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La envidia, un pecado capital

* Por Arnaldo Pérez Wat. Un antídoto es la civilización, históricamente posterior a la envidia.

María Paulina Bonaparte, hermana de Napoleón Bonaparte, era tan bella que, pintada por Lefevre, quedó en el museo de Versalles. Una noche visitó a María Josefina (nada menos que la esposa del emperador) con un magnífico vestido de larga cola y con dos filas de diamantes en el pecho.

Ya de noche, la duquesa de Abrantés, que era su mejor amiga, le dijo al atender la puerta: "Ha llegado tan tarde que el emperador se ha ido". Paulina contestó: "Del emperador no me interesa un cuerno. Es a su mujer a la que quería ver". Y añadió sonriendo: "Para verla morir de rabia al contemplar que estoy mejor vestida que ella". Era mucho decir, pues se trataba de la emperatriz que impuso en la corte el vestido "imperio".

La envidia es difícil de delimitar, porque los estados afectivos son inversamente proporcionales a la distancia: mueren 15 personas en una cancha de fútbol de Egipto y la noticia no sale aquí en primera plana. Si el mismo accidente ocurriese en Santa Fe, ocuparía páginas. Así las cosas, esta baja pasión se atenúa con la lejanía y con la diferencia de clases, jerarquía y/o linaje.

Se comprende: el plebeyo no envidia tanto al rey como a su colega. Y en un colegio, si tres o cuatro compañeros son candidatos a abanderados, hay un terreno fértil para la envidia. Pero si con posterioridad, ya profesionales, uno de ellos está trabajando con éxito en la máquina de Dios y otro recibe el premio Cervantes de Literatura, ambos se felicitan con sinceridad, porque ya no hay motivos para celos ni envidia y porque los verdaderos amigos se conocen en las buenas.

Es raro ver a un envidioso alegre, porque no tiene paz y no descansa ni cuando duerme. Lucifer tampoco descansa, pero respecto de la envidia es como un hombre común. Es celoso de los poderes de Dios, pero tiene menos pecados capitales que los humanos. No tiene la pereza, porque se dedica de modo incesante a roer la obra de Dios. No tiene la ira, pues trabaja con frialdad. Ni la avaricia: no le preocupa la variación de la bolsa ni posee multinacionales. Y, respecto de la gula, como no está hecho de materia, no se ve en las colas de los supermercados un individuo con patas de cabra, con un tridente, cola y cuernos.

Tampoco parece que le es cara la lujuria, puesto que, según algunos comentaristas, aunque hubo también ángeles malos del otro sexo y la demoníaca Lit fue un ser femenino anterior a Eva, el demonio sería asexuado.

En fin, Carlitos Balá solía decir: "Andá a vacunarte contra la envidia". Pero todavía no se puede. Biológicamente es imposible porque, a pesar de que es tan vieja como el hombre, no se ha encontrado un gen responsable de esta pasión, ni se ha localizado en el cerebro una zona para la envidia. A lo mejor es una suerte, pues para erradicarla es preciso una vacuna o una píldora tan contundente y onerosa que los laboratorios serían los responsables de que los países más poderosos pasaran a tener seis pecados capitales y los subdesarrollados seguiríamos con siete.

Sin embargo, así como estamos, existe cierta igualdad, pues la envidia trabaja con el mismo denuedo en la democracia, en las dictaduras, en cámaras y ministerios, donde existen seres que actúan en silencio, mirando de reojo: invidere , en latín, significa mirar con malos ojos, con celos, con envidia.

En todo caso, un antídoto para este pecado es la civilización, históricamente posterior a la envidia, pues no es una pasión sino una cultura. Pero la civilización ya está durando demasiado. Aunque, cuando resulta progresista, actúa como una valla de contención para atenuar la persecución, la difamación, la violencia y el crimen.