ninguno puede arreglarse por sí solo.
Pachankis, el investigador sobre el estrés, acaba de dirigir el primer ensayo aleatorio controlado de terapia del comportamiento cognitivo "de afirmación gay". Después de años evitando las emociones, muchos homosexuales "no saben, literalmente, lo que sienten", asegura. Su pareja les dice "te quiero" y ellos contestan: "Vale, yo quiero tortitas". Lo dejan con el chico que estaban viendo porque se ha dejado el cepillo de dientes en su casa. O, como muchos de los tíos con los que he hablado, practican sexo sin protección con desconocidos porque no saben escuchar su propia agitación.
Según Pachankis, el desapego emocional de ese tipo es penetrante y muchos de los hombres con los que trabaja siguen sin reconocer que las cosas por las que luchan -un cuerpo perfecto, trabajar más y mejor que sus colegas, conseguir el ligue ideal por Grindr entre semana- están reforzando su propio miedo al rechazo.
Solo con señalar estos patrones, Pachankis obtuvo grandes resultados: sus pacientes mostraron una menor tasa de ansiedad, depresión, consumo de drogas y sexo sin condón en solo tres meses. Ahora está expandiendo el estudio para que incluya más ciudades, más participantes y un periodo de tiempo mayor.
Estas soluciones son prometedoras, pero siguen siendo imperfectas. No sé si llegará a cerrarse la brecha de salud mental entre hombres hetero y gais. Siempre habrá más niños hetero que gais, siempre estaremos aislados entre ellos y, de algún modo, creceremos apartados de nuestras familias y nuestros colegios y nuestras ciudades. Pero quizá no todo es malo. Nuestra distancia de lo mainstream puede ser la fuente de nuestras dolencias, pero también es fuente de nuestro humor, de nuestra resiliencia, de nuestra empatía y nuestro talento superior para vestirnos, para bailar y para el karaoke. Tenemos que reconocer eso al tiempo que seguimos luchando por que haya leyes y entornos mejores y al tiempo que vamos descubriendo cómo tratarnos mejor los unos a los otros.
Sigo pensando en algo que Paul, el desarrollador de software, me dijo: "Los gais siempre nos hemos dicho que cuando la epidemia del sida se acabara estaríamos bien. Luego, que cuando pudiéramos casarnos estaríamos bien. Ahora, que cuando el bullying se acabe estaremos bien. Seguimos esperando el momento en que lleguemos a sentir que no somos diferentes de los demás. Pero el hecho es que somos diferentes. Solo nos falta aceptarlo y trabajar con ello".
"Antes me emocionaba cuando se acababan las metanfetaminas".
Este es mi amigo Jeremy.
"Cuando son tuyas", dice, "tienes que seguir usándolas. Cuando se acaban es como: 'Bien, puedo volver a mi vida'. Antes aguantaba despierto todo el fin de semana, iba a fiestas de sexo y luego me sentía como una mierda hasta el miércoles. Hace dos años o por ahí me pasé a la cocaína porque así podía trabajar al día siguiente".
Jeremy me cuenta esto desde la cama del hospital, seis historias sobre Seattle. No me contará las circunstancias exactas de la sobredosis, solo que un desconocido llamó a una ambulancia y él se despertó ahí.
Jeremy no es el amigo con el que esperaba mantener esta conversación. Hasta hace unas semanas, no tenía ni idea de que él tomaba cosas más fuertes que martinis. Él es esbelto, inteligente, no toma gluten, es la típica persona que lleva camisa de trabajo independientemente del día que sea. La primera vez que nos conocimos, hace tres años, me preguntó si sabía de algún sitio para hacer CrossFit. Hoy, cuando le pregunto qué tal está en el hospital, lo primero que me dice es que no hay Wi-Fi y que se le están acumulando los correos del trabajo.
"Las drogas eran una combinación de aburrimiento y soledad", afirma. "Los viernes por la noche solía llegar a casa agotado del trabajo y entonces era: '¿Y ahora qué?'. Así que llamaba para que me trajeran metanfetaminas y buscaba en internet si había alguna fiesta esa noche. Era eso o ver una peli yo solo".
Jeremy [no es su nombre real. Sólo algunos de los nombres de este artículo son reales] no es mi único amigo gay que lo está pasando mal. También está Malcolm, que apenas sale de casa -aparte de ir al trabajo- por la fuerte ansiedad que tiene. Y Jared, cuya depresión y cuyo trastorno dismórfico corporal han limitado su vida social a yo mismo, el gimnasio y los ligues por internet. Y también estaba Christian, el segundo chico al que besé en mi vida, que se suicidó a los 32 años, dos semanas después de que su novio rompiera con él. Christian fue a una tienda de artículos de fiesta, alquiló un tanque de helio, empezó a inhalarlo, le envió un mensaje a su ex y le dijo que fuera para allá, para asegurarse de que encontrara el cuerpo.
Durante años he visto la divergencia entre mis amigos hetero y mis amigos gay. Mientras que la mitad de mi círculo social ha desaparecido entre relaciones, niños y barrios residenciales, la otra está luchando con el aislamiento y la ansiedad, las drogas duras y las relaciones sexuales de riesgo.
Nada de esto encaja con la historia que me han contado, la que yo mismo me he contado. Como yo, Jeremy no creció acosado por sus compañeros ni rechazado por su familia. No recuerda que nadie le llamara maricón. Se crió en un barrio residencial de la Costa Oeste y su madre era lesbiana. "Me lo confesó cuando yo tenía 12 años", cuenta. "Y dos frases después me dijo que sabía que yo era gay. En ese momento ni siquiera yo lo sabía bien".
