Italia, perplejidades de una Nación
*Por Héctor Ciapuscio. La celebración el 17 de marzo del aniversario 150º de la Unificación de Italia, que se identifica con la gesta libertaria de Garibaldi y la eficacia política de Cavour, recapituló éxitos históricos pero también frustraciones actuales.
La central de estas últimas es que el país que celebraba la unificación política alcanzada en 1861 sigue siendo una nación dividida. Tanto como para que la fiesta patriótica fuese objeto de un cuidado desdén, cuando no de rechazos, por parte de la Liga del Norte, la parcialidad conservadora y xenófoba que integra a las provincias más ricas y pujantes. Comentados ampliamente en "The New Yorker", varios libros de los últimos meses testimonian ya en sus títulos la seriedad del problema. Uno de ellos se titula "El fracaso de la nacionalidad italiana". Otro "Italia hoy: El hombre enfermo de Europa".
El análisis de las raíces históricas de la unificación italiana ilustra sobre los entresijos de la política que vino después. Para el período que nos interesa, las cosas se inician en los '90 con la operación "Mani Pulite" que expuso públicamente un vasto sistema de corrupción en el sector público que se denominó "Tangentópoli" y determinó el exilio del primer ministro y la condena judicial de un tercio de los diputados del Parlamento nacional. El proceso destruyó a los dos partidos, el Demócrata Cristiano y el Socialista, con el consiguiente giro político en las elecciones de 1994 que ganó un nuevo partido liderado por Silvio Berlusconi, un magnate de los medios que proclamó el propósito de "salvar la patria del comunismo" y se empeñó en una cruzada personal: obtener inmunidad para sus fraudes financieros, trasladar al gobierno el desparpajo de los poderosos y embelesar al mayoritario público vulgar con una televisión a su gusto. Convertido en árbitro de la política, sufrió un breve paréntesis de administración de centroizquierda entre el 2006 y el 2008, triunfó de nuevo en la elección siguiente y se reinstaló como primer ministro en acuerdo de alianza con la Liga del Norte. Está ahora en su trono.
Considerando a Berlusconi una anomalía en un país de la cultura de Italia y en una Europa cuidadosa en sus maneras políticas, varios analistas han hincado reflexiones en la psicología de la sociedad italiana, o aun del italiano mismo, para identificar razones del predominio insólito del Cavaliere. Coinciden en unos cuantos rasgos idiosincrásicos. El culto al que logra éxito, un escepticismo sobre cualquier cosa y sobre todas ellas, el gusto por la contra, la poca estimación del que "no piensa como uno", el atávico machismo. Reina la televisión, se instaló la "videocracia", el "homo videns" que bautizó Giovanni Sartori, el predominio del "ver" sobre el pensar. El placer de despreciar al otro se ve bien en los debates televisivos en los que los oponentes son presentados no como equivocados sino como perdedores, o todavía peor, como perdedores maricones. Uno que pierde políticamente y un perdedor sexual son lo mismo. Cosas como éstas explican que a Berlusconi no lo afecte políticamente su reputación de tramposo y libertino. Muchos lo ven como un ganador de mujeres bellas y jueces temerosos, un campeón del "déjenme hacer lo que quiera, déjenme darme los gustos ya que tengo plata y puedo". Él maneja también los diarios populares.
Los encantos de las chicas de Berlusconi, dijo un periodista del "Corriere", atraen más que el asunto de su corrupción a los jueces. "La única literatura que los italianos encuentran hoy atractiva son las transcripciones de los chismes telefónicos de las nenas del Cavaliere quejándose de cuán exhaustas quedaron luego de una noche con él, y los de sus mamás de clase media aconsejándoles pedir más cash". A quienes lo critican o lo enjuician, el primer ministro siempre responde (como hacen los totalitarios en todas partes): "Yo gané las elecciones, así que todas las objeciones que me hacen son antidemocráticas".
Los últimos meses han mostrado a un Berlusconi desenfrenado en libertinajes. Beppe Severgnini, un gran periodista, escribió días atrás una nota en la que comenta el libro que le regaló un amigo y cuyo título, dice, no deja lugar a suposiciones sobre lo que contiene. El título es "Sodoma, Le 120 giornate che hanno distrutto Berlusconi". El periodista agrega con amargura: "Hanno distrutto pure noi, vien da dire" (Nos han destruido también a nosotros, hay que decirlo). Y menciona luego los 42 distintos episodios "party girls" que vienen pautando con nombres propios las últimas hazañas del Cavaliere. Ahora enfrenta, aparte de otro por fraudes financieros con Mediaset, un juicio en Milán por estupro de Ruby, una marroquí de 15 años que recibía en su mansión de Árcore. Hay más, pero todos son "peccata minora" para este fauno senil que es el líder político y primer ministro de Italia. Él no tiene reparos en hablar públicamente de cosas graves que considera normales como lo que llama "bunga bunga", una orgía colectiva tipo murga en la que es bastonero y protagonista. Con este ritual obsceno Berlusconi quiere dejar claro que, aparte de ser el más rico y el más poderoso, aspira a ser visto como el supremo "maschio italiano".
Pero volvamos a la celebración del sexquicentenario de la unidad de Italia que, como dijimos al principio, dio la imagen de una nación dividida. Tuvo un boicot generalizado de los que piensan que no existió equidad para ellos en la histórica consolidación política del país, los del Norte próspero –que algunos, en desafío, distinguen como "Padania"– a quienes les repugna pagar por la pobreza del Sur. En el Véneto lo quemaron en imagen a Garibaldi, en la Asamblea Regional de Lombardía se negaron a izar la bandera, muchos legisladores de la Liga se negaron a corear el himno. En contraposición con ellos, la inmensa mayoría festejó el aniversario. Un artista popular, el genial Roberto Benigni, brindó desde San Remo una noche de puro patriotismo a 19 millones de televidentes, cautivados con su imagen sobre un caballo blanco flameando la bandera y recitando palabras del himno de Mameli. Y en la ceremonia principal, celebrada el propio 17 de marzo frente al Altar de la Patria en Roma, un meduloso discurso del presidente Giorgio Napolitano conmovió al país tanto como los sones de la ópera Nabuccco de Giuseppe Verdi, el histórico canto a la libertad que cerró la fiesta.
*Por Héctor Ciapuscio - Doctor en Filosofía