La clase política
Hace pocos días "Río Negro on-line" nos concedía un extracto del pensamiento de Javier Marías en una nota intitulada "¿Por qué quieren ser políticos?", en la cual el escritor español –hijo del eminente filósofo Julián Marías– nos describía una taxonomía no exenta de crueldad acerca de la clase de hombres que aspiran a ejercer los cargos públicos.
Para Marías, la tipología de los aspirantes a políticos es la siguiente: "a) sujetos mediocres que nunca podrían hacer carrera si no fuera en un medio tan poco exigente como la política; b) sujetos que ven un modo de enriquecerse; c) sujetos que sólo ansían tener poder, es decir mandar y que la gente les pida favores, tener potestad para denegar o dar y salir en televisión; en suma, ser "alguien"; d) fanáticos de sus ideas o metas que sólo aspiran a imponerlas; y e) individuos con verdadera vocación política, con espíritu de servicio, buena fe y ganas de ser útiles al conjunto de la población y de mejorarle las condiciones de vida, de libertad y de justicia."
No se requiere sagacidad para anticiparse a la conclusión del escritor: los únicos candidatos a la política que cuentan con su consentimiento son esas rara avis que compondrían la última categoría, es decir la de los hombres abnegados y con espíritu de servicio, únicos poseedores de la verdadera vocación política. Pero antes de continuar con este veredicto de Marías, quiero señalar que la tercera de sus clases, la c), es en realidad un surtido de tres aspiraciones diferentes: una cosa es desear el poder, otra es querer ser famoso y una tercera es buscar el prestigio o querer "ser alguien". Una vedette que ha pasado la noche con un cantante internacional adquiere casi inmediatamente fama en nuestro país –y sale en televisión–, pero nadie diría que tiene poder ni prestigio. Un investigador del Conicet, por más que sea casi desconocido fuera de su círculo especializado, goza de prestigio, y nadie diría que tiene fama ni poder. Y finalmente, un oscuro funcionario en un puesto clave puede ejercer mucho poder sin tener, tampoco, ni prestigio ni fama. Por otra parte, ninguna de estas aspiraciones es reprochable por sí misma y, como se reconocen loables en otras profesiones, al menos deberían ser toleradas en la clase política. Es tan natural que un artista popular desee fama, o que un autor de novelas desee prestigio, como lo es que un político desee poder. Estas cosas pueden ser neutrales en sí mismas. Un hombre famoso, como un ídolo deportivo, puede utilizar su fama para dar buenos mensajes, un escritor puede apoyar grandes luchas con su prestigio y un político puede hacer buenas obras con su poder. El poder, citando rápidamente a Weber, es la capacidad de hacer cumplir la propia voluntad y por lo tanto la absoluta falta de poder no puede constituir una virtud en sí misma.
En cuanto a los mencionados por Marías como fanáticos de sus propias ideas que sólo aspiran a imponerlas, es decir la clase d), creo que si se trata de un vicio, lo poseyeron todos los luchadores de la historia. Aún el que lucha por la paz mundial tiene una idea y aspira a imponerla. Esto debería ser lo más natural del mundo dentro de la clase política y el vicio tendría que ser, en cambio, el querer llegar a la política sin convicciones, adoptando el programa más conveniente o el que averigüen los consultores de marketing que mide más en la elección de turno.
Sólo restan, además de la clase de los abnegados, la de los mediocres y la de los que quieren enriquecerse ilícitamente. Éstas son en mi opinión las dos categorías a combatir y ambas están más hermanadas de lo que uno puede suponer. La mediocridad se debe a varios factores, siendo dos de ellos la escasa inclusión de jóvenes capacitados dentro de los puestos de responsabilidad y, paralelamente, la ausencia de concursos de oposición y antecedentes para la obtención de los puestos técnicos.
Por su parte el enriquecimiento ilícito y la desviación de recursos deben ser contrarrestados por el ejercicio del contralor serio de los partidos opositores, por indagación en las fuentes de información pública como los listados de contrataciones de las páginas oficiales, por la solicitud de vista de los expedientes respectivos a dichas contrataciones, por la exigencia de publicación en internet de las declaraciones patrimoniales de los funcionarios y de sus familiares cercanos, por la aplicación efectiva de las normas de ética pública.
Y no debemos obviar lo siguiente: las remuneraciones de los cargos más altos de la administración suelen ser irrisorias respecto de las sumas que se administran, lo que favorece la corrupción y la hipocresía generalizada. Yo creo incontestable que un ministro tendría que ganar más que el gerente de una pyme, pero a la vez controlándose la evolución de su patrimonio de forma más transparente. Estas reflexiones descansan en considerar francamente las inclinaciones naturales de todos los hombres y en compatibilizar, a la manera de Bertrand Russell, los fines propios con los ajenos.
Por eso anotamos a un costado del pensamiento de Javier Marías: no podemos esperar a que bajen los santos a gobernarnos. La política se hace con lo que hay en la tierra. Mucho creyó en una clase de hombres ideales el temprano Platón y tiempo después de haber sido encarcelado por un rey, vendido como esclavo y rescatado por un amigo, renegó de su República y escribió en su madurez el diálogo "Las Leyes", en donde confiesa que no hay clase de hombres que puedan gobernar por el mero ejercicio de su propia virtud. Los políticos, en definitiva, pueden hacer mucho bien y mucho mal, son como hombres magnificados, pero hombres al fin. Cómo vigilarlos para que sean mejores, o al menos para que no hagan mucho daño, es una tarea más resignada y madura que esperar a que lleguen los abnegados.