La actividad ballenera japonesa, en jaque
*Por Emilio J. Cárdenas. Algunos industriosos japoneses, particularmente en el norte del país enfrentan –por su afición a comer carne de ballena– un verdadero problema de imagen con la comunidad internacional.
Porque, pese al peligro real de extinción de los cetáceos, están no obstante empeñados en su caza. Esto ha derivado, en los últimos tiempos, en la aparición de organizaciones no gubernamentales que, con buques, equipos, precisión y hasta maniobras con perfiles de corte militar, hostigan cada vez más agresivamente y en alta mar a los buques-factorías japoneses que presuntamente realizan "actividades científicas" en aguas internacionales, pero que –en la realidad y más allá de las cortinas de humo– están dedicados a llevar carne de ballena a algunas mesas japonesas, particularmente las del norte del país oriental.
De allí la cuota de antipatía generalizada con la que la comunidad internacional sigue la labor de los buques balleneros japoneses y, al propio tiempo, observa –con indisimulado entusiasmo– los esfuerzos de algunos, como la agrupación Sea Shepherd, por tratar de interrumpirla.
El hostigamiento apuntado ha tenido algún éxito, desde que la temporada de caza debió, este año, ser interrumpida, o más bien acortada, por temor a generar algún episodio desgraciado, con pérdidas de vidas humanas, por la audacia creciente de las maniobras de quienes se oponen a la actividad ballenera japonesa.
No obstante, la enorme tragedia humana provocada por el reciente tsunami podría –de repente– haber beneficiado, aunque sea por un rato, a las ballenas. En efecto, la ciudad de Akuyawahama –una de las cuatro ciudades del Japón en las que hasta ahora existía actividad ballenera– fue destruida literalmente por la furia del mar. Allí estaba instalada la sede de una de las pocas empresas balleneras japonesas aún activas. Me refiero a la "Ayukawa Whaling", cuyas instalaciones quedaron destruidas. Arrasadas, más bien.
Tres de cada cuatro casas en el poblado que alojaba a unos 1.400 habitantes desaparecieron, desintegradas. Pérdida total, dirían los del sector de los seguros. Y ha sido efectivamente así.
También se pulverizaron –hasta el asombro– las instalaciones y equipamientos de la empresa ballenera aludida que procesaba (enlatándola) la carne de los cetáceos. Allí trabajaban 28 personas, hoy desocupadas. Al menos por un rato.
Los buques balleneros, por su parte, están desperdigados y atascados –en distancias que se miden en cuadras– lejos del mismo lugar en que antes estaban amarrados; ahora tierra adentro, desairados por la naturaleza.
Conociendo a los japoneses, el final de la empresa no ha sucedido. Ni es inevitable. La reconstruirán, seguramente. Por esto, para las ballenas, apenas un temporal respiro, quizás. No mucho más. Pero lo cierto es que unas 50 podrán seguramente nadar un año más y tener sus crías más o menos normalmente. Sin que el hombre termine con sus vidas para satisfacer sus apetitos.
Para Akuyawahama, que alguna vez tuvo más de 10.000 habitantes para convertirse luego en una curiosidad, esto es apenas una atracción turística con su museo ballenero, vienen tiempos difíciles.
Las caras ajadas de los balleneros, acostumbrados a navegar en aguas duras, desde Alaska hasta la Antártida, tienen ahora un gesto enigmático que, de alguna manera, expresa la duda de algunos acerca de si el poblado será –o no– reconstruido en ese mismo y peligroso emplazamiento, para volver así a alojar –por temporadas– a quienes, en rigor, hacen del mar bravío su propio hogar, persiguiendo a las ballenas.
(*) Ex embajador de la República Argentina ante las Naciones Unidas