En esta foto salimos mi familia y yo cuando tenía 9 años. Mis padres siguen diciendo que no tenían ni idea de que era gay. Qué monos.
Jeremy y yo tenemos 34 años. A lo largo de nuestra vida, la comunidad gay ha progresado más en la aceptación legal y social que cualquier otro grupo demográfico en la historia. Hace poco, en mi propia adolescencia, el matrimonio homosexual era una aspiración distante, algo que los periódicos exponían con escepticismo. Ahora está consagrado por una ley del Tribunal Supremo. En Estados Unidos, el apoyo público al matrimonio gay ha pasado del 27% en 1996 al 61% en 2016. En el cine y la tele hemos evolucionado desde A la caza hasta Moonlight, pasando por Queer Eye. Los personajes gais son ahora tan comunes que hasta nos permiten tener defectos.
Aun así, aunque celebremos la magnitud y la velocidad de este cambio, los porcentajes de depresión, soledad y abuso de sustancias en la comunidad gay siguen atascados en el mismo lugar en el que han estado durante décadas.
Dependiendo del estudio, los homosexuales tienen entre dos y diez veces más probabilidades de suicidarse que los hetero. Tenemos el doble de posibilidades de sufrir un episodio depresivo grave. Además, parece que los traumas se concentran en los hombres. En un estudio de hombres homosexuales recién llegados a Nueva York, tres cuartos de ellos sufrían ansiedad o depresión, abusaban de las drogas o del alcohol o mantenían relaciones sexuales de riesgo, o una combinación de las tres. Pese a toda la charla sobre "la familia que elegimos", los hombres gais tienen menos amigos íntimos que los hetero o que las lesbianas. En un estudio realizado entre enfermeros de clínicas de VIH, un participante contó a los investigadores: "No es cuestión de que no sepan cómo salvar su vida. Es cuestión de que sepan si merece la pena salvar su vida".
No voy a fingir ser objetivo en estos temas. Soy un tipo gay, constantemente soltero, criado en una ciudad de un azul intenso por padres de la PFLAG (una organización de Padres, familias y amigos de lesbianas y gais). Nunca he conocido a nadie que haya muerto de sida. Nunca he experimentado discriminación directa y salí del armario a un mundo en el que el matrimonio, un jardincito y un golden retriever no solo eran factibles, sino algo previsto. También he estado dentro y fuera de terapia más veces de las que he descargado y borrado Grindr.
"El matrimonio igualitario y los cambios en el estatus legal fueron una mejora para algunos homosexuales", afirma Christopher Stults, investigador en la Universidad de Nueva York que estudia las diferencias entre los hombres homosexuales y los hetero. "Pero para muchas otras personas, fue un chasco. En el sentido de, vale, tenemos este estatus legal, pero hay algo que no hemos cumplido".
Resulta que esta sensación de vacío no es solo un fenómeno estadounidense. En los Países Bajos, donde el matrimonio gay es legal desde 2001, los homosexuales siguen teniendo tres veces más posibilidades de sufrir un trastorno del estado de ánimo que los heterosexuales, y diez veces más de tener una "conducta suicida". En Suecia, donde se celebran uniones civiles desde 1995 y matrimonios desde 2009, los hombres casados con otros hombres presentan una tasa de suicidios tres veces superior a la de hombres casados con mujeres.
Todas estas estadísticas insoportables conducen a la misma conclusión: sigue siendo extrañamente peligroso llevar una vida como hombre atraído por otros hombres. La buena noticia es que los epidemiólogos y los científicos sociales están más cerca que nunca de entender todos los motivos.
Travis Salway, investigador del BC Centre for Disease Control de Vancouver, ha pasado los últimos cinco años intentando descubrir por qué los hombres homosexuales siguen suicidándose.
"El rasgo característico de los gais solía ser la soledad que hay dentro del armario", explica. "Pero ahora hay millones de gais que han salido del armario y que se sienten igual de solos".
Estamos comiendo en un antro. Es noviembre, él llega en vaqueros, zuecos y con un anillo de boda.
"Eres un gay casado, ¿eh?", le digo.
"Y monógamo", afirma él. "Creo que nos van a dar la llave de la ciudad".
Salway creció en Celina (Ohio), una ciudad llena de fábricas en la que viven 10.000 personas. El tipo de ciudad donde, según él, el matrimonio compite con la universidad para la gente de 21 años. Le hicieron bullying por ser gay antes de que él supiera que lo era. "Era un hombre afeminado y formaba parte de un coro", me cuenta. "Eso fue suficiente". Empezó a tener cuidado. Tuvo novia durante la mayor parte de los años de instituto e intentó evitar a los chicos -tanto romántica como platónicamente- hasta que pudo salir de ahí.
Para finales de la década del 2000, ya era trabajador social y epidemiólogo y (al igual que me pasaba a mí) le sorprendía el distanciamiento entre sus amigos hetero y sus amigos homosexuales. Empezó a preguntarse si la historia que siempre había escuchado, la historia sobre los gais y la salud mental, estaba incompleta.
Cuando las diferencias empezaron a hacerse patentes en los años 50 y 60, los médicos creían que era un síntoma de la propia homosexualidad, uno de los muchos síntomas de lo que, en la época, se conocía como "inversión sexual". Sin embargo, a medida que el movimiento a favor de los derechos de los homosexuales empezó a popularizarse, la homosexualidad desapareció del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales y el motivo de la homosexualidad pasó a ser el trauma. Las familias de los hombres homosexuales les echaban de casa, ese amor era ilegal. Por supuesto que los índices de suicidio y de depresión eran muy altos. "Eso pensaba yo también", comenta Salway, "que el suicidio de los gais era cosa de otra época o que solo se suicidaban adolescentes que no veían otra salida".
