Kirchner mirado desde adentro
*Por Alberto Fernández. El 14 de mayo de 2003 parecía un día difícil. Cargando el cansancio de una campaña que llegaba a su fin, sabía que en la noche nos esperaba una cena en ADEPA, la entidad que agrupa a las empresas periodísticas.
Pero a poco de alcanzar el mediodía, una llamada telefónica me anticipó la suspensión del encuentro y el causa que lo motivaba: Carlos Menem anunciaría en el transcurso de esa tarde su decisión de no participar de la segunda vuelta electoral, programada para cinco días después. Un par de consultas que realicé en forma inmediata me corroboraron la información.
Algo confundido, me detuve en las Cinco Esquinas, que se forman allí donde Juncal y Quintana se cruzan con Libertad. Enseguida entendí que Néstor Kirchner ya era el presidente electo. Entonces lo llamé sin demora. Le transmití la noticia, mientras él, siempre desconfiado, me reclamaba más precisiones. Puse toda mi información en su cabeza y traté de que entendiera lo inexorable de la decisión de su adversario. Calló y se quedó pensando; sólo volvió a hablar para pedirme que lo viera de inmediato.
La adrenalina apuró tanto mis pasos hasta llegar a su departamento de Juncal y Uruguay que casi no recuerdo cómo fue el recorrido. Al llegar, en el living donde Néstor y Cristina me esperaban, se respiraba un humor denso. Anidaba la sensación de que a esa Argentina que tanto necesitaba fortalecer la autoridad presidencial, alguien le estaba negando la posibilidad de contar con un presidente legitimado con una mayoría contundente de votos.
Comimos frugalmente en el living de la casa. Sin más vueltas, Néstor se dispuso a enfrentar la situación hablándole a la gente en un acto público. De inmediato nos instruyó a Cristina y a mí sobre cuál debía ser el tenor de las palabras que aquella tarde quería pronunciar y que finalmente terminamos redactando en mis oficinas de la avenida Callao.
Desde ese momento hasta que Kirchner se transformó en presidente electo de los argentinos, pasaron sólo tres horas. Dos días después estábamos en Río Gallegos conformando el elenco ministerial que lo acompañaría en su gobierno. Fue buscando y encontrando a quienes serían sus colaboradores y cuando finalmente llegó la hora de elegir a su jefe de Gabinete, hizo un repentino silencio. Entonces con su mirada buscó la complicidad de Cristina y me anunció que ése, precisamente, sería mi destino en la nueva administración.
"¿Te da miedo?", preguntó con ironía. "Si vos vas a ser el presidente, ¿cómo voy a tener miedo?", le respondí con jactancia. Entre risas nerviosas nos confundimos en un abrazo que difícilmente se borre alguna vez de mi memoria.
Cinco días después, otro 25 de Mayo, Néstor Kirchner asumió la Presidencia de un país lastimado por las urgencias sociales e inquieto por las incertidumbres políticas y económicas.
Después del fin de la convertibilidad, de la devaluación asimétrica y del default dispuesto sobre una deuda que representaba el 150% de nuestro PBI, uno de cada dos argentinos estaba sumergido bajo la línea de pobreza; uno de cada tres sobrevivía en la indigencia, y uno de cada cuatro penaba por conseguir un empleo.
Como si con ello no bastara, la impunidad se había vuelto una regla. Y mientras los genocidas disfrutaban de la libertad, el máximo tribunal del país, cruzado por múltiples cuestionamientos, se aprestaba a convalidar judicialmente semejante infamia.
Kirchner recompuso la economía sin olvidar el compromiso que había asumido con las víctimas del sistema. Por eso una noche, cenando en Olivos con el director ejecutivo de FMI, le advirtió a su comensal que no debería esperar que como presidente argentino "postergue a los argentinos para cumplir con los acreedores". Aquella advertencia dejó de ser tal cuando sacó al país del default exigiéndoles a nuestros demandantes una quita del 75% sobre aquello que reclamaban. Rápidamente la producción empezó a incrementarse, la balanza comercial se volvió superavitaria, la ocupación laboral creció y los trabajadores comenzaron a acaparar una mayor participación en los ingresos.
