DOLAR
OFICIAL $816.08
COMPRA
$875.65
VENTA
BLUE $1.18
COMPRA
$1.20
VENTA

¿Intelectuales o propagandistas?

*Por Pablo Sirvén. "No sé por qué no están Horacio González y Ricardo Forster. El triunfo también es de ellos", lanzó, irónico, alguien muy cercano al jefe de gobierno en la noche de la categórica reelección.

En medio de la euforia de globos amarillos todo era danza victoriosa en Costa Salguero, en tanto atronaba sin asco Fito Páez. Parafraseando a Mauricio Macri, que dijo que los votos conseguidos no son de nadie, los hits musicales tampoco tienen dueño ni, mucho menos, ideología.

Contrastó con ese fervor bullanguero la repentina parquedad de los intelectuales de Carta Abierta, que tanto se expusieron a favor de Daniel Filmus hasta el domingo de la segunda vuelta y en su microscópica autocrítica de cinco minutos que archivaron en cuanto se los reprendió. Casi ni se los vio ni se los leyó en estos días. Apenas el viernes, en la Biblioteca Nacional, cuando Sandra Russo presentó su panegírico libro sobre la Presidenta, junto al relator oficial Víctor Hugo Morales, el dueño de casa, Horacio González, habló entre otras cosas de "las estructuras de injuria que se leen todos los días en los diarios".

No tiene nada de malo ni de particular que un conglomerado de intelectuales hayan armado un grupo de reflexión y debate a partir de sus afinidades y simpatías con el kirchnerismo.

Lo inquietante es que mutaran desde el conflicto con el campo, en 2008, hasta ahora mismo, en toscos propagandistas. Prestan flaco favor como anestesistas no matriculados de los dolores oficiales que insensibilizan y así no hay quien quiera, en lo alto del poder, enmendar las consecuencias de elecciones clave perdidas; irregularidades como los sueños compartidos de Schoklender y Hebe; investigaciones aviesas, interesadas y frustradas sobre la identidad de Marcela y Felipe Herrera Noble; tragedias como las de Mariano Ferreyra, Jujuy y los qom de Formosa, y episodios insólitos como la pelea en el Inadi y el caso Zaffaroni.

El auténtico intelectual es, por naturaleza, inconformista, y cuestiona todo poder constituido. Es revulsivo e insolente, pero no en el sentido superficialmente mediático y escandaloso de la palabra, sino en su serena profundidad metodológica, asistido por sus saberes, los instrumentos académicos y el honesto intercambio de pareceres con sus pares. Es tan independiente y meticuloso que puede desarmar su propio pensamiento para someterlo a los rigores de la discusión teórica sin especular sobre si los resultados lo favorecerán o no. Y hasta es capaz de tirar fuerte de la punta del mantel de la mesa del que sea sin pedir permiso, para saber qué cosas se mantienen en pie y cuáles otras caen y se hacen añicos, sólo por intentar explicar desapasionadamente por qué sucede una cosa y otra.

El propagandista es la antítesis del intelectual. Este advierte un problema en todos sus matices y complejidades con actitud inquisidora, pero al mismo tiempo con ánimo ascético y prescindente. Aquél, en cambio, esconde rápidamente debajo de la alfombra todo lo que no le conviene ver y exalta distorsionándolas hasta el paroxismo las propias virtudes, virtudes que, al no ser confrontadas con sus propias zonas sombrías, pierden musculatura moral y fortaleza teórica hasta vaciarse de contenido y volverse caricaturas de sí mismas. Si el intelectual es un faro que con su luz, rastrilla sin trampas la oscuridad a su alrededor, el propagandista apenas es una linterna que sólo apunta aviesamente hacia dónde le conviene.

Los sofistas, con sus unilaterales silogismos dirigidos como lanzas contra sus virtuales enemigos, no sólo logran engañar a sus mandantes con reflexivos halagos, sino que terminan autoengañados. La pérdida del genuino ejercicio de someter al análisis erudito, sin concesiones hacia un lado y hacia otro, comenzando por la revisión de los propios puntos flacos y errores, convierte a la discusión en un dispositivo ligero y malintencionado, en un entretenimiento perverso que sólo se aplica para neutralizar al contrario, con cero crítica hacia adentro.

