Italia y España en la encrucijada
Tanto el primer ministro italiano Mario Monti como el jefe del gobierno español Mariano Rajoy se han granjeado...
... la reputación de ser "neoliberales" despiadados resueltos a hacer cuanto resulte necesario para solucionar los problemas fiscales de sus países respectivos, pero en las semanas últimas ambos se han rebelado contra la tutela de Bruselas –es decir, de Alemania– al optar por moderar sus metas presupuestarias.
Además de querer aplacar a quienes están protestando contra los programas de austeridad que están impulsando, parecería que Monti y Rajoy han prestado atención a los economistas que advierten que un ajuste demasiado severo podría resultar contraproducente, ya que serviría para demorar una eventual recuperación e incluso entrañaría el riesgo de una depresión prolongada que tendría consecuencias sociales catastróficas. De estar en lo cierto quienes piensan así, las perspectivas frente a la Eurozona son negras. Los problemas de los países miembros menos competitivos no tienen que ver con la cotización de la moneda común ante el dólar estadounidense, el yuan chino y el yen japonés, sino con el hecho de que la compartan con Alemania. Si los alemanes aceptaran subsidiar a sus socios, la unión monetaria funcionaría pero, por motivos evidentes, no tienen ninguna intención de hacerlo.
La canciller Angela Merkel y, de forma más decidida aún, los demás integrantes de su gobierno, insisten en que andando el tiempo los países periféricos de la Eurozona lograrán "convergir" con los que conforman el núcleo luego de llevar a cabo una serie de reformas parecidas a las instrumentadas por el gobierno de su antecesor, Gerhard Schröder, pero no pueden sino entender que se trata de una ilusión que a su modo se inspira en la idea "políticamente correcta" de que todos los pueblos estén en condiciones de ser igualmente productivos. Por desgracia, éste no es el caso. Por una multitud de motivos, de los que algunos pueden rastrearse a cambios sociales y culturales que tuvieron lugar hace varios siglos, ciertos pueblos son más productivos, en términos económicos, que otros y pocos lo son tanto como el alemán. Si bien los habitantes de Lombardía y, hasta cierto punto, Cataluña y el País Vasco estarían en condiciones de emular a los teutones, sus demás compatriotas tendrían que experimentar antes una revolución cultural harto improbable, una que, desde luego, no podrá concretarse a tiempo para salvar la Eurozona de la ruptura que vaticinan tantos escépticos.
Los artífices del euro optaron por una estrategia muy similar a la del gobierno del presidente Carlos Menem para fortalecer la convertibilidad; quemaron los barcos a fin de asegurar que a ningún miembro del club se le ocurriera soñar con abandonarlo. Pero, tal y como sucedió aquí, la presunta imposibilidad de restaurar el sistema anterior sólo ha servido para que, después de un período de bonanza atribuible a la confianza en las bondades del esquema elegido, estallara una crisis realmente traumática. De haber aprovechado nuestros dirigentes o los del sur de Europa los beneficios aportados por la estabilidad monetaria para concretar reformas drásticas, tanto la convertibilidad como el euro hubieran resultado tan ventajosos como esperaban los gobiernos responsables de adoptarlos, pero en los dos casos los beneficios iniciales tuvieron el efecto perverso de convencerlos de que no sería necesario hacer mucho más. Perdida aquella oportunidad, los gobernantes se encontraron obligados a procurar llevar a cabo las reformas en circunstancias sumamente adversas. Sabemos lo que fue el desenlace en nuestro país; aunque los europeos juran estar resueltos a defender el euro pase lo que pasare, no sorprendería en absoluto que el euro terminara como la convertibilidad y que sea recordado como el símbolo del voluntarismo de quienes creían haber encontrado una solución maravillosamente sencilla para los problemas complicados supuestos por las diferencias económicas entre países como Alemania y otros de tradiciones, costumbres e instituciones radicalmente distintas y que –a pesar de todas las exhortaciones y advertencias procedentes de Berlín y Bruselas, y los esfuerzos por obedecer las órdenes así comunicadas subordinando todo a la rectitud fiscal de gobernantes como Monti y Rajoy– no están por cambiar.
