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La austeridad perdida

*Por Emilio J. Cárdenas. El 8 de diciembre pasado se cumplieron doscientos años de la publicación, en la vieja Gazeta de Buenos Ayres , del llamado decreto de supresión de honores del presidente, que fue suscripto unánimemente por nuestra Primera Junta, el 6 de diciembre de 1810.

El bicentenario de esa norma pasó inadvertido. Como cabía esperar, seguramente. Porque la sobriedad, como virtud republicana, simplemente ha dejado de existir. Ha sido descolorida, si no demolida, por la superflua liturgia sin la cual hoy no se mueven nuestros gobernantes. A cada paso, cámaras de televisión en cadena, micrófonos, lluvias de papelitos, candilejas, carteles, banderas, multitudes alquiladas que repiten consignas que les fueron sugeridas, bombos, platillos y actitudes de sumisión y toda suerte de lisonjas.

Publicidad que, como advirtió recientemente María Eugenia Estenssoro desde estas mismas columnas, es siempre proselitismo. Porque se trata de legitimar la acción de gobierno a través de una imparable catarata de imágenes, razón por la cual, paradójicamente, la comunicación ha devenido más importante que lo que efectivamente se hace; que gobernar, entonces. A nivel nacional, gastamos en ella -sin mayores remordimientos- algo más de 400 millones de dólares anuales. Todo un despropósito y una pésima asignación de recursos. Mariano Moreno, el apasionado secretario de nuestra Primera Junta de gobierno y autor material del texto del decreto antes mencionado, seguramente habría predicado en contra de esas prácticas y actitudes. Porque no toleraba el culto a la personalidad ni consentía la adulación. En cambio, decía: "Cualquier déspota puede obligar a sus esclavos a que canten himnos a la libertad", lo que la historia confirma, y que el genio es incompatible con la vulgaridad, a lo que enseguida agregaba que el vulgo sólo se conduce por lo que ve cuando está acostumbrado a magistrados y jefes envueltos en un brillo que deslumbra a los demás, porque, perturbado por el boato, "confunde los inciensos y homenajes con la autoridad". Por tal razón, los déspotas, advertía, buscan siempre la veneración del gentío y exigen el respeto por los trapos y galones. Profético, por cierto.

Como abogado formado en los claustros de Chuquisaca con la lectura de las obras de pensadores señeros como Rousseau, Montesquieu, Locke, Filangeri, Jovellanos y de los enciclopedistas en general, Moreno dedicó su vida mercurial a la Revolución de Mayo. Nos legó la Biblioteca Pública y las ideas plasmadas, en 1809, en el trabajo conocido como "La representación de los hacendados".

Cuando, semanas después de la Revolución de Mayo, de pronto se le negó el ingreso a un baile organizado en el Regimiento de Patricios en celebración del reciente triunfo de Suipacha, y al enterarse luego del incidente de un desafortunado brindis allí realizado por el oficial Atanasio Duarte, con el que -aparentemente en copas- instó a Cornelio Saavedra a actuar como emperador, Moreno comenzó a pergeñar lo que luego sería el reglamento de supresión de honores del presidente, aprobado por decreto.

Ese reglamento dejó sin efecto una orden anterior, del 28 de mayo de 1810, que disponía que el presidente de la Primera Junta debía recibir los mismos honores que antes se dispensaban a los virreyes. Para Moreno, eso era importante para evidenciar y afirmar la transferencia de autoridad que se acababa de producir, pero debía ser una medida temporal y no una actitud permanente.

Desde su sanción, el presidente de la Primera Junta, como tal, dejó de tener comitiva, escolta o aparato que lo distinguiera; se prohibieron los brindis a las personas por oposición al gobierno, bajo pena de seis años de destierro; se desterró a Atanasio Duarte a perpetuidad de la ciudad de Buenos Aires; se negaron honores a las esposas de los funcionarios públicos y militares; se dejó sin efecto el palco de las autoridades en los toros, en la ópera y en la comedia, y se las obligó a comprar entradas como cualquier ciudadano, y se prohibió que en los templos las autoridades tuvieran cojines, sitiales o distintivo alguno. Dura sencillez republicana, casi espartana, pero también una humillante crítica a Saavedra.

Moreno, enfrentado a Saavedra desde entonces, terminó renunciando a la Junta y, luego de ser designado por ella como enviado a Gran Bretaña, falleció en pleno viaje, a los 32 años de edad. Fue entonces cuando el propio Saavedra, al enterarse del fallecimiento de Moreno, pronunció aquello de "hacía falta tanta agua para apagar tanto fuego".

Los ideales republicanos de Mariano Moreno, no obstante, lo sobrevivieron, aunque lo cierto es que hoy muchos, aturdidos, no los oigan. Sin embargo, no deberían ser olvidados.