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Jóvenes preocupados

Los estudiantes chilenos no son los únicos que están convencidos de que tienen que pagar demasiado por una educación de muy baja calidad. Comparten su opinión la mayoría de sus coetáneos en buena parte del resto del mundo.

En Estados Unidos abundan los estudiantes de posgrado con deudas superiores a los 100.000 dólares que no pueden encontrar trabajo y en Europa, donde el aporte estatal a los costos de la educación es tradicionalmente mayor que en Estados Unidos, los programas de austeridad que se han iniciado están creando una situación similar. Aunque en los países árabes y otros del mundo subdesarrollado los estudiantes parecen estar más interesados en las "salidas laborales" disponibles a quienes se han pertrechado de diplomas, en ellos también se ha difundido la sensación de que los beneficios de la educación que reciben son inferiores a lo que tenían derecho a esperar. El malestar resultante contribuyó mucho a desatar la ola de rebeliones callejeras que se ha extendido por todo el Oriente Medio. Dicho de otro modo, se trata de una crisis universal.

Así y todo, hasta ahora les ha tocado a los jóvenes chilenos protagonizar las manifestaciones públicas más llamativas en contra del sistema educativo existente, lo que ha motivado al senador Carlos Larrain, el jefe del partido oficialista Renovación Nacional, a calificarlos de "una manga de subversivos inútiles". La exasperación que sienten Larrain y otros derechistas chilenos frente a los disturbios que con frecuencia creciente están estallando puede entenderse, ya que lo que están pidiendo los estudiantes, con el apoyo del 80% de sus compatriotas, es una reforma profunda que, además de ser sumamente costosa, con toda seguridad no brindaría los resultados deseados, pero politizar de manera tan burda las protestas que están realizándose en Santiago sólo sirve para aumentar todavía más la brecha que se ha abierto entre el gobierno del presidente Sebastián Piñera y el grueso de la ciudadanía.

Según las encuestas de opinión, Piñera cuenta con la aprobación de apenas el 26% de la ciudadanía, el nivel más bajo alcanzado por un presidente desde 1990 cuando se restauró la democracia. Sin embargo, conforme a los sondeos, el desprestigio de la Concertación opositora ha sido aún mayor, puesto que sólo el 17% la cree una alternativa digna, aunque es forzoso recordar que tanto Julio Lagos como Michelle Bachelet terminaron sus mandatos respectivos con un índice de aprobación muy alto. De todos modos, a pesar de haber dominado Chile en las dos décadas que siguieron a la retirada de la dictadura de Augusto Pinochet, la Concertación, de ideología progresista, no hizo mucho para cambiar el modelo educativo mixto que fue heredado del régimen militar. Si bien de acuerdo con los resultados de las pruebas internacionales la calidad de las instituciones educativas chilenas es superior a la de sus equivalentes en los demás países latinoamericanos, muchos estudiantes terminan la carrera con deudas casi tan abultadas como las de sus coetáneos norteamericanos. Es por lo tanto lógico que tantos se hayan sentido víctimas de un sistema educativo perverso y que la mayoría de sus compatriotas haya coincidido en que será necesario modificarlo.

Por desgracia, no hay ninguna solución fácil para los problemas educativos que están provocando conflictos en Chile y en otros países. Una buena educación cuesta mucho dinero. Nunca es gratuita. El esquema que están pidiendo los estudiantes chilenos requeriría un aporte estatal enorme, buena parte del cual provendría en última instancia de los bolsillos de los más pobres cuyos hijos raramente disfrutan de los beneficios de una educación universitaria. Aunque la economía es la más exitosa de la región y a través de los años se ha reducido mucho la proporción de pobres absolutos, las diferencias de ingresos entre las distintas clases sociales siguen siendo propias de un país subdesarrollado. En cuanto a la calidad de la educación, depende menos de los esfuerzos del gobierno nacional de turno que de los docentes y de los estudiantes mismos. Sería positivo que los líderes políticos fueran más exigentes, claro está, pero si presionaran demasiado motivarían más protestas, ya que serían acusados de no respetar la autonomía de instituciones que, en teoría por lo menos, deberían defender la independencia académica.