Justicia perseguirás
*Por Ernesto Tenembaum. Una semana después de la tragedia de Once existen dos hechos paralelos que contrastan con una virulencia estremecedora.
Por un lado, llueven las evidencias de que el Gobierno tenía información precisa del desastre que se incubaba entre las vías y vagones del Ferrocarril Sarmiento, de cómo hizo la vista gorda una y otra vez, y de cómo ampliaba los negocios de la familia que lo controlaba. Esta vez no hay excusas: las muertes no fueron causadas por una policía provincial, ni por un gremio cercano, sino por la desidia y la sordera oficial –para no incorporar otros ingredientes aún más oscuros– frente a las decenas de voces que anunciaban a los gritos el abismo que se avecinaba. Pero por el otro, como si nada hubiera ocurrido, la Presidenta ratificó hasta aquí en su cargo a todos los responsables del área, que además aparecen frente a la sociedad cada vez que el Ejecutivo anuncia una nueva medida para, supuestamente, refundar el sistema ferroviario. Es difícil de entender la convivencia entre los dos mundos: el del horror, y el de los alfombrados salones donde se toman decisiones y se organizan actos políticos supuestamente épicos, que son observados por los perplejos familiares de las víctimas.
Mientras tanto, como tantas otras veces en la historia de nuestro país, se van reproduciendo los mecanismos que tienden a implantar la impunidad: nada ocurrió y, si algo ocurrió, mejor que pase rápido. Una de las vías para que no se discuta quiénes fueron los culpables políticos de la tragedia consiste en la compulsiva remisión a la década del noventa. Parece una obviedad, pero cronológicamente esa década terminó hace más de doce años, ya sea que se cuente según el calendario o de acuerdo al día en que se fue Carlos Menem. Si se quiere, se puede contar desde la ruptura de la convertibilidad o desde la asunción de Néstor Kirchner. En cualquier caso, el tiempo transcurrido desde que terminó la famosa década nunca es menor de casi nueve años. Es ridículo que, ante tantos informes sobre el latrocinio que se realizó en el Sarmiento en este período, haya personas que argumenten que la causa es la privatización de los ferrocarriles. Es obvio que la historia completa del país tiene influencia sobre nuestro presente. Pero ponerse a hablar de la campaña del desierto, cuando se discuten responsabilidades concretas sobre un hecho actual y muy puntual, parece más un gesto de cinismo que cualquier otra cosa.
Otro de los mecanismos de la impunidad consiste en demorar al máximo cualquier definición sobre culpabilidad concreta de funcionarios mientras se simula que se hace todo lo posible para dar a entender que el Gobierno está del lado de las víctimas. Esta tragedia tiene nombres y apellidos, dijo la Presidenta, aunque omitió enumerarlos: ni siquiera mencionó a la empresa. Y no tomó ninguna medida al respecto. No me va a temblar al pulso para actuar de acuerdo a lo que la Justicia diga, gritó, cuando la misma Justicia, el mismo día de la tragedia, tomó una medida que favoreció al ex secretario de Transporte Ricardo Jaime en la causa que más lo comprometía. Las pericias tienen que estar listas en quince días, agregó, cuando eso es imposible y, además, una injerencia en un poder independiente al suyo. Mientras tanto, y pese a la cantidad de documentación que demuestra lo contrario –por lo menos hasta el cierre de esta nota y vale la aclaración porque el Gobierno está sometido en estos días a un vaivén sorprendente–, la empresa sigue en manos de los mismos concesionarios y los funcionarios sospechosos siguen en sus lugares. En esta seguidilla se ubica también el curioso intento del Gobierno por demorar el último y lapidario informe de la Auditoría General de la Nación sobre el tren del horror.
Un tercer mecanismo consiste en instalar temas alternativos para que la tragedia quede en un segundo plano. La incomprensible medida anunciada por la secretaria Débora Giorgi, la cadena de conferencias de prensa sobre hechos comparativamente menores de la ministra Nilda Garré, la peleíta por el subte fueron algunos de esos intentos absurdos por tapar el sol con la mano.
