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La democracia, la oposición y las corporaciones

Por Roberto Caballero* El gobierno de Cristina Kirchner tendrá falencias y limitaciones, pero no escapa al análisis del politólogo menos despierto que si algo hizo bien es elegir a sus adversarios.

La Mesa de Enlace (que pese a la híper-renta de la que goza el sector se maneja con bolsones de negreo y trabajo esclavo que horrorizan aun a los antikirchneristas), la Iglesia de Bergoglio (que pretende imponerle al conjunto social su mirada sobre las relaciones amorosas, que atrasa 50 años), Techint (empresa trasnacionalizada que mudó sus sedes a paraísos fiscales), Clarín (un grupo que perjudica el derecho a la información de la sociedad por su formato oligopólico y sus intereses comerciales) y los viejos represores del Partido Militar (que no se resignan a ser juzgados por las atrocidades del pasado), por citar sólo algunos –la lista es mucho más extensa– de los sectores del poder real a los que el gobierno enfrentó en los últimos años.

La –a veces– excesivamente plural propuesta ideológica del kirchnerismo, que reúne en su seno a grupos que cultural, social y hasta metodológicamente poco tienen que ver entre sí, encontró en el llamado a la batalla contra todo este viejo orden en estado de descomposición, la razón para mantenerse cohesionado detrás de los liderazgos de Néstor Kirchner –primero– y de Cristina –ahora–, resignando diferencias para sostener un rumbo que les permite soñar. Porque son esas mismas corporaciones, ahora enemigas del oficialismo, las que lo impidieron durante décadas.

Cuando la presidenta, en su discurso de ayer ante el Parlamento, dijo que estas corporaciones ya no manejan la política ni la Casa de Gobierno, la oposición no aplaudió. Fue un signo de mezquindad, claro, pero sobre todo de incomprensión de la encrucijada histórica que atraviesa toda la sociedad. Este desplante no va a ser leído por sus votantes como un gesto de independencia, no se equivoquen: los brazos caídos sólo reflejan subordinación. 

El futuro, por supuesto, genera incertidumbre.

Lo que ya no genera dudas entre los argentinos es que vivir de rodillas trae cualquier cosa menos la felicidad que prometen los que una y otra vez agacharon la cabeza frente a estas corporaciones.

Lo aprendimos con dolor. Pero ahora ya lo sabemos.