Además de querer aplacar a quienes están protestando contra los programas de austeridad que están impulsando, parecería que Monti y Rajoy han prestado atención a los economistas que advierten que un ajuste demasiado severo podría resultar contraproducente, ya que serviría para demorar una eventual recuperación e incluso entrañaría el riesgo de una depresión prolongada que tendría consecuencias sociales catastróficas. De estar en lo cierto quienes piensan así, las perspectivas frente a la Eurozona son negras. Los problemas de los países miembros menos competitivos no tienen que ver con la cotización de la moneda común ante el dólar estadounidense, el yuan chino y el yen japonés, sino con el hecho de que la compartan con Alemania. Si los alemanes aceptaran subsidiar a sus socios, la unión monetaria funcionaría pero, por motivos evidentes, no tienen ninguna intención de hacerlo.
La canciller Angela Merkel y, de forma más decidida aún, los demás integrantes de su gobierno, insisten en que andando el tiempo los países periféricos de la Eurozona lograrán "convergir" con los que conforman el núcleo luego de llevar a cabo una serie de reformas parecidas a las instrumentadas por el gobierno de su antecesor, Gerhard Schröder, pero no pueden sino entender que se trata de una ilusión que a su modo se inspira en la idea "políticamente correcta" de que todos los pueblos estén en condiciones de ser igualmente productivos. Por desgracia, éste no es el caso. Por una multitud de motivos, de los que algunos pueden rastrearse a cambios sociales y culturales que tuvieron lugar hace varios siglos, ciertos pueblos son más productivos, en términos económicos, que otros y pocos lo son tanto como el alemán. Si bien los habitantes de Lombardía y, hasta cierto punto, Cataluña y el País Vasco estarían en condiciones de emular a los teutones, sus demás compatriotas tendrían que experimentar antes una revolución cultural harto improbable, una que, desde luego, no podrá concretarse a tiempo para salvar la Eurozona de la ruptura que vaticinan tantos escépticos.
Los artífices del euro optaron por una estrategia muy similar a la del gobierno del presidente Carlos Menem para fortalecer la convertibilidad; quemaron los barcos a fin de asegurar que a ningún miembro del club se le ocurriera soñar con abandonarlo. Pero, tal y como sucedió aquí, la presunta imposibilidad de restaurar el sistema anterior sólo ha servido para que, después de un período de bonanza atribuible a la confianza en las bondades del esquema elegido, estallara una crisis realmente traumática. De haber aprovechado nuestros dirigentes o los del sur de Europa los beneficios aportados por la estabilidad monetaria para concretar reformas drásticas, tanto la convertibilidad como el euro hubieran resultado tan ventajosos como esperaban los gobiernos responsables de adoptarlos, pero en los dos casos los beneficios iniciales tuvieron el efecto perverso de convencerlos de que no sería necesario hacer mucho más. Perdida aquella oportunidad, los gobernantes se encontraron obligados a procurar llevar a cabo las reformas en circunstancias sumamente adversas. Sabemos lo que fue el desenlace en nuestro país; aunque los europeos juran estar resueltos a defender el euro pase lo que pasare, no sorprendería en absoluto que el euro terminara como la convertibilidad y que sea recordado como el símbolo del voluntarismo de quienes creían haber encontrado una solución maravillosamente sencilla para los problemas complicados supuestos por las diferencias económicas entre países como Alemania y otros de tradiciones, costumbres e instituciones radicalmente distintas y que –a pesar de todas las exhortaciones y advertencias procedentes de Berlín y Bruselas, y los esfuerzos por obedecer las órdenes así comunicadas subordinando todo a la rectitud fiscal de gobernantes como Monti y Rajoy– no están por cambiar.