Pero entonces echó un vistazo a los datos: el problema no solo era el suicidio, no solo afectaba a adolescentes y no solo había casos en zonas homófobas. Descubrió que los hombres homosexuales de cualquier parte del mundo y de cualquier edad presentan unos índices más altos de enfermedades cardiovasculares, cáncer, incontinencia, disfunción eréctil, alergia, asma... lo que se te ocurra. Salway descubrió que, en Canadá, el suicidio era una causa de muerte más común que el SIDA entre los gais (y llevaba siéndolo durante muchos años). Salway cree que también podría ser así en Estados Unidos, pero nadie se ha molestado en estudiar este tema.
"Vemos a hombres gais de los que nunca han abusado ni física ni sexualmente con síntomas de estrés postraumático similares a los que presentan personas que han estado en conflictos armados o que han sufrido violaciones", explica Alex Keuroghlian, psiquiatra del Fenway Institute's Center for Population Research in LGBT Health.
Tal y como dice Keuroghlian, los hombres homosexuales están "preparados para esperar rechazos". Analizamos constantemente las situaciones sociales para encontrar algo en lo que no encajamos. Luchamos por reafirmarnos. Rememoramos nuestros fracasos sociales sin parar.
Sin embargo, el peor de estos síntomas es que la mayoría de nosotros no los concibe como síntomas. Desde que descubrió esos datos, Salway ha empezado a entrevistar a gais que han intentado suicidarse, pero han sobrevivido.
"Cuando les preguntas por qué han intentado suicidarse, la mayoría de ellos no menciona nada acerca de su orientación sexual". En lugar de eso, hablan de problemas sentimentales, de dinero y de trabajo. "No tienen la sensación de que su sexualidad es el aspecto más destacado de su vida. Aun así, la sexualidad tiene una importancia tan grande que puede provocar un suicidio".
El término que utilizan los expertos para explicar este fenómeno es "estrés de las minorías". Es muy simple: ser miembro de un grupo marginado requiere un esfuerzo extra. Cuando eres la única mujer en una reunión de negocios, o el único chico negro de tu residencia de estudiantes, tienes que pensar de una forma diferente a la de los miembros de la mayoría. Si te enfrentas a tu jefe o no lo haces, ¿caes en los estereotipos de las mujeres trabajadoras? Si no sacas sobresaliente en un examen, ¿la gente pensará que es culpa del color de tu piel? Aunque no experimentes este tipo de ofensas, considerar estas posibilidades pasa factura con el tiempo.
Para las personas homosexuales, esto se magnifica por el hecho de que el estatus de nuestra minoría está oculto. No solo tenemos que hacer todo este trabajo extra y responder a todos estos pensamientos con 12 años, también tenemos que hacerlo sin poder hablar con nuestros amigos y nuestros padres.
John Pachankis, investigador sobre el estrés de la Universidad de Yale, explica que el daño real tiene lugar en los cinco años entre los que te das cuenta de tu sexualidad y empiezas a decírselo a los demás. Incluso los factores de estrés más leves de este periodo tienen un efecto magnificado, no porque sean provocados por un trauma, sino porque empezamos a esperarlos. "Nadie tiene que llamarte 'maricón' para que tú cambies el comportamiento con el objetivo de que dejen de llamártelo", dice Salway.
James, un chico de 20 años que prácticamente ha salido del armario, me cuenta que cuando tenía 12 años y no se lo había dicho a nadie, una compañera de clase le preguntó qué pensaba sobre otra chica. "Bueno, parece un chico", dijo sin pensar. "Así que, sí, a lo mejor me acostaría con ella".
De repente, le entró miedo: "No dejaba de pensar '¿alguien lo habrá oído?' o '¿se lo habrán dicho a alguien?".
Yo también pasé así mi adolescencia: tenía cuidado, se me escapaba algo, me estresaba, intentaba compensarlo. Una vez, en un parque acuático, uno de mis amigos del colegio me pilló mirándole mientras esperábamos la cola de un tobogán. "Tío, ¿me estabas mirando?", me preguntó. Me las arreglé para decir algo como: "Lo siento, no eres mi tipo". Después me pasé varias semanas preocupado por lo que pensaría de mí. Pero nunca me dijo nada. El bullying estaba en mi cabeza.
"Para los gais, el trauma es la naturaleza prolongada de ello", explica William Elder, investigador y psicólogo experto en traumas sexuales. "Si vives una situación traumática, padeces un tipo de trastorno de estrés postraumático que se puede curar en cuatro o seis meses de terapia. Pero si vives años y años con factores estresantes constantes (pequeñas cosas con las que piensas '¿eso es culpa de mi orientación sexual?') puede ser mucho peor".
"En la tele sólo veía familias tradicionales", cuenta James. "Pero al mismo tiempo, veía un montón de porno gay... Así que pensé que tenía esas dos opciones".
Para Elder, estar dentro del armario es como si alguien te pegara un puñetazo flojo en el brazo constantemente. Al principio te molesta un poco. Cuando pasa el tiempo te irrita mucho. Al final es lo único en lo que puedes pensar.
Y el estrés de aguantar eso todos los días empieza a acumularse.
Parece que crecer siendo gay es casi tan perjudicial como crecer siendo pobre. Según un estudio realizado en 2015, las personas homosexuales producen menos cortisol, la hormona que regula el estrés. Su sistema está tan activado en la adolescencia, y de forma tan constante, que de adultos acaban siendo perezosos, afirma Katie McLaughlin, una de las coautoras del estudio. En 2014, los investigadores compararon el riesgo cardiovascular en adolescentes gais y hetero. Descubrieron que no es que los niños homosexuales sufran más "episodios estresantes en su vida" (esto es: los hetero también tienen problemas), sino que los que experimentan dañan más su sistema nervioso.
