La burbuja presidencial
La presidente Cristina Fernández de Kirchner ha sido blanco de muchas críticas, pero de ninguna tan filosa e hiriente como la que acaba de dispararle Alberto Fernández, el ex jefe de Gabinete y compañero privilegiado de lo que ella misma calificaba de una "loca aventura", a través de una "carta abierta" que se publicó anteayer en el matutino porteño "La Nación".
A Fernández no le gustó para nada que Cristina lo tratara como el "vocero" del Grupo Clarín en el gobierno, o sea, como un traidor vil al servicio de la empresa que, de tomarse en serio la retórica kirchnerista, es responsable de casi todos los males de la República. Para defenderse, el ex ministro, que se enorgullece de haber apoyado a Néstor Kirchner "cuando en el país un escueto 2% de argentinos sabía de él", no vaciló en acusar a la presidenta de ser una persona habituada a "fabular batallas para parecer heroica", una inventora de "quimeras" que estigmatiza "a ciudadanos con falsedades" y que, para más señas, ha creado una especie de "Ministerio de la verdad" orwelliana que se dedica a reemplazar la historia auténtica con una versión "novelada" que supone más acorde con "sus actuales conveniencias".
Fernández, pues, ha llegado a la conclusión de que Cristina es capaz de decir virtualmente cualquier cosa sin preocuparse en absoluto por los hechos. O sea, que es una mentirosa patológica. Puede que exagere, pero en vista del compromiso de la presidenta con la teoría del "relato", según la cual lo que más importa en política es la forma en que la mayoría interpreta la siempre confusa realidad, no será por mucho. Desde la llegada de los Kirchner a la Casa Rosada en mayo del 2003, el gobierno ha entendido que su eventual éxito –en términos electorales, se entiende– dependería menos de sus logros concretos que del poder de atracción del "relato" oficialista que, gracias en parte al aporte de Cristina, sería una epopeya en que las fuerzas del bien combatirían con el mal.
Se trataba de la reanudación de la lucha "nacional y popular" contra "la sinarquía", una alianza diabólica encabezada, un tanto inverosímilmente, por Héctor Magnetto, en la que militarían, entre otros, el FMI, una multitud de economistas ortodoxos nativos, estancieros golpistas, neocolonialistas españoles y, claro está, los militares. Resumido así, el relato reivindicado por Cristina y, con pasión es de esperar ingenua, por los jóvenes de La Cámpora, parece un tanto ridículo, pero no cabe duda de que la maniobra psicológica emprendida por los kirchneristas ha funcionado muy bien.
Fernández da por sentado que Cristina puede estar mintiendo cuando alude a su supuesta relación íntima con el Grupo Clarín pero que, por motivos poco claros, supone que es de su interés pasar por alto los datos verificables. Es la hipótesis más caritativa. Otra sería que Cristina cree al pie de la letra en todo cuanto dice, o cuando menos cree que si lo dice no tardará en sustituir la realidad anterior, que para ella el relato que ha improvisado no es una ficción que le ha servido para engañar a millones de incautos sino la verdad verdadera. En tal caso, la presidenta viviría en un mundo de fantasía alejado de aquel de los mortales comunes.
A los poderosos les es tentador, y peligrosamente fácil, aislarse de los demás, sobre todo si están rodeados de dependientes y adulones que se esfuerzan por complacerlos, aplaudiendo hasta sus declaraciones más estrafalarias y compitiendo para rendir homenaje a su sabiduría superior con la esperanza de verse premiados por tanta lealtad. Los más vulnerables al riesgo así supuesto son los dictadores, pero si bien Cristina dista de ser una dictadora, no es ningún secreto que, a partir de la muerte prematura de su marido y socio político principal, se haya refugiado en su propio círculo áulico, limitándose a intercambiar pareceres con miembros de su propia familia y algunos favoritos, pero negándose a prestar atención a los consejos o advertencias de quienes se resisten a actuar como cortesanos obsecuentes.
La situación en la que la presidenta se encuentra sería distinta si funcionaran como es debido las instituciones políticas del país, pero sucede que su condición es tan precaria que apenas sirven. Para ella, el Congreso es a lo sumo una asamblea vecinal llena de charlatanes pedantes resueltos a poner palos en la rueda, mientras que el Partido Justicialista e incluso el Frente para la Victoria son meros vehículos electorales. El desprecio que siente Cristina por los demás políticos se hizo evidente hace poco cuando eliminó sin contemplaciones a centenares de peronistas veteranos de las listas oficialistas para atiborrarlas de jóvenes vinculados con La Cámpora, un club organizado por su hijo. Desde entonces, el PJ está trabajando con tristeza.
La intervención poco amistosa de Fernández podría ocasionarle a Cristina muchos problemas. Sus partidarios la atribuirán al rencor de alguien que ya no disfruta del favor de la jefa, pero al llamar la atención a un tema delicado, el estado mental de una presidenta que se ha acostumbrado a gobernar el país de forma insólitamente antojadiza, habrá sembrado dudas entre quienes hasta ahora han estado dispuestos a apoyarla en octubre por considerar inadecuada la oferta opositora. Por cierto, a Cristina no le convendría que la imagen que se ha creado en torno suyo de una reina distante cambiara en una de una viuda maniática que sólo escucha a un puñado de acólitos que están más interesados en aprovechar su proximidad al trono que en mantenerla informada sobre lo que está sucediendo en el mundo real.
Los resultados de las elecciones en la Capital Federal y Santa Fe y, más aún, los intentos de los amigos de Cristina de hacerle creer que en cierto modo le supusieron un triunfo moral, sugieren que el país está experimentando una de sus transmutaciones esporádicas. A todos les sorprendió la magnitud del voto antikirchnerista. ¿Penetrará el estado de ánimo así reflejado en los bastiones kirchneristas del conurbano bonaerense? Nadie lo sabe, pero los estrategas de Cristina no pueden darse el lujo de permanecer indiferentes ante la rebelión de tantos peronistas santafesinos contra el autoritarismo sectario del gobierno nacional, ya que comparten el mismo sentimiento muchos operadores políticos e intendentes del Gran Buenos Aires. Fernández les ha brindado un pretexto adicional para bajar los brazos con la esperanza de que el electorado se las arregle para castigar a la presidenta por haberlos desdeñado.