Pero la peor de las maniobras consiste en acusar –por supuesto sin dar precisiones– de "aprovechar la muerte" a quienes les dan difusión a los reclamos de los familiares de las víctimas. Cuervos, buitres, dijo la Presidenta de la Nación. Con la muerte no. Los últimos treinta y cinco años, los argentinos hemos escuchado una y otra vez el testimonio de madres y padres que perdieron a sus hijos. Cuando ocurre algo como lo del Sarmiento, o la tragedia de Cromañón, o la AMIA, la primera reacción de los familiares de las víctimas en medio de un dolor infinito suele ser la de contarle a la sociedad lo que están viviendo, cómo los trata el poder e iniciar un complejo y largo camino para reclamar algo muy elemental: justicia. En este caso, como en todos los anteriores, la difusión de su dolor –con el mayor respeto posible– es un hecho clave, por varias razones. En primer lugar, ellos necesitan ser escuchados. El poder, en general, les teme, los margina, los ningunea. Poder expresarse en los medios es su primer arma para no sentirse tan aislados, tan impotentes, tan poco escuchados. En segundo lugar, no es para nada arbitrario suponer que si sus voces no se escuchan, su reclamo tampoco será escuchado. Casi el ABC: si no salen en los medios, pueden ser ignorados sin costo alguno. En tercer lugar, su aparición en los medios genera una empatía que permite a otros sectores sociales percibir la magnitud de su drama, y rompe –al menos moderadamente– su aislamiento. Y, finalmente, la exhibición de su dolor interpela a la sociedad, y al poder, respecto de lo que está mal, de lo que está enfermo, de aquello que es realmente una mierda. Y en esta historia hay mucho de esto.
Por estas mismas razones, desde el poder preferirían que no hablen, que su palabra no sea valorada, que estén aislados o divididos. Por eso, se dice que quienes muestran el dolor "se aprovechan" o "usan" la tragedia: porque prefieren que no se exhiba. Es horrible, pero es así, apenas una estrategia de impunidad. En un país donde los relatos de distintos tipos de horrores nos han enseñado tanto, pretender que el silencio sea salud, realmente es un manotazo de ahogado. Está claro que la difusión de la tragedia perjudica al Gobierno, e incluso que puede haber intencionalidad: pero nada lo perjudicó tanto como la tragedia misma y la inoperancia –o corrupción– de sus funcionarios y de los socios empresarios del Gobierno. Ese en todo caso es el problema y no lo que los medios hacen con eso. Por suerte, en una democracia, las víctimas tienen dónde hablar, dónde expresarse.
Y todo para nada.
Los familiares de las víctimas iniciaron una marcha tan larga como ni ellos imaginan. Están destinados a marcar una página de la historia argentina, más allá de los manotazos de ahogado de gente que se siente experta en manejar a los otros. Ojalá la sociedad no los deje solos en su reclamo de justicia.
Mientras tanto, como tantas otras veces en la historia de nuestro país, se van reproduciendo los mecanismos que tienden a implantar la impunidad: nada ocurrió y, si algo ocurrió, mejor que pase rápido. Una de las vías para que no se discuta quiénes fueron los culpables políticos de la tragedia consiste en la compulsiva remisión a la década del noventa. Parece una obviedad, pero cronológicamente esa década terminó hace más de doce años, ya sea que se cuente según el calendario o de acuerdo al día en que se fue Carlos Menem. Si se quiere, se puede contar desde la ruptura de la convertibilidad o desde la asunción de Néstor Kirchner. En cualquier caso, el tiempo transcurrido desde que terminó la famosa década nunca es menor de casi nueve años. Es ridículo que, ante tantos informes sobre el latrocinio que se realizó en el Sarmiento en este período, haya personas que argumenten que la causa es la privatización de los ferrocarriles. Es obvio que la historia completa del país tiene influencia sobre nuestro presente. Pero ponerse a hablar de la campaña del desierto, cuando se discuten responsabilidades concretas sobre un hecho actual y muy puntual, parece más un gesto de cinismo que cualquier otra cosa.