Annesa Flentje, investigadora sobre el estrés de la Universidad de California, San Francisco, se ha especializado en el efecto del estrés de las minorías en la expresión génica. Todos esos puñetazos suaves se combinan con cómo nos adaptamos a ellos, sostiene, y se convierten en "formas automáticas de pensar que siempre estarán ahí, incluso 30 años después". Lo reconozcamos o no, el cuerpo no deja de acarrear el armario, que nos acompaña hasta la edad adulta. "De pequeños, no tenemos las herramientas para procesar ese estrés y, de adultos, no lo reconocemos como trauma", afirma John, ex asesor que dejó su trabajo hace dos años para hacer cerámica y organizar rutas de aventura en las montañas de Adirondack. "Nuestra intuición nos dice que sobrellevemos las cosas tal y como hicimos de niños".
Incluso Salway, que ha dedicado su carrera a entender el estrés de las minorías, confiesa que hay días en los que se siente incómodo paseando por Vancouver con su pareja. Nadie los ha atacado nunca, pero sí ha habido unos pocos gilipollas que les han gritado improperios en público. No hace falta que esto ocurra muchas veces para que empieces a esperarlo, para que tu corazón se acelere cada vez que un coche se acerca.
No obstante, el estrés de las minorías no explica completamente por qué los gais son tan propensos a los problemas de salud. Porque aunque la primera ronda de daños ocurra antes de salir del armario, la segunda, y quizá la más severa, viene después.
Nadie le dijo nunca a Adam que dejara de actuar como afeminado. Pero él, igual que yo y que la mayoría, de algún modo se lo aprendió.
"Nunca me preocupó que mi familia fuera homófoba", explica. "Cuando era pequeño, me envolvía una manta alrededor del cuerpo, como si fuera un vestido, y me ponía a bailar en el jardín. A mis padres les parecía adorable, así que me grabaron en vídeo para enseñárselo a mis abuelos. Cuando vimos la grabación, me escondí detrás del sofá porque me dio mucha vergüenza. Debía tener unos seis o siete años".
Para cuando entró en el instituto, Adam había aprendido a gestionar sus amaneramientos tan bien que nadie pensaba que fuera gay. Pero, aun así, "no podía confiar en nadie porque estaba escondiendo esto. Tenía que actuar en solitario".
Salió del armario a los 16 años, después se graduó, se mudó a San Francisco y empezó a trabajar en la prevención del VIH. Pero la sensación de distanciamiento con los demás no desaparecía. Así que intentó tratarla, según él, "con mucho sexo. Es el recurso más accesible en la comunidad gay. Te convences de que si te estás acostando con alguien estás compartiendo un momento íntimo con él. Y eso acabó siendo un apoyo para mí".
Trabajaba muchas horas. Llegaba a casa agotado, fumaba marihuana, se tomaba una copa de vino tinto y empezaba a navegar por las aplicaciones para ligar con el objetivo de encontrar a alguien a quien invitar a casa. A veces quedaba con dos o tres chicos al día. "Le cerraba la puerta a uno y venía el siguiente".
Me pasé años así. El año pasado, por Acción de Gracias, volvió a casa a visitar a sus padres y sentía la necesidad compulsiva de acostarse con alguien porque estaba muy estresado. Cuando por fin dio con un tío de la zona que estaba dispuesto a acostarse con él, corrió a la habitación de sus padres y empezó a rebuscar en los cajones para ver si tenían Viagra.
"¿Ese fue el momento en el que tocaste fondo?", le pregunto.
"Por tercera o cuarta vez, sí", contesta.
Adam se ha apuntado a una terapia de 12 pasos para tratar la adicción al sexo. Han pasado seis semanas desde la última vez que tuvo relaciones sexuales. Antes, lo máximo que había pasado sin acostarse con nadie habían sido tres o cuatro días.
"Hay personas que practican mucho sexo porque es divertido, y no hay ningún problema. Pero yo lo exprimía como si fuera una toalla mojada, como intentando sacar algo que no había: apoyo social o compañía. Era una forma de no lidiar con mi propia vida. Yo negaba que fuera un problema porque siempre pensaba: 'He salido del armario, me he mudado a San Francisco, ya está, como gay, he hecho todo lo que tenía que hacer".
Durante décadas, los psicólogos pensaron lo mismo: que las fases clave en la formación de la identidad para los hombres gais llevaban a salir del armario y que, una vez que estuviéramos cómodos con nosotros mismos, podríamos empezar a construir una vida dentro de una comunidad de personas que habían pasado por lo mismo. Sin embargo, a lo largo de los últimos 10 años, los investigadores han descubierto que esa desesperación por encajar no hace más que intensificarse. Según un estudio publicado en 2015, los índices de ansiedad y depresión eran más altos en los hombres que habían salido del armario hacía poco que en los que aún estaban en él.
"Es como si salieras del armario esperando ser una mariposa y la comunidad gay te quitara el idealismo a tortas", opina Adam. Esto es lo que recuerda de cuando salió del armario: "Fui a West Hollywood (Los Ángeles, Estados Unidos) porque pensaba que ahí encontraría a mi gente. Pero fue horrible. Todos eran gais adultos, no resultaba muy acogedor para los más jóvenes. Sales de casa de tus padres y llegas a un pub gay en el que hay un montón de gente drogándose y piensas: '¿Esta es mi comunidad?'. Es la puta selva".
borrada
"Salí del armario con 17 años y no veía que hubiera un lugar para mí en el panorama gay", confiesa Paul, que es desarrollador de software. "Quería enamorarme como veía en las películas que hacía la gente heterosexual. Pero me sentía como un trozo de carne. Empezó a afectarme tanto que iba a hacer la compra a un supermercado que estaba a 40 minutos de mi casa en vez de a uno que estaba a 10 porque me daba miedo tener que pasar por la calle gay".
