Indignante persistencia de la pobreza
La existencia de diez millones de pobres pese a los planes sociales confirma que estamos ante un problema estructural.
Pese a que los planes de asistencia social se han multiplicado desde la crisis de 2001, pese al crecimiento económico y pese al discurso oficial que pretende ocultarlo, entre el 20 y el 25 por ciento de la población argentina permanece hoy en la pobreza.
Esta cruda e inconcebible realidad que afecta a uno de cada cuatro o cada cinco argentinos está confirmando la existencia de algo que los estudiosos denominan "núcleo duro" de pobreza y que se ha convertido ya en un lamentable fenómeno estructural. Existe una Argentina que prospera, otra que lucha por no empobrecerse y una última que parece condenada a permanecer no sólo en la pobreza, sino también fuera del campo de visión y fuera de las estadísticas del Gobierno. Como si no existiera.
Como informó LA NACION días atrás, los datos que ponen de manifiesto este vergonzoso panorama provienen de estudios de dos serios y reconocidos centros de investigación, el Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina (UCA) y SEL Consultores, realizados a partir de mediciones de las condiciones de hábitat, educación, situación laboral, alimentación y de otras variables.
En cambio, en el ámbito oficial, para el Indec, controlado por el secretario Guillermo Moreno, la pobreza pasó del 23,4 por ciento, en el primer semestre de 2007, al 8,3 por ciento el año pasado. Salta a la vista el abismo que se abre entre la Argentina de las cifras oficiales y la Argentina real, donde la pobreza triplica la que aparece en los registros del Indec. Como es sabido, hace ya años que este organismo falsea los índices reales de inflación para intentar mostrar que es menor que el que la gente registra al hacer las compras. Y como los índices de pobreza se basan en los de inflación, al falsearse éstos, la pobreza oficial "disminuye".
Uno de los aspectos más preocupantes de la persistencia del núcleo duro de pobreza es que este fenómeno, como ya dijimos, se ha ido convirtiendo en un elemento estructural pese a la constante multiplicación de los programas sociales, que en el caso de la Asignación Universal por Hijo y la entrega de jubilaciones a quienes no habían realizado aportes previsionales alcanzan actualmente a más de 