La Cámpora contra la vieja guardia
*Por James Neilson. La política nacional está dominada desde hace muchos años por la convicción íntima de que peronismo es sinónimo de gobernabilidad.
No es que los peronistas siempre hayan gobernado bien; todos conocen sus deficiencias en dicha materia. Es que son considerados plenamente capaces de frustrar los esfuerzos ajenos por hacerlo, debilitándolos con un paro general tras otro y amenazándolos con alusiones al peligro de un "estallido social" protagonizado, cuando no, por saqueadores procedentes de los barrios paupérrimos del Gran Buenos Aires, como sucedió a los gobiernos de Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa.
Por mucho que los dirigentes peronistas juren que nunca se les ocurriría actuar como mafiosos que "protegen" a quienes les temen con tal que les paguen lo convenido, la convicción difundida de que sería mejor no tenerlos en la oposición los ha ayudado a sobrevivir a una serie de fracasos espectaculares que hubieran hundido sin dejar rastros a un movimiento más apacible.
De acuerdo común, los pesados del peronismo, los encargados de atemorizar a los demás, son los sindicalistas de la CGT y los "barones" del conurbano.
Con razón o sin ella, se supone que sólo un gobierno peronista estará en condiciones de mantenerlos tranquilos. Conscientes del poder de esta verdad política clave, los candidatos del radicalismo y de la Coalición Cívica insisten en que si resultan elegidos podrían asegurar la gobernabilidad, que no se dejarían intimidar por matones como el camionero Hugo Moyano o por cualquier intendente. Hasta ahora, sus palabras en tal sentido han caído en el vacío, pero Cristina acaba de darles una oportunidad para usar la reputación truculenta de la CGT y los jefes territoriales bonaerenses en contra de un gobierno que, a pesar de todo, sigue siendo peronista.
Al llenar las listas electorales del oficialismo de jóvenes de La Cámpora, postergando sin miramientos a sindicalistas, piqueteros y militantes aguerridos que se creían merecedores de lugares de privilegio por los servicios valiosos que le han brindado, Cristina puso en marcha algo que se asemeja mucho a una purga. Parecería que está decidida a limpiar al PJ de los que a su juicio son apenas presentables, reemplazándolos por quienes presuntamente comulgan con sus propias preferencias. Dice que lo que quiere es impulsar un recambio generacional.
El pretexto es legítimo, pero para los memoriosos se trata de un remake de la película que vieron en los ya lejanos años setenta del siglo pasado, cuando contingentes de "jóvenes maravillosos" cautivados por una ideología ecléctica con ingredientes izquierdistas, nacionalistas, tercermundistas y católicos posconciliares, se proponían echar a los viejos "burócratas" que para su disgusto estaban enquistados en los aparatos peronistas, una aspiración que dio pie a una lucha sanguinaria y, poco después, al aún más sanguinario "proceso" militar. Por fortuna, no hay motivos para prever que la ofensiva de la presidenta contra los sindicalistas, intendentes bonaerenses y piqueteros tenga consecuencias tan luctuosas, pero sorprendería que los desechados se resignaran mansamente al destino triste que los muchachos de La Cámpora les han reservado.
Por lo pronto, parecería que las víctimas de la purga se limitarán a quejarse con el propósito de mantener un perfil bajo hasta que se haya terminado la campaña electoral, para entonces intentar recuperar el terreno perdido. Será ésta la táctica del gobernador bonaerense Daniel Scioli que, "disfrazada de alfombra" al decir de Eduardo Duhalde, decidió hace tiempo permitirse humillar una y otra vez por Cristina por suponer que rebelarse le sería contraproducente, ya que, como tantos mandatarios provinciales, depende de la caja. Así y todo, la bronca que sienten muchos peronistas que se creen dignos de ser tratados con respeto por los moradores de la Casa Rosada podrá manifestarse de mil maneras antes del 23 de octubre, lo que contribuiría a difundir la sensación de que la presidenta ha roto con las partes más belicosas del movimiento que formalmente encabeza y que por lo tanto corre peligro la gobernabilidad. De ser así, Cristina se habría privado de la ventaja importante, tal vez decisiva, que le supone la idea nada caprichosa de que un presidente de otro signo partidario no tardaría en caer pisoteado por los resueltos a obligarlo a abandonar "la casa de Perón", razón por la que sería mejor prolongar el statu quo por algunos años más.
Además de enojar a compañeros que son célebres por su voluntad de defender con uñas y dientes lo que creen son sus derechos adquiridos, Cristina ha echado dudas sobre su propio papel en el drama nacional. ¿Es tan poderosa como tantos quieren creer? ¿O es que en realidad otro lleva la voz cantante? Impresionados por la alta intención de voto que las encuestas atribuyen a Cristina y por lo tanto reacios a desafiarla, muchos desplazados se han puesto a culpar al secretario técnico y legal, Carlos Zannini, por sus desgracias. Lo ven como el 'consigliere' de la presidenta, un monje negro que la controla manejando todo, alejándola de los leales abnegados que la quieren de verdad y favoreciendo a un conjunto de mocosos intrigantes reclutados por Máximo Kirchner.
Puede que quienes piensan de este modo exageren la influencia de Zannini y subestiman la voluntad de Cristina, pero la noción de que, como Isabelita en su momento, la presidenta sea un títere manipulado por un personaje un tanto siniestro no la beneficiará en absoluto. Después de todo, el salto asombroso que pegó su popularidad luego de la muerte de su marido se debió no sólo a la ola de simpatía por una mujer recién enviudada que enseguida se propagó por el país, sino también a la ilusión de que por fin podría iniciar su propia gestión sin sentirse obligada a seguir subordinada al "hombre fuerte" del gobierno.
Acusar a Zannini de ser el responsable de desairar a los peronistas tradicionales es una forma de exculpar a Cristina, pero entraña la sospecha de que ha cedido el poder a otro. Se trata de una sospecha que no le conviene, pero a esta altura no hay mucho que pueda hacer para eliminarla: si procura distanciarse del blanco de las acusaciones rencorosas de los despechados, muchos peronistas lo tomarían por un síntoma de debilidad; si lo mantiene a su lado, se consolidaría la impresión de que la presidenta le ha entregado una parte excesiva del poder.