La palabra que utiliza Paul es "retraumatizado". Creces con esta soledad, acumulando todo esta carga, y llegas a sitios como Castro (San Francisco, California) o Boystown (Douglas, Nebraska) y piensas que por fin te aceptarán por quién eres. Entonces te das cuenta de que todo el mundo tiene su bagaje. Y, de repente, no es la homosexualidad la que provoca que te rechacen. Es el peso, el sueldo o la raza. "Los chicos de los que se reían en el colegio crecen y se convierten en los abusones", relata Paul.
"Los hombres gais en particular no suelen ser muy agradables entre sí", dice John, que es guía turístico. "En la cultura pop, las drag queens son conocidas por sus discusiones y sus encontronazos y todo son risas. Pero esa maldad es casi patológica. Todos estábamos muy confusos o nos engañamos a nosotros mismos durante una buena parte de nuestra adolescencia. Pero no nos resulta cómodo mostrárselo a los demás. Así que demostramos a los demás lo que el mundo nos demuestra a nosotros: es decir, maldad".
Todos los hombres gais a los que conozco llevan consigo un informe mental de todas las cosas horribles que les han hecho o dicho otros hombres. Una vez quedé con un chico, pero cuando me vio, se levantó, me dijo que era más bajito de lo que parecía en las fotos y se fue. Alex, que es instructor de fitness en Seattle, tuvo que aguantar que un chico de su equipo de natación le dijera: "Ignoraré tu cara si me follas sin condón". Martin, un chico británico que vive en Portland (Estados Unidos), ha cogido unos kilos desde que se mudó y el día de Navidad recibió por Grindr un mensaje que decía: "Antes eras muy sexy. Es una pena que la hayas cagado".
En otras minorías, el hecho de vivir en una comunidad de personas similares está relacionado con la disminución de los índices de ansiedad y depresión. Es algo que ayuda a sentirse más unido a gente que instintivamente te entiende. Pero para nosotros el efecto es el contrario. Varios estudios han llegado a la conclusión de que vivir en un barrio gay se traduce en tasas más elevadas de sexo sin protección y consumo de metanfetaminas, y en un descenso de la cantidad de tiempo invertido en realizar actividades en grupo, como deporte o un voluntariado. Una investigación de 2009 sugiere que los hombres gais que estaban más ligados a la comunidad gay se sentían menos satisfechos con sus relaciones sentimentales.
"Los hombres gais y bisexuales identifican a la comunidad gay como una fuente relevante de estrés en su vida", asegura Pachankis. El principal motivo es que la discriminación interna causa más daños psicológicos que el rechazo por parte de la mayoría. Es fácil pasar de todo, poner los ojos en blanco y hacerle la peineta a todos los heterosexuales a los que no les gustas porque, total, no necesitas su aprobación. Sin embargo, ser rechazado por otros homosexuales es como perder la única forma que te queda de hacer amigos y de encontrar el amor. Que la gente que es como tú te dé la espalda duele más todavía, ya que a ellos los necesitas más.
Los investigadores con los que he hablado explican que los gais se hacen daño entre ellos por dos razones principales. La primera, y la que oigo más a menudo, es que se debe, básicamente, a que son hombres.
"Los desafíos de la masculinidad se intensifican en una comunidad de hombres", sostiene Pachankis. "La masculinidad es precaria. Hay que estar constantemente representándola, defendiéndola y acumulándola. Lo vemos en los estudios: si la masculinidad de un grupo de hombres se ve amenazada, empiezan a hacer cosas estúpidas. Adoptan posturas corporales más agresivas, empiezan a asumir riesgos financieros, sienten el deseo de pegar a las cosas".
Esto ayuda a explicar el estigma generalizado que se tiene contra los chicos afeminados en la comunidad gay. Según Dane Whicker, investigador y psicólogo clínico de la Universidad Duke, la mayoría de los hombres gais prefiere salir con un chico masculino y afirman que les gustaría ser más masculinos. Quizá esto se deba a la homofobia interiorizada: sigue habiendo prejuicios sobre los gais afeminados y se les ve como la parte pasiva en el sexo anal.
Según una investigación longitudinal que duró dos años, cuanto más tiempo llevaran los hombres fuera del armario, más probabilidades tenían de ser versátiles o activos. De acuerdo con los investigadores, este tipo de entrenamiento, esta forma de intentar parecer más masculino y de asumir otro papel en el sexo, es uno de los instrumentos que utilizan los hombres gais para ejercer presión entre ellos para conseguir "capital sexual", el equivalente a ir al gimnasio o a depilarse las cejas.
"La única razón por la que empecé a hacer ejercicio fue que quería dar la sensación de que podía ser el activo", confiesa Martin. Cuando salió del armario, estaba convencido de que era demasiado delgado y afeminado, y de que los pasivos pensarían que era uno de ellos. "Así que empecé a fingir un comportamiento hipermasculino. Mi novio se dio cuenta hace poco de que sigo bajando la voz una octava cada vez que pido en un bar. Es un remanente de mis primeros años fuera del armario, cuando pensaba que tenía que poner la voz de Batman para ligar".
Grant, un joven de 21 años que se crió en Long Island y ahora vive en el barrio de Hell's Kitchen (Nueva York), comenta que antes prestaba demasiada atención a sus posturas: con las manos en las caderas, y una pierna ligeramente adelantada, como una vedette. En su segundo año de universidad, empezó a fijarse en las posturas de sus profesores y a dejar de cruzar las piernas y los brazos.