Esa capacidad de hacer tuvo en sus convicciones un motor extraordinario. Eso le permitió impulsar la anulación de las leyes de obediencia debida y punto final e instituir una Corte Suprema de Justicia respetada técnica y éticamente. Haciéndolo, cuando muy pocos lo creían posible, sentó a los violadores de los derechos humanos ante los tribunales constitucionales en juicios fundados en procedimientos penales regulares.
Confrontó posiciones con quienes lo fustigaron. A ninguno silenció. En respuesta a la acidez de esas críticas, elevó discursos -muchas veces encendidos- pronunciados en el "atril" desde donde explicó sus ideas, desafió a sus contrincantes y convocó a la gente para que lo acompañara. Como siempre hizo, enfrentó todos los debates dando la cara y poniendo el cuerpo. Tuvo la vehemencia del idealista y la testarudez del hacedor. Una combinación insoportable para aquellos conservadores que tanto lo combatieron.
Pese al prestigio del que gozaba, no buscó su reelección e impulsó a Cristina. Evitó así que una disputa por su sucesión pusiera en riesgo el proceso transformador que había iniciado. El viernes 7 de diciembre de 2007, ocupó por última vez el despacho presidencial. Al terminar la mañana, abandonó la Casa Rosada en medio del aplauso de los empleados. Antes hizo una escala en mi oficina para avisarme que me esperaba a almorzar y para estrechar en un abrazo cordial a uno de los columnistas dominicales que periódicamente lo criticaba.
De ahí en más, sólo esperó junto con su familia el momento en el que le entregaría los atributos presidenciales a Cristina.
Ese día, cuando ya la banda presidencial no cruzó su pecho, la Argentina era diferente. Las cuentas públicas ya no mostraban rojos. En el Banco Central se atesoraban reservas suficientes como para no temer nuevas corridas financieras. Nuestra producción bruta de medio año bastaba para pagar toda nuestra deuda externa y la pobreza se había reducido después de que más de cuatro millones de personas recuperaran sus empleos.
Con todo, tras dejar el gobierno, a Kirchner no le fue fácil encontrar su lugar en un escenario público que lo convocaba como un actor central. La crisis con la dirigencia rural le hizo aún más difícil esa inserción. Para peor, el discurso opositor que muchas veces terminó demonizándolo hizo mella en muchos argentinos que le quitaron su apoyo. Fue derrotado electoralmente en junio de 2009 y aun así supo recomponerse tratando de fortalecer a Cristina con el amor que siempre le tuvo y con su incansable compromiso político. Su esfuerzo fue mayúsculo y sólo cedió en el instante en que repentinamente la vida lo abandonó.
Paradójicamente, muchos lo descubrieron cuando ya no estuvo entre nosotros. Los más viejos entendieron cuánto hizo por esta patria en sus días de presidente. Los más jóvenes quedaron cautivados por la insolencia con la que enfrentó a los poderosos. Todos comprendieron que no fue un especulador que se dejaba llevar por lo "políticamente correcto" y que sólo fue fiel a sus convicciones.
Por encima de las diferencias que nos distanciaron, Kirchner fue mi amigo. Con él, protagonicé la maravillosa aventura de construir un proyecto político para llegar al poder del Estado. Pero además, acompañándolo, pude ser parte trascendental de aquel gobierno que favoreció un mayor bienestar para millones de argentinos. Fui un testigo privilegiado de su trabajo presidencial y viéndolo actuar aprendí en política todo lo bueno que ningún otro jamás podrá enseñarme.
Ahora, cuando se cumplen ocho años del día en que Néstor Kirchner asumió la presidencia, no quise guardar su recuerdo en mi memoria ni sumarme a quienes quieren idealizarlo como un héroe de película. Preferí recordarlo tal cual fue; con el coraje, las convicciones y la capacidad que siempre tuvo y que tanto sirvieron para que estemos mejor.
Al fin y al cabo, es justo homenajear a quien, con sus enormes aciertos y sus humanos errores, siempre creyó que los problemas están allí para resolverlos y que sólo así las esperanzas de los argentinos no caerán en saco roto.