La democracia en serio
Por la degradación de las instituciones, el 60% de los alumnos de escuelas públicas no cree en los valores democráticos.
HA causado no poco desconcierto, y hasta alguna preocupación oficial, el resultado de una encuesta realizada entre alumnos de escuelas públicas que ha demostrado que para el 60 por ciento de nuestros chicos la democracia no es necesariamente la mejor forma de gobierno para la Argentina y el mundo.
Vaya sorpresa. ¿Qué otro resultado esperaban encontrarse? El trabajo se realizó con alumnos de primero y segundo año de los institutos secundarios de la ciudad de Buenos Aires y del Gran Buenos Aires. Sus edades oscilan entre los 12 y los 15 años. En su mayoría están en condiciones de comprender los fenómenos más visibles de la sociedad. Miran con ojos propios y forman también opinión por reflejo de lo que oyen de los mayores. Se informan de modo creciente por las vías de la red global y pasan horas ante las imágenes de la televisión.
¿Qué es la democracia para estos adolescentes? ¿Acaso el gobierno "del pueblo, por el pueblo y para el pueblo"?, según la definición con la cual el presidente Abraham Lincoln cerró el famoso discurso de Gettysburg, de sólo siete frases? ¿De qué manera se les ha explicado el artículo primero de la Constitución Nacional, que establece: "La Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana federal"?
El 40 por ciento de los 500 adolescentes consultados ha dicho que cree que la democracia es la mejor forma de gobierno. El 30 por ciento contestó que lo cree también, pero a veces sí, otras no. El 25 por ciento dijo que no sabe y el 5 por ciento afirmó que la democracia no es lo mejor con que podamos contar para un buen gobierno.
Se podría afirmar que las respuestas no han sido tan decepcionantes como la realidad misma: el Poder Ejecutivo desacata abiertamente las sentencias judiciales que le disgustan, gobierna en materias importantes y hasta triviales, y en número exorbitante, con decretos cuya "necesidad y urgencia" es inexistente; presiona a los jueces para que dicten sentencias en su favor, y utiliza los medios de difusión del Estado para ridiculizar a los partidos de la oposición y a la prensa que se sustrae a su imperio. El Congreso de la Nación no hace demasiado esfuerzo en recuperar las facultades que le competen y en ejercer la fiscalización debida de los actos públicos.
Se podría ir mucho más allá con esos enunciados, pero sería innecesario. La realidad salta a la vista: esos chicos saben que el margen de acción de la delincuencia suele estar más favorecido que el de las fuerzas de seguridad, que la bandera nacional puede convertirse en cualquier momento en un trapo de facción, que sus padres y ellos mismos pueden ser asaltados y asesinados y convertirse en una cifra más de la criminalidad que acecha con excesiva impunidad y que el derecho de tránsito por las vías públicas -para dirigirse al trabajo, la escuela o lugares de esparcimiento- será interrumpido por quienquiera que suponga que la eficacia de sus reclamos está por encima de la ley y del interés de los demás.
El ministro de Educación ha prometido que habrá medidas para fortalecer los conceptos de democracia y partidos políticos en los colegios y que a esos fines se distribuirá material didáctico. Así dicho suena muy bien, pero no vaya a ser que por allí se cuelen incongruencias tan manifiestas como la de una tendencia todavía subterránea, que amenaza con aflorar, y que pretende despojarnos de la "democracia representativa" en nombre de una "democracia participativa" sobre la que hay mil razones para desconfiar.
Si el ministro quiere hacer las cosas bien debería comenzar diciendo que la democracia consiste en la aceptación de la voluntad popular -en suma, la aplicación de la regla de la mayoría-, pero que no hay democracia sin república. Esto es, respeto por las minorías, división de poderes, libertad de expresión y de prensa, limpieza de procedimientos administrativos y conducta ejemplar de los funcionarios públicos, seguridad jurídica, orden público e igualdad de oportunidades. Además, vigencia del federalismo, degradado por haberse convertido a los gobernantes provinciales en súbditos del gobierno federal a raíz del apoderamiento de los recursos fiscales sin los cuales las provincias no pueden subsistir. Un verdadero unitarismo fiscal.
Habría mucho más por decir, por cierto, por ejemplo: hemos perdido la jerarquía educativa de que disfrutamos por larguísimo tiempo los argentinos. Lo primero es recuperarla.
Sin educación no habrá desarrollo y se mantendrá excluido del bienestar elemental el enorme sector social que vive en la pobreza y la indigencia y sólo es sacado de su ámbito, como de un pozo siniestro, para exhibirlo como comparsa en manifestaciones políticas o sindicales por cuya participación recibe el trozo de pan que carecerá siempre de la dignidad de lo que se obtiene por la cultura laboral diaria. Luego lo devuelven al mismo pozo de todos los días.
Si está de verdad dispuesto a cumplirla, el ministro de Educación tiene una gran tarea por delante.