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La división de los argentinos

* Por Luis Gregorich. Las pequeñas historias que siguen son auténticas, aunque se han modificado ligeramente algunos de sus contextos y perfiles. Después de frecuentarlas, el lector podrá compararlas con otras de su propia cosecha, igualmente reales.

La primera historia se inicia hace unos meses en un hogar de clase media (tirando a baja) del Gran Buenos Aires. Asistimos a un almuerzo de fin de semana en el que se reúne la familia, en torno de un plato de pastas. Están el padre, la madre y los tres hijos, uno de los cuales es casado y está acompañado por su esposa.

Se habla de política, y la discusión va subiendo de tono. Mientras la madre pide calma para terminar el almuerzo en paz, los dos polemistas más agudos, el padre y el hijo menor (estudiante universitario), no le hacen caso y redoblan sus argumentos. El padre afirma que es un peronista genuino, dice que el gobierno actual está lejos de serlo, que está lleno de montoneros jubilados, y que de la Presidenta se puede esperar poco.

El hijo, elevando la voz, acusa al padre de haberse alejado de los ideales de su juventud, y de que, como tantos otros, se ha convertido en un autómata controlado por los monopolios mediáticos. El padre le responde, gritando, que no va a permitir que le hable así. El hijo, sin decir nada más, se levanta y sale dando un portazo. Desde entonces, no ha vuelto los domingos.

La segunda historia, más bizarra, transcurre en un departamento de Palermo, un ámbito también de clase media (más bien alta), esta vez con dos protagonistas: la madre, una señora muy producida de cerca de 70 años, y el hijo, un médico cuarentón que aborrece la política, pero que sabe que cada visita a su madre lo obligará a internarse en su laberinto. Contra lo que pudiera suponer un fácil esquematismo, aquí la kirchnerista es la madre, y el hijo, el opositor.

La madre, con seguridad y convicción, le recuerda al hijo que ella asiste a cursos en la Biblioteca Nacional, que ha tenido oportunidad de conocer a integrantes del grupo Carta Abierta, que la entusiasman sus planteos, y que el hijo no debería criticar lo que no conoce. El hijo, mustio, resignado, balbucea una defensa de la democracia, y por fin, en un rapto de rebelión, proclama que no le interesa conocer a los de Carta Abierta, ni lo piensa hacer. "Vos sos igual que tu padre. No ves más allá de la punta de tu nariz", remata la madre, y da por concluido el debate. Madre e hijo se ven cada vez menos.

En la tercera y última historia, estoy incluido. Me veo sentado en un café de esos clásicos de la calle Corrientes. Frente a mí está un escritor y poeta, bastante conocido y difundido, que es mi amigo (muy amigo, no un poco) desde hace más de cuarenta años. Le tengo un afecto invariable y un respeto por su inteligencia que nada podrá cambiar. Y, sin embargo, está ahí, juzgándome, bajándome línea, preguntándome dónde dejé a mi Marx, a mi Sartre, a mi Fanon, mientras en la Argentina se dirime una disputa entre el campo popular y las fuerzas del privilegio, en la que, pese a todo, el kirchnerismo está del lado correcto. "Y lo peor de todo -dice, definitivo- es que escribís en LA NACION." Me gustaría decirle que escribo donde me aceptan como soy; que desde hace muchos años, soy un modesto reformista, un socialdemócrata que cree en la lenta e imperfecta evolución de la democracia; que no creo para nada en el progresismo del Gobierno; que después de muchos años, valoro a una persona -y más a los amigos- como persona, y no como estandarte político parlante, sea socialista, liberal, radical o peronista, y que envidio la consistencia taxativa de sus ideas. Me gustaría decirle eso, pero, en realidad, me limito a una frase más breve: "Me parece que estás equivocado". Nos quedamos un rato más y nos despedimos. No lo he vuelto a ver.

Historias que llevan consigo la marca de la división. En la familia. Entre amigos. En cualquier compartimiento de la vida social. ¿Acaso se trata de una novedad en la Argentina? ¿Hay elementos suficientes como para asustarse? Vivimos en el país de los eternos enfrentamientos, con la divisa del "o vos, o yo". Unitarios y federales. Radicales y conservadores. Peronistas y antiperonistas (con mutuo desprecio, "peronchos y gorilas"). Militares y civiles. Enemigos futbolísticos, que llegan al extremo de celebrar la derrota de su rival ante un equipo extranjero. Pasión oscura de la división, anterior al nacionalismo.

Por lo menos la violencia directa ha disminuido, porque éste ha sido también el país de Barranca Yaco, de los fusilamientos de la Patagonia, de Juan Ingalinella, de los bombardeos de Plaza de Mayo, de los explosivos guerrilleros, de los millares de desaparecidos.

Ocurre que, en forma expresa o tácita, todos creemos tener ahora derecho a algo más. El ahora empieza en 1983, el año en que tomamos el compromiso, entre todos, de recorrer el camino de transición hacia la democracia, sin recaídas autoritarias. Sabemos que no somos ni Finlandia ni Canadá. Sabemos que los regímenes democráticos son todavía minoría en el mundo, y que ocupan sólo un pequeño porcentaje de los miles de años de historia humana. Pero, desde 1983, como homenaje para todos los caídos en causas justas, estamos obligados a acercarnos a ese objetivo utópico.

Los buenos pronósticos respecto de octubre, y el alza de su imagen positiva, además del discurso de la conmemoración de Malvinas, parecerían sugerir que la Presidenta se dispone a iniciar una campaña de paz y unidad, acorde con su -hasta ahora- aceitado camino a la reelección. Lamentablemente, todo indica que hechos y prácticas seguirán oponiéndose a las palabras. La Presidenta, aparte de su reiterada actitud desdeñosa hacia quien piensa distinto, debe de ser una de las pocas mandatarias del planeta que jamás se ha dignado invitar a una reunión a los jefes de la oposición. ¿Será capaz de hacerlo? En España, donde hay durísimos cruces entre el presidente del Consejo de Ministros, José Luis Rodríguez Zapatero, y el jefe de la oposición, Mariano Rajoy, ambos se reúnen cuando hay asuntos de Estado que lo requieran. Es cierto que, en la Argentina, la oposición está desmembrada, pero el Gobierno parece complacerse en desocupar un lugar que mañana podrían reclamar los sindicatos y otras corporaciones. Claro que, con estas últimas, la amistad es mayor.

Otra empeñosa combatividad la ejerce la Presidenta, innecesaria y machaconamente, contra el mayor multimedio del país y, en menor medida, contra un par de editoras importantes de medios gráficos. Al mismo tiempo, en otro ensayo de división, intenta crear un imperio de medios propio, con ayuda financiera para amigos y millonarias inversiones publicitarias. La experiencia demuestra que ni en los momentos de mayor popularidad de los gobiernos tienen éxito los operativos contra los grandes medios, que están escudados en sus bien ganadas tradiciones, en su masa de lectores y en sus vínculos con una red de comunicación que traspasa las fronteras. Salvo, por supuesto, que se elija la improbable opción de entrar a hierro y fuego en las redacciones, o su versión menor, los amañados procesos de expropiación judiciales.

Se ha dicho que el pensamiento oficial, por lo menos de lo que podría ser el ala izquierda del Gobierno, se mueve dentro del espacio neo y posmarxista de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, con sus antagonismos y hegemonías viniendo a reemplazar, o a perfeccionar, la teoría de las clases sociales. Este sería el fundamento teórico que sostendría la inevitable división de la sociedad, más allá de la voluntad de quienes la integran. Parece adecuado para Carta Abierta, pero un poco demasiado sofisticado para el núcleo duro del equipo que acompaña a la Presidenta.

Siguiendo la conclusión de nuestras tres historias iniciales, ¿un esquema tajante de la división, que continúa planteando el "nosotros o ellos" en el que las viejas amistades ya no sirven, o la apuesta ideológica del "izquierda o derecha", hoy marchita, pero que todavía conserva una densidad pasional considerable? No hay matices ni escalas intermedias en esta ruta; sólo la certeza de sentirse en posesión de la verdad única, escindido, dividido de los otros por este privilegio. Y cierta violencia psicológica para someter al nuevo aliado.

No hay que engañarse. Se trata de la vieja concepción del poder del peronismo, ahora convertida en doctrina de fe kirchnerista, con módicos aderezos de ideología setentista y un superficial baño de progresismo. El Estado cuenta con muchos recursos para alistar militantes. Los premios son materiales e inmateriales: el contrato y la verdad revelada. Pero la Presidenta debería reflexionar acerca de su sistema de acumulación de poder. Hay motivos para temer lo que podría ocurrir durante su eventual segundo mandato.

Podría ocurrir que la situación económica, agobiada por el gasto público, se desmadrase; podría ocurrir, también, que la inestable alianza que hoy rodea al Gobierno explotara; podrían sobrevenir graves conflictos sociales. Entonces, quizá, la Presidenta se avendría -aunque bien podría hacerlo ya- a condenar la división, a emitir auténticas, comprobables señales de unidad a quienes piensan distinto, para que el diálogo entre padres e hijos, y el reencuentro de los viejos amigos, más allá de sus lícitas diferencias, tengan un buen modelo para imitar. Y que estén, por lo menos, acompañados de gestos de sincera cortesía.