La ciencia alegre
Para el ensayista escocés decimonónico Thomas Carlyle y a partir de él para muchos otros, la economía siempre ha sido una "ciencia triste" porque sus cultores se creen constreñidos a resignarse a la escasez y por lo tanto a la existencia de límites.
Todo sería mucho mejor si fuera posible saltar por encima de las barreras así supuestas, pero parecería que no lo es. ¿Es culpa de los economistas? ¿Silenciarlos serviría para derribar los obstáculos materiales que nos impiden alcanzar la abundancia ecuménica?
La idea es tan tentadora que la han adoptado aquellos clérigos, políticos e intelectuales que critican a los economistas calificados de "ortodoxos" por la obsesión malsana por los números que los caracteriza, enfermedad que atribuyen a su falta de calor humano. ¿Por qué no se preocupan más por los problemas de la gente y menos por aquellos guarismos gélidos, inhumanos, despreciables que tanto los fascinan? En opinión de muchos, es porque son personas mezquinas de mentalidad reaccionaria que quieren bloquear el camino de la prosperidad.
Piensa así la presidenta Cristina Fernández de Kirchner toda vez que se topa con los representantes del Fondo Monetario Internacional, aquella cofradía de tecnócratas dispépticos que, a pesar de todos los desastres que han protagonizado, siguen repitiendo la misma monserga a la que nos tienen acostumbrados. Lo que quiere Cristina es que la economía sea una ciencia alegre. Por desgracia, hasta ahora todos sus intentos de liderar una revolución intelectual planetaria en tal sentido se han visto frustrados por los guardianes de la ortodoxia imperante.
Como la presidenta nos recordó el lunes pasado al anunciar la inauguración de más obras públicas en Mendoza, los técnicos del organismo maldito se destacan por su "necedad y terquedad", ya que no saben pensar en nada mejor que pedirles a los norteamericanos y europeos ajustes "en un mundo que se derrumba", error que su gobierno no se ha propuesto cometer.
Parecería que, desde el punto de vista de Cristina, nunca es necesario ajustar nada. ¿Y si la plata se agota? En tal caso, habría que ordenarle al banco central local imprimir más, mucho más. ¿Y las deudas ya astronómicas que desvelan a los gobiernos de los países ricos y que tanto asustan a quienes prevén que un día tendrán que pagarlas? Deberían actuar como la Argentina y repudiarlas puesto que son ilegítimas, pero por motivos misteriosos los ministros de Economía de otras latitudes no lo entienden.
Tarde o temprano sabremos si se justifica el desdén que siente la presidenta no sólo por el FMI de la francesa Catherine Lagarde, en su opinión el responsable principal de la debacle que experimentamos antes de la llegada de poder de su marido, sino también por los perversos dogmas económicos a los que se aferran los dirigentes del resto del mundo. A diferencia de otros mandatarios, casi todos rodeados por infiltrados neoliberales que a cada momento les dicen que les sería peligroso dejarse llevar por sus buenos sentimientos e intentar saltar por encima de los límites que según los especialistas deberían respetarse, Cristina no tiene que tomar en cuenta las opiniones ajenas.
La presidenta no cuenta con asesores genuinos. Los funcionarios del gobierno que encabeza están más interesados en llamar la atención a su lealtad con la esperanza de verse premiados con una sonrisa presuntamente cómplice, que en arriesgarse oponiéndose a iniciativas que han recibido la bendición presidencial. Por lo demás, a ninguno le convendría ser acusado por un rival interno de comulgar en secreto con alguna que otra variante de la herejía neoliberal. Con el respaldo de por lo menos la mitad del electorado, frente a un Congreso sumiso y una oposición atomizada, Cristina puede manejar la economía a su antojo, mofándose de las advertencias de quienes se afirman preocupados por la inflación desbocada, el sobrecalentamiento y la posibilidad ya no meramente hipotética de que el mundo caiga en una depresión prolongada que, juran los agoreros de siempre, nos privaría de aquel "viento de cola" que según ella no ha contribuido nada al milagro argentino.
Habituada como está Cristina a dominar los debates entre miembros de su equipo en torno a temas ideológicos, es natural que se siente molesta por la estulticia de extranjeros que se niegan a tomar en serio sus sesudas recomendaciones. Como dijo en Mendoza, "Mil y una vez lo explicamos en los foros internacionales" que no sirve para nada pretender que "a través de un ajuste va a venir el crecimiento". A su juicio, a esta altura hablar de ajustes es un contrasentido pero, a pesar de su denodada labor pedagógica, parecería que con las eventuales excepciones de los presidentes de Venezuela, Hugo Chávez y de Zimbabwe, Robert Mugabe, nadie quiere aprender la lección.
Por el contrario, víctimas obstinadas de la ortodoxia pregonada por el FMI, Barack Obama, Angela Merkel, Nicolas Sarkozy y aquel "idiota", como lo calificó hace algunos meses Cristina, David Cameron, además de los infelices mandamases de países como Grecia, España, Portugal, Italia e Irlanda, se resisten a escucharla. Parecería que a tales políticos, gente supersticiosa, les asustan las deudas y temen a la inflación, una enfermedad poco preocupante que, como saben los kirchneristas, puede curarse toda vez que se declara aplicando remedios que fueron inventados por pensadores locales tan ilustres como Guillermo Moreno.
Es de prever, pues, que el gobierno seguirá apostando al consumo interno como motor del crecimiento. Si, para asombro de los ortodoxos necios y tercos, en primer lugar de la Lagarde y sus laderos en el FMI, la economía argentina continúa expandiéndose año tras año sin sufrir los problemas que afectan a países gobernados por dirigentes más pusilánimes, Cristina se verá reivindicada y a los demás mandatarios, comenzando con Obama y los europeos, incluyendo al griego, no tendrán más alternativa que la de quemar los libros de texto que tanto han hecho por pudrir sus sesos e intentar emularla. Sería su forma de reconocer que los teóricos del peronismo progre de los años setenta son los únicos que tienen soluciones para los problemas actuales de la economía mundial. En cambio, si resulta que Cristina se equivocara, que realmente sea verdad que, como insisten los pesimistas, "no hay almuerzo gratis", nos tocará nuevamente sufrir el destino nada agradable de cobayos que fueran usados en un experimento económico de desenlace desafortunado.