Estas normas de masculinidad le pasan factura a todo el mundo, incluso a quienes las perpetran. Los gais afeminados presentan tasas más altas de riesgo de suicidio, de soledad y de problemas de salud mental. Por su parte, los gais masculinos tienen más ansiedad, practican más sexo sin protección, fuman más y consumen más drogas. Según un estudio sobre las causas por las que vivir en la comunidad gay fomenta la depresión, este efecto solo lo presentaban los hombres homosexuales masculinos.
La segunda razón por la que la comunidad gay actúa como un causante de estrés en sus miembros no está en el porqué de que se rechacen entre ellos, sino en el cómo.
En los últimos 10 años, los lugares habitualmente frecuentados por gais, como los bares, los pubs y las saunas, han empezado a desaparecer y los han sustituido las redes sociales. Más de un 70% de los hombres homosexuales utilizan aplicaciones para conocer gente, como Grindr o Scruff. En el año 2000, alrededor del 20% de las parejas homosexuales se conocían a través de internet. Para el año 2010, la cifra había subido al 70%. Además, el número de parejas gais que se conocían a través de amigos en común cayó del 30 al 12%.
Normalmente, cuando los medios tratan el tema de la preeminencia de las aplicaciones de ligue entre los usuarios gais (los usuarios de Grindr, la más popular, pasan una media de 90 minutos al día navegando por ella) lo hacen con un tono alarmista y através de noticias de asesinatos, de homófobos que recurren a estas aplicaciones para localizar a sus víctimas o de la nueva moda de mezclar la práctica sexual con el consumo de drogas que tanto tirón está teniendo en Londres y en Nueva York. Sí, es cierto que hay problemas. Pero el efecto real de las aplicaciones de ligue es más sutil, menos marcado y, en cierto modo, más profundo: para muchos de nosotros, se han convertido en la principal vía de interacción con otros gais.
"Es mucho más fácil conocer a alguien para echar un polvo por Grindr que ir a un pub solo", opina Adam. "Especialmente si te acabas de mudar a una ciudad nueva, es muy fácil dejar que una aplicación se convierta en tu vida social. Es más difícil buscar situaciones sociales en las que seguramente tengas que esforzarte más".
"Tengo momentos en los que quiero sentirme deseado y me meto en Grindr", explica Paul. "Subo una foto sin camiseta y empiezo a recibir mensajes de chicos que me dicen que estoy muy bueno. Sienta bien en el momento, pero no se saca nada más de ahí y los mensajes dejan de llegar al cabo de unos días. Me sienta bien, como si me estuviera rascando una picadura, pero en realidad es sarna. Se va a extender".
Aunque lo peor de este tipo de aplicaciones -y el motivo por el que son relevantes para la disparidad de salud entre los hombres gais y los hetero- es que, además de que las utilizamos mucho, estamos diseñados de una manera casi perfecta para enfatizar las concepciones negativas sobre nosotros mismos. Tras entrevistar a un grupo de hombres homosexuales en 2015, Elder, un experto en estrés postraumático, llegó a la conclusión de que el 90% quería que su novio fuera alto, joven, blanco, musculoso y masculino. Para la inmensa mayoría de nosotros, que apenas cumplimos uno de esos requisitos (y mucho menos los cinco a la vez), las aplicaciones para ligar nos hacen sentir feos de una forma muy eficaz.
Paul reconoce que desde el momento en el que abre la aplicación ya está nervioso, esperando que llegue el rechazo. John antes era asesor, mide 1,90 y tiene 27 años y unos abdominales que se le marcan aunque lleve puesto un jersey de lana. Pero, aun así, dice que no le responden a la mayoría de los mensajes y que se pasa unas 10 horas hablando con gente a través de la aplicación por cada hora que pasa quedando con chicos para tomar un café o para practicar sexo.
Para los hombres gais que no son blancos la situación es peor. Vincent, que organiza sesiones de terapia con hombres negros y latinos a través del Departamento de Salud Pública de San Francisco, opina que con estas aplicaciones las minorías raciales reciben dos tipos de respuestas: rechazo ("lo siento, no me gustan los tíos negros") o fetichismo ("hola, me gustan muchísimo los tíos negros"). Paihan, un inmigrante de Taiwán que vive en Seattle, me enseña su bandeja de entrada de Grindr. Y tiene el mismo aspecto que la mía: la mayor parte de los mensajes son saludos enviados sin respuesta. Uno de los pocos mensajes recibidos simplemente reza: "Asiáaaatico".
Nada nuevo. Wall Odets, un psicólogo que lleva escribiendo sobre aislamiento social desde la década de los 80, afirma que los hombres gais se preocupan ahora por Grindr como antes lo hacían por las saunas. La diferencia que él ve en sus pacientes más jóvenes es que "si alguien te rechazaba en una sauna, todavía podías entablar una conversación con él. Existía la posibilidad de acabar haciendo un amigo o de que acabara siendo una experiencia social positiva. En una aplicación, simplemente te ignoran si no te perciben como una conquista sexual o romántica". Los hombres homosexuales a los que se entrevistó hablaban de estas aplicaciones para ligar de la misma forma en que los heterosexuales hablan de Tinder: "Es una mierda, pero ¿qué haces si no?". "En las ciudades pequeñas hay que utilizar las aplicaciones", explica Michael Moore, un psicólogo de Yale. "Hacen la función de un pub gay. Pero la parte negativa es que sacan a la luz todos los prejuicios".