Otro de los mecanismos de la impunidad consiste en demorar al máximo cualquier definición sobre culpabilidad concreta de funcionarios mientras se simula que se hace todo lo posible para dar a entender que el Gobierno está del lado de las víctimas. Esta tragedia tiene nombres y apellidos, dijo la Presidenta, aunque omitió enumerarlos: ni siquiera mencionó a la empresa. Y no tomó ninguna medida al respecto. No me va a temblar al pulso para actuar de acuerdo a lo que la Justicia diga, gritó, cuando la misma Justicia, el mismo día de la tragedia, tomó una medida que favoreció al ex secretario de Transporte Ricardo Jaime en la causa que más lo comprometía. Las pericias tienen que estar listas en quince días, agregó, cuando eso es imposible y, además, una injerencia en un poder independiente al suyo. Mientras tanto, y pese a la cantidad de documentación que demuestra lo contrario –por lo menos hasta el cierre de esta nota y vale la aclaración porque el Gobierno está sometido en estos días a un vaivén sorprendente–, la empresa sigue en manos de los mismos concesionarios y los funcionarios sospechosos siguen en sus lugares. En esta seguidilla se ubica también el curioso intento del Gobierno por demorar el último y lapidario informe de la Auditoría General de la Nación sobre el tren del horror.
Un tercer mecanismo consiste en instalar temas alternativos para que la tragedia quede en un segundo plano. La incomprensible medida anunciada por la secretaria Débora Giorgi, la cadena de conferencias de prensa sobre hechos comparativamente menores de la ministra Nilda Garré, la peleíta por el subte fueron algunos de esos intentos absurdos por tapar el sol con la mano.
Pero la peor de las maniobras consiste en acusar –por supuesto sin dar precisiones– de "aprovechar la muerte" a quienes les dan difusión a los reclamos de los familiares de las víctimas. Cuervos, buitres, dijo la Presidenta de la Nación. Con la muerte no. Los últimos treinta y cinco años, los argentinos hemos escuchado una y otra vez el testimonio de madres y padres que perdieron a sus hijos. Cuando ocurre algo como lo del Sarmiento, o la tragedia de Cromañón, o la AMIA, la primera reacción de los familiares de las víctimas en medio de un dolor infinito suele ser la de contarle a la sociedad lo que están viviendo, cómo los trata el poder e iniciar un complejo y largo camino para reclamar algo muy elemental: justicia. En este caso, como en todos los anteriores, la difusión de su dolor –con el mayor respeto posible– es un hecho clave, por varias razones. En primer lugar, ellos necesitan ser escuchados. El poder, en general, les teme, los margina, los ningunea. Poder expresarse en los medios es su primer arma para no sentirse tan aislados, tan impotentes, tan poco escuchados. En segundo lugar, no es para nada arbitrario suponer que si sus voces no se escuchan, su reclamo tampoco será escuchado. Casi el ABC: si no salen en los medios, pueden ser ignorados sin costo alguno. En tercer lugar, su aparición en los medios genera una empatía que permite a otros sectores sociales percibir la magnitud de su drama, y rompe –al menos moderadamente– su aislamiento. Y, finalmente, la exhibición de su dolor interpela a la sociedad, y al poder, respecto de lo que está mal, de lo que está enfermo, de aquello que es realmente una mierda. Y en esta historia hay mucho de esto.
Por estas mismas razones, desde el poder preferirían que no hablen, que su palabra no sea valorada, que estén aislados o divididos. Por eso, se dice que quienes muestran el dolor "se aprovechan" o "usan" la tragedia: porque prefieren que no se exhiba. Es horrible, pero es así, apenas una estrategia de impunidad. En un país donde los relatos de distintos tipos de horrores nos han enseñado tanto, pretender que el silencio sea salud, realmente es un manotazo de ahogado. Está claro que la difusión de la tragedia perjudica al Gobierno, e incluso que puede haber intencionalidad: pero nada lo perjudicó tanto como la tragedia misma y la inoperancia –o corrupción– de sus funcionarios y de los socios empresarios del Gobierno. Ese en todo caso es el problema y no lo que los medios hacen con eso. Por suerte, en una democracia, las víctimas tienen dónde hablar, dónde expresarse.
Y todo para nada.
Los familiares de las víctimas iniciaron una marcha tan larga como ni ellos imaginan. Están destinados a marcar una página de la historia argentina, más allá de los manotazos de ahogado de gente que se siente experta en manejar a los otros. Ojalá la sociedad no los deje solos en su reclamo de justicia.