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La desunión europea

Aunque los líderes europeos dicen entender que les es necesario cerrar filas para enfrentar la crisis económica y por lo tanto social y política que plantea una amenaza muy grave al futuro del continente, para algunos ha resultado irresistible la tentación de atacar a sus socios.

En los días últimos, el presidente francés Nicolas Sarkozy ha dirigido sus dardos verbales hacia el primer ministro británico David Cameron, cuyo país no forma parte de la Eurozona pero que se ve afectado por sus vicisitudes, y el italiano Silvio Berlusconi, además de mofarse del fin repentino del "milagro" español y del "Eldorado" irlandés. La ira de Sarkozy puede entenderse: en las semanas últimas se ha hecho penosamente evidente que Francia no tiene más alternativa que la de resignarse a la supremacía de Alemania en el seno del bloque que durante medio siglo había logrado dominar. Pero no sólo es cuestión del rencor que siente Sarkozy.

Funcionarios de todos los países europeos ya apenas procuran disimular el fastidio que sienten por lo que toman por la terquedad de otros gobiernos, tanto los que demoran la puesta en marcha de las medidas de austeridad que creen necesarias como los que son reacios a contribuir más dinero a los fondos comunes. El país más criticado es, desde luego, Grecia, que se las arregló para acumular deudas gigantescas que nunca podrá saldar y que ya está efectivamente en default, pero Alemania también es blanco de la invectiva de quienes la acusan de querer obligar a los demás miembros de la Unión Europea a someterse a su tutela.

Por tratarse del país más poderoso y, por ahora, más solvente de la Eurozona, Alemania tendría que aportar más que cualquier otro al fondo de rescate que los dirigentes europeos están procurando formar, pero por razones comprensibles a los alemanes no les gusta para nada la idea de que les corresponda subsidiar indefinidamente a quienes a su juicio son haraganes corruptos habituados a vivir del dinero ajeno.

Como advirtieron muchos economistas antes de la creación del euro, para que una unión monetaria funcionara bien sería necesaria una unión fiscal, lo que supondría que las economías de todos los países integrantes se vieran manejadas por una especie de superministro europeo. En la actualidad, ningún país podría permitirlo por motivos que van más allá de la pérdida de soberanía que resultaría; para los del sur mediterráneo, una unión fiscal significaría muchos años de austeridad asfixiante, mientras que para Alemania, Holanda y otros, entrañaría la sangría intolerable de dinero aportado por los contribuyentes impositivos que les supondría la transferencia de fondos "solidarios" a las partes menos competitivas de la UE.

Hasta ahora, nadie ha podido concebir una manera de compatibilizar los intereses divergentes de los países más productivos con los rezagados, pero es tanto el temor a lo que podría suceder si la Eurozona se rompiera en varias partes que los dirigentes de los países miembros siguen procurando negociar una solución, prolongando así una crisis que ya parece interminable.
De más está decir que hay mucho más en juego que el resultado de un experimento monetario ambicioso.

Son cada vez más los europeos que sienten que el embrollo que se ha creado marca un punto de inflexión, que de ahora en adelante Europa tendrá que conformarse con un lugar marginal en un mundo dominado por Estados Unidos y China. Mientras que en el sur del continente la ilusión de seguridad que fue brindada por la pertenencia a la Eurozona ya se ha disipado y está intensificándose la sensación de que es virtualmente inevitable una etapa signada por convulsiones sociales, en el norte se difunde la convicción de que su propio futuro corre peligro debido al letargo que en opinión de muchos caracteriza no sólo a Grecia sino también a España e Italia.

Tales sentimientos han hecho resurgir viejos prejuicios que se suponían superados para siempre. Puede que exageren dirigentes como la canciller alemana Angela Merkel cuando hablan del peligro de guerras si la Eurozona termina dividiéndose, pero nadie duda de que el eventual fracaso del intento de impulsar la integración europea mediante la adopción de una moneda común tendría consecuencias desafortunadas no sólo para los países que la emplean sino también para el resto de la economía mundial.