Copia vil de un genuino corpus filosófico, el que ofrecen es endeble y se reduce a meras consignas sin respaldo, pero que, machacadas por militantes virtuales y funcionarios bocones, logran un consenso chiquito que circula encapsulado dentro de la propia tropa, en tanto producen desconfianza, hilaridad o directamente profundo rechazo en los que pertenecen a otras filas.

La primera palabra mágica, que fue como una verdad revelada que los sacó de las tinieblas, fue "destituyentes"; luego aparecieron "medios hegemónicos" y "corporación mediática". La Presidenta sumó su propio hallazgo: "el relato".

Lo que podía ser, al principio, una bienvenida brisa fresca para cuestionar un muy perfectible orden establecido (qué y cómo cuentan las cosas los grandes medios, qué destacan, qué asordinan, qué intereses defienden, etcétera), por cierto, muy pronto derivó en un cuestionamiento general de todo el funcionamiento de la prensa. Ese es el móvil real: inocular racismo hacia los periodistas y su oficio. De no haber sido articulado por los que más estudiaron, esa fobia habría sido catalogada de autoritaria o patológica. Los intelectuales K, en cambio, se dieron a la tarea de bordar dócilmente una red de "pensamiento profesional" para decodificar y, por sobre todo, desconstruir (perdón, Derrida) el discurso "opositor" de los medios mientras guardan silencio o justifican los excesos, hostigamientos y persecuciones que puedan darse. Utilizan sin culpas una vara dual que, al tiempo que fustiga a la "corporación mediática", acaricia al bando oficial.

La Universidad de La Plata, al distinguir a Hugo Chávez y a Hebe de Bonafini, consagra ese trastocamiento del sentido, naturalizándolo, lo que lleva de inmediato a razonamientos absurdos como los que se repitieron al día siguiente del segundo triunfo en tres semanas de Macri, que fue atribuido a que estaba "blindado" por los medios. En ese caso, si, como parece, en octubre la Presidenta consigue su reelección, ¿cuál será la explicación si los medios "hegemónicos" son tan opositores e influyentes como afirman?

Los dos más célebres referentes de Carta Abierta, que eran echados de menos irónicamente en medio de la fiesta de Pro en la madrugada del lunes por sus involuntarios servicios prestados a la causa macrista, González y Forster, pergeñaron una figura más digna de los cráneos apurados de una redacción periodística que de los forjados por el pensamiento científico de la universidad: la "máquina de capturar palabras". En realidad, el rótulo esconde una vieja y reaccionaria idea: "maten al mensajero" (el problema no son los hechos incómodos o las incorrecciones que puedan producirse, sino que los periodistas se empeñen en contarlos).

El director de la Biblioteca Nacional, cuya mayor hazaña este año fue propiciar que Mario Vargas Llosa no fuese orador en la inauguración de la Feria del Libro, describe a estas maquinarias de captura como "grandes antenas semiológicas que operan tanto en el mundo de los laboratorios científicos, quizás en los cotejos de ADN [obvia alusión irónica al caso Noble] como en algo que se le parece, que es el aprisionamiento de palabras para hacerlas pasar por probetas de infamación o descrédito".

En tanto la ensayista María Pía López asegura, en disparatada contradicción, que "el kirchnerismo siempre constituyó hegemonías parciales" porque el "sistema de medios opositores [es] muy articulado y muy preciso", Forster subraya: "Funciona a todo vapor, entre nosotros, una máquina mediática de captura de palabras" que apunta a "nuevas formas de sentido común".

Con la "máquina del tiempo", la literatura y el cine nos hicieron soñar con viajes a épocas lejanas del pasado y del futuro. Desde que Emilio Perina escribió La máquina de impedir , esa expresión es moneda corriente en los análisis políticos. La "máquina de hacer pájaros" nos remite a una de las bandas más creativas de Charly García y, en cambio, la "máquina de Dios" es el nombre coloquial con el que mencionamos al acelerador de partículas de Ginebra. Sin pretender ser exhaustiva, esta lista, sin embargo, no podría, por razones obvias, cerrar sin mencionar aquella otra de la que solía hablar Tato Bores: la "máquina de cortar boludos".