Lo que estas aplicaciones refuerzan, o quizá simplemente aceleran, es la versión adulta de lo que Pachankis llama Best Little Boy in the World Hypothesis (o La hipótesis del niño diez). Cuando somos niños, crecer dentro del armario hace que concentremos nuestra propia valía en cualquier cosa que el mundo exterior quiera que seamos: buenos estudiantes, deportistas, cualquier cosa. De adultos, las normas sociales de nuestra propia comunidad nos presionan para concentrar nuestra valía en otras cosas: el aspecto físico, la masculinidad, la destreza sexual... Pero entonces, incluso aunque nos las arreglemos para competir ahí, aunque hayamos conseguido ser el hombre gay masculino y dominante que queríamos, lo único que hemos hecho en realidad es condicionarnos para que nos machaquen cuando, de forma inevitable, lo acabemos perdiendo.
"Solemos vivir nuestra vida a través de los ojos de los demás", afirma Alan Downs, psicólogo y autor de The Velvet Rage, un libro sobre la lucha de los hombres homosexuales con la humillación y la aprobación social. "Queremos tener un hombre tras otro, más musculoso, con un estatus social superior, con cualquier cosa que nos haga sentir aceptados más rápidamente. Nos despertamos con 40 años, agotados, y nos preguntamos: '¿Esto es todo?'. Y entonces viene la depresión".
Perry Halkitis, profesor en la Universidad de Nueva York (NYU), estudia desde principios de los 90 la diferencia de salud entre personas gais y hetero. Ha publicado cuatro libros sobre la cultura gay y ha entrevistado a hombres con VIH, a hombres que se drogan en fiestas y que luchan por planear su propia boda.
Ese es el motivo por el que hace dos años su sobrino James apareció en su puerta temblando. Sentó a Halkitis y a su marido en el sofá y les anunció que era gay. "Le dijimos: 'Felicidades, tu tarjeta de miembro y tu paquete de bienvenida están en la habitación de al lado", recuerda Halkitis. "Pero él estaba demasiado nervioso como para pillar la broma".
James se crió en Queens, en una familia grande, cariñosa y liberal. Fue a un colegio público con otros niños abiertamente homosexuales. "Y aun así", dice Halkitis, "para él supuso una crisis emocional. Sabía racionalmente que todo iba a ir bien, pero estar en el armario no es algo racional, sino emocional".
A lo largo de los años, James se había convencido a sí mismo de que nunca saldría del armario. No quería atraer la atención de la gente, ni tener que contestar a preguntas para las que no tenía respuesta. Su sexualidad no tenía sentido para él; ¿cómo lo iba a explicar a otras personas? "En la tele sólo veía familias tradicionales", me cuenta. "Pero al mismo tiempo, veía un montón de porno gay, en el que todo el mundo está supermusculado y soltero y practica sexo todo el tiempo. Así que pensé que tenía esas dos opciones: una vida de cuento de hadas que nunca podría tener o esta vida gay en la que no había historia de amor".
James recuerda el momento exacto en que decidió que iba a salir del armario. Tendría unos 10 u 11 años y estaba de vacaciones en Long Island con sus padres. "Miré a nuestro alrededor, vi a nuestra familia y los niños que había por ahí, y pensé: 'Nunca voy a tener esto', y me puse a llorar".
En el momento en que me lo cuenta, veo que está describiendo justo la misma revelación que sentí yo a su edad, la misma pena. La de James fue en 2007. La mía fue en 1992. Halkitis dice que la suya fue en 1977. Sorprendido de que alguien a la edad de su sobrino tuviera la misma experiencia que él, Halkitis decidió que su nuevo proyecto de libro sería sobre el trauma del armario.
"Incluso ahora, incluso en Nueva York, incluso con padres comprensivos, el proceso de salida del armario es complicado", afirma Halkitis. "Quizá siempre lo sea".
¿Entonces qué se supone que hay que hacer? Cuando pensamos en las leyes sobre el matrimonio o en la prohibición de los crímenes de odio, tendemos a asociarlas a la protección de nuestros derechos. Lo que se entiende menos es que la ley afecte literalmente a nuestra salud.
Uno de los estudios más sorprendentes que he leído habla sobre un pico de ansiedad y depresión entre los hombres gais en 2004 y 2005, años en los que 14 Estados aprobaron enmiendas constitucionales que definían el matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer. Entre los homosexuales de esos Estados se produjo un incremento de un 37% en los trastornos del estado de ánimo, un aumento de un 42% en el alcoholismo y un 248% más de trastornos de ansiedad en general.
Lo más escalofriante de esas cifras es que los derechos legales de los gais de esos Estados no cambiaron en la práctica. En Michigan no nos podíamos casar ni antes de la enmienda ni después. Las leyes eran simbólicas. Era solo la forma de informar a los gais de que la mayoría de la gente no nos quería. Lo que es peor, las tasas de ansiedad y depresión no solo aumentaron en los Estados donde se aprobaron esas enmiendas. También subieron (aunque de forma menos dramática) entre los homosexuales de todo el país. La campaña para hacernos sufrir funcionó.
Ahora asocia eso al hecho de que nuestro país ha elegido a un Demogorgon naranja cuya administración está tratando abiertamente de revertir todas y cada una de las victorias que la comunidad gay ha logrado en los últimos 20 años. El mensaje que esto envía a los gais -especialmente a los jóvenes que siguen luchando con su identidad- no podía ser más claro y más aterrador.
