Jefa de personal
Todos los gobiernos, incluyendo a los "neoliberales", procuran manejar la macroeconomía, fijando ciertas reglas básicas o manipulando las tasas de interés clave y la emisión monetaria.
Pero hoy en día escasean los que aspiran a hacer lo mismo con la microeconomía porque la experiencia ha enseñado que ni siquiera la burocracia más sofisticada está en condiciones de controlar todas las variables. Sin embargo, parecería que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner no se siente del todo impresionada por el fracaso de tantos esfuerzos en el ámbito así supuesto. Si bien, como el Indec insiste en recordarnos todos los meses, la nada eficiente administración pública nacional no está en condiciones de brindarle información confiable, la presidenta se ha propuesto encargarse de las negociaciones salariales que están celebrándose en el marco de las ya tradicionales paritarias con la intención de decidir, sobre la base de la presunta rentabilidad, los costos laborales y la evolución de la productividad de los diversos sectores, cuánto deberían recibir los empleados.
Por lo demás, Cristina tiene en la mira a los ejecutivos mejor remunerados que, para su indignación, ganan "20 u 80 veces lo que gana cualquier funcionario público", como afirmó en uno de sus discursos más recientes.
No sólo en Estados Unidos y Europa sino también en países nominalmente comunistas como China, los gobernantes prefieren dejar que el mercado fije los salarios: para más señas, según la agencia oficial de noticias Xinhua, en algunas empresas chinas los ejecutivos principales cobran 100 veces más que el empleado común. Los motivos son dos. Uno consiste en que en otras partes del mundo los dirigentes son conscientes de lo terriblemente difícil que sería tratar una economía compleja como si fuera una sola empresa gigantesca; otro en que entienden que no les convendría ser considerados personalmente responsables del nivel salarial de cada uno. Si sólo fuera cuestión de ordenar aumentos sustanciales varias veces el año, las ventajas para el gobierno de turno serían evidentes, pero por desgracia existen límites, de suerte que siempre habrá asalariados que se suponen rezagados que, de regir un sistema dirigista centralizado, no podrán sino culpar al gobierno por sus penurias. Puesto que en la Argentina actual nadie ignora que Cristina es dueña casi absoluta del poder político, será el blanco natural de las protestas contra "los salarios de hambre" que con toda seguridad estallarán al profundizarse "la sintonía fina".
La voluntad de Cristina de erigirse en jefa de personal de la Nación preocupa por igual a los sindicalistas y a los empresarios. Además de temer verse virtualmente marginados de las negociaciones, ya que el gobierno quiere que haya un "techo" del 18%, los sindicalistas saben que de tomarse en cuenta la rentabilidad de las empresas algunas se declararían incapaces de ofrecer aumento alguno. Asimismo, aunque a aquellas empresas que están disfrutando de una etapa de prosperidad les encantaría que el gobierno les aconsejara limitar los aumentos salariales para impedir que uno juzgado "excesivo" incidiera en la actitud de sindicalistas de sectores menos rentables, no les gusta del todo el creciente intervencionismo estatal que, en algunos casos, las ha obligado a resignarse a la presencia en el directorio de "militantes" oficialistas más interesados en el "proyecto" de Cristina que en los problemas de quienes operan en el sector privado.
Lo que está ocurriendo puede atribuirse a la lógica del poder. Por depender el gobierno nacional, y por lo tanto el país, cada vez más de las decisiones de una sola persona, ésta corre peligro de verse sobrecargada de tantas responsabilidades que no le será dado desempeñarlas con eficacia. Para hacer aún más incómoda la situación en que se encuentra Cristina, se ha rodeado de improvisados elegidos sobre la base de su supuesta "lealtad", no por su capacidad profesional o su talento como administradores. Así, pues, un equipo de aficionados, encabezado por una presidenta que se jacta de su "heterodoxia", no ha titubeado en emprender una tarea –la de manejar una proporción creciente de las variables de la economía nacional– que con toda seguridad abrumaría a los gobiernos de países renombrados por la calidad superlativa de su administración pública.
Por lo demás, Cristina tiene en la mira a los ejecutivos mejor remunerados que, para su indignación, ganan "20 u 80 veces lo que gana cualquier funcionario público", como afirmó en uno de sus discursos más recientes.
No sólo en Estados Unidos y Europa sino también en países nominalmente comunistas como China, los gobernantes prefieren dejar que el mercado fije los salarios: para más señas, según la agencia oficial de noticias Xinhua, en algunas empresas chinas los ejecutivos principales cobran 100 veces más que el empleado común. Los motivos son dos. Uno consiste en que en otras partes del mundo los dirigentes son conscientes de lo terriblemente difícil que sería tratar una economía compleja como si fuera una sola empresa gigantesca; otro en que entienden que no les convendría ser considerados personalmente responsables del nivel salarial de cada uno. Si sólo fuera cuestión de ordenar aumentos sustanciales varias veces el año, las ventajas para el gobierno de turno serían evidentes, pero por desgracia existen límites, de suerte que siempre habrá asalariados que se suponen rezagados que, de regir un sistema dirigista centralizado, no podrán sino culpar al gobierno por sus penurias. Puesto que en la Argentina actual nadie ignora que Cristina es dueña casi absoluta del poder político, será el blanco natural de las protestas contra "los salarios de hambre" que con toda seguridad estallarán al profundizarse "la sintonía fina".
La voluntad de Cristina de erigirse en jefa de personal de la Nación preocupa por igual a los sindicalistas y a los empresarios. Además de temer verse virtualmente marginados de las negociaciones, ya que el gobierno quiere que haya un "techo" del 18%, los sindicalistas saben que de tomarse en cuenta la rentabilidad de las empresas algunas se declararían incapaces de ofrecer aumento alguno. Asimismo, aunque a aquellas empresas que están disfrutando de una etapa de prosperidad les encantaría que el gobierno les aconsejara limitar los aumentos salariales para impedir que uno juzgado "excesivo" incidiera en la actitud de sindicalistas de sectores menos rentables, no les gusta del todo el creciente intervencionismo estatal que, en algunos casos, las ha obligado a resignarse a la presencia en el directorio de "militantes" oficialistas más interesados en el "proyecto" de Cristina que en los problemas de quienes operan en el sector privado.
Lo que está ocurriendo puede atribuirse a la lógica del poder. Por depender el gobierno nacional, y por lo tanto el país, cada vez más de las decisiones de una sola persona, ésta corre peligro de verse sobrecargada de tantas responsabilidades que no le será dado desempeñarlas con eficacia. Para hacer aún más incómoda la situación en que se encuentra Cristina, se ha rodeado de improvisados elegidos sobre la base de su supuesta "lealtad", no por su capacidad profesional o su talento como administradores. Así, pues, un equipo de aficionados, encabezado por una presidenta que se jacta de su "heterodoxia", no ha titubeado en emprender una tarea –la de manejar una proporción creciente de las variables de la economía nacional– que con toda seguridad abrumaría a los gobiernos de países renombrados por la calidad superlativa de su administración pública.