La cultura del menor esfuerzo
El subsidio injustificado es una trampa para la salud de cualquier democracia y, una vez instalado, es casi imposible suprimirlo.
UNO de los pesados legados que la Argentina consolidó con el "modelo K" es la cultura del no esfuerzo. Aquellos principios que hicieron grande a nuestro país, basados en el esfuerzo y el trabajo, están cediendo en la mente de una generación que entiende que tiene derecho a recibir un subsidio que sustituya un salario y que, además, reclama como una obligación del Estado proveerle una vivienda digna y otros servicios sociales.
No se pone en tela de juicio en modo alguno la legitimidad de los subsidios para resolver carencias de personas que no pueden procurarse ingresos suficientes por edad, discapacidad o circunstancias múltiples que conspiren contra el principio de la igualdad de oportunidades. Tampoco sería justo negarse a la posibilidad de instrumentar subsidios transitorios por desempleo ni a que se canalicen fondos públicos para afrontar situaciones de emergencia. Esas son políticas habituales en el mundo y se fundan en criterios de solidaridad social básicos, respaldados aquí por la Constitución nacional.
De lo que estamos hablando es de la proliferación de los llamados planes sociales, distribuidos en gran medida con desenfrenados criterios clientelísticos y prebendarios que socavan las posibilidades de prosperidad futura. La situación en la Argentina ha llegado a un punto tal que la cantidad de personas que optan voluntariamente por no trabajar ha crecido de manera alarmante. Este hecho, que hubiese sido una aberración en tiempos de nuestros abuelos, hoy se presenta como una realidad cultural preocupante y patológicamente instalada.
El ex presidente chileno Eduardo Frei, citado en las filtraciones últimas de WikiLeaks sobre nuestro país, dice: "La Argentina destruye por el día lo que la naturaleza crea por la noche". Notable concisión de palabras para describir una aventura como la que envuelve, entre otros capítulos de enajenación política, la de fomentar la idea de que es lo mismo trabajar que no hacerlo.
Así no se hizo este país, ni así alcanzó la jerarquía de que disfrutó por largo tiempo en el concierto de naciones.
Hay familias que reciben dos planes: uno, la mujer, y otro, el hombre, más la asignación universal por hijo, sumados a la escuela gratuita y al hospital público, también a cargo del resto de la comunidad. Todo ello les garantiza una economía de subsistencia que les permite no buscar o incluso rechazar ofertas de trabajo. Puede decirse que ya existen argentinos que no han visto trabajar a sus padres, con la tremenda carga cultural negativa que esa constatación introduce en las conciencias. Es que ya no hay deshonra en no trabajar, algo que en otros tiempos hubiese sido una vergüenza (recordemos la letra del tango "Haragán").
Esta falsa sensibilidad social que fundamenta la ayuda y el subsidio a cambio de nada o tal vez sólo de adhesión política, constituye una inmoralidad intrínseca que convierte grandes segmentos de la sociedad en una comunidad pasiva, impotente para crear movilidad social a través del esfuerzo, uno de los mayores tesoros de los primeros ochenta años de la organización nacional que permitió brillar a nuestro país. Bien podría el Estado, mediante el impulso de la obra pública, aprovechar la fuerza laboral de aquellos a quienes subsidia, con la ventaja de contribuir a la dignidad del subsidiado y, por ende, a la sana ecuación ética de que no hay paga sin contraprestación, al tiempo que permitiría reducir el déficit fiscal.
Se sabe que quienes manejan políticamente los planes con criterio clientelístico exigen que los subsidiados concurran a determinados actos políticos del partido gobernante, so pena de perder las prerrogativas de ser beneficiarios de un plan. Nos encontramos, por lo tanto, ante una perversidad política de proporciones inusitadas. Para colmo de males, el sistema implementado fomenta la "changa", el trabajo informal, "en negro", pues quien tiene un plan no desea incorporarse al circuito formal; de hacerlo, lo perdería. En consecuencia, continúa "en negro", pero además del trabajo, conserva el plan y, por lo tanto, cobra por partida doble, a costa de todos. Porque todo lo que alguien recibe sin haber trabajado para ello, será aquello que quien habiendo trabajado no recibirá nunca. El Gobierno sólo puede entregar aquello que le ha quitado a otras personas.
Pocas veces habrá en economía tantas lecciones como la clara demostración de ineficiencias que crean los regímenes de subsidios. Y, como se ha dicho siempre, cuando hay razones genuinas para subsidiar, los montos, propósitos y destinatarios deben ser explicitados de forma clara e incorporados al presupuesto, con aprobación legislativa y rendiciones de cuentas a fin de que los conozca la sociedad.
El subsidio es una trampa para la salud de cualquier democracia, porque una vez instalado es prácticamente imposible suprimirlo. Si la mitad de la sociedad llegara a la conclusión de que no necesita trabajar pues la otra mitad se hará cargo de ella y, si esta otra mitad concluyera que no vale la pena trabajar pues alguien le quitará lo producido, ese día habrá llegado el fin de la nación. La pérdida del valor del trabajo, aquello de "ganar el pan con el sudor de tu frente" es por lo tanto una herida grave en el ser argentino que no debiera convertirse en crónica.