Cualquier debate sobre salud mental en los homosexuales tiene que empezar por lo que ocurre en los colegios. Pese al progreso que tiene lugar a su alrededor, las instituciones educativas siguen siendo lugares peligrosos para los niños, llenos de chicos con aspiraciones, profesores indiferentes y políticas retrógradas. Emily Greytak, directora de investigación de la organización anti-bullying GLSEN, cuenta que entre 2005 y 2015 el porcentaje de adolescentes que afirmó sufrir bullying por su orientación sexual no cayó en absoluto. Solo un 30% de los distritos escolares del país siguen políticas anti-bullying que mencionan específicamente a los niños LGTBQ, y otros miles de distritos tienen políticas que impiden a los profesores hablar sobre la homosexualidad de forma positiva.
Estas restricciones reducen mucho las posibilidades de los chicos de gestionar su estrés. Por suerte, no es necesario que todos los profesores y todos los adolescentes del equipo acepten a los gais de la noche a la mañana. Desde los últimos cuatro años, Nicholas Hech, investigador en la Marquette University, dirige grupos de apoyo para niños gais en los institutos. Los acompaña a través de sus interacciones con sus compañeros, con sus maestros y con sus padres, e intenta ayudarlos a separar el estrés típico adolescente del estrés que sufren debido a su sexualidad. Por ejemplo, los padres de un chico le presionaban para que estudiara Finanzas en lugar de Arte, simplemente con la esperanza de que su hijo entrara a un sector en el que encontrara menos homófobos. Pero él ya sentía ansiedad: si dejaba las Finanzas, ¿se estaba rindiendo ante el estigma? Y si entraba en Arte y aun así le acosaban, ¿podría contárselo a sus padres?
El truco, afirma Heck, consiste en que los chicos hagan estas preguntas abiertamente, porque uno de los síntomas clave de su estrés es el hecho de evitar hablar sobre el tema. Los niños escuchan comentarios despectivos en el pasillo, así que deciden irse por otro, o ponerse los cascos para no oír. Piden al profesor ayuda y este los ignora, así que dejan de buscar seguridad en los adultos. Pero los chicos del estudio, cuenta Heck, ya están empezando a rechazar la responsabilidad que solían achacarse cuando los acosaban. Están aprendiendo que aunque no puedan cambiar el entorno que los rodea, pueden dejar de culparse a sí mismos.
Por tanto, para los niños el objetivo es identificar y prevenir el estrés de las minorías. Pero, ¿qué se puede hacer con aquellos que ya lo hemos internalizado?
"Se ha trabajado mucho con los adolescentes homosexuales, pero no tanto con la gente que ronda los 30 o los 40", comenta Salway. Para él, el problema es que hemos construido infraestructuras totalmente separadas en torno a la salud mental, la prevención del VIH y el abuso de sustancias, pese a que las pruebas indican que no se trata de tres epidemias, sino de una sola. La gente que se siente rechazada tiende a automedicarse, lo cual los hace más propensos a mantener relaciones sexuales de riesgo, lo cual los hace más propensos a contraer VIH, lo cual los hace más propensos a sentirse rechazados, y así sucesivamente.
En los últimos cinco años, a medida que ha ido creciendo la evidencia de esta interconexión, varios psicólogos y epidemiólogos han empezado a tratar la alienación entre los gais como algo "sindémico": un cúmulo de problemas de salud, de los cuales ninguno puede arreglarse por sí solo.
Pachankis, el investigador sobre el estrés, acaba de dirigir el primer ensayo aleatorio controlado de terapia del comportamiento cognitivo "de afirmación gay". Después de años evitando las emociones, muchos homosexuales "no saben, literalmente, lo que sienten", asegura. Su pareja les dice "te quiero" y ellos contestan: "Vale, yo quiero tortitas". Lo dejan con el chico que estaban viendo porque se ha dejado el cepillo de dientes en su casa. O, como muchos de los tíos con los que he hablado, practican sexo sin protección con desconocidos porque no saben escuchar su propia agitación.
Según Pachankis, el desapego emocional de ese tipo es penetrante y muchos de los hombres con los que trabaja siguen sin reconocer que las cosas por las que luchan -un cuerpo perfecto, trabajar más y mejor que sus colegas, conseguir el ligue ideal por Grindr entre semana- están reforzando su propio miedo al rechazo.
Solo con señalar estos patrones, Pachankis obtuvo grandes resultados: sus pacientes mostraron una menor tasa de ansiedad, depresión, consumo de drogas y sexo sin condón en solo tres meses. Ahora está expandiendo el estudio para que incluya más ciudades, más participantes y un periodo de tiempo mayor.
Estas soluciones son prometedoras, pero siguen siendo imperfectas. No sé si llegará a cerrarse la brecha de salud mental entre hombres hetero y gais. Siempre habrá más niños hetero que gais, siempre estaremos aislados entre ellos y, de algún modo, creceremos apartados de nuestras familias y nuestros colegios y nuestras ciudades. Pero quizá no todo es malo. Nuestra distancia de lo mainstream puede ser la fuente de nuestras dolencias, pero también es fuente de nuestro humor, de nuestra resiliencia, de nuestra empatía y nuestro talento superior para vestirnos, para bailar y para el karaoke. Tenemos que reconocer eso al tiempo que seguimos luchando por que haya leyes y entornos mejores y al tiempo que vamos descubriendo cómo tratarnos mejor los unos a los otros.
Sigo pensando en algo que Paul, el desarrollador de software, me dijo: "Los gais siempre nos hemos dicho que cuando la epidemia del sida se acabara estaríamos bien. Luego, que cuando pudiéramos casarnos estaríamos bien. Ahora, que cuando el bullying se acabe estaremos bien. Seguimos esperando el momento en que lleguemos a sentir que no somos diferentes de los demás. Pero el hecho es que somos diferentes. Solo nos falta aceptarlo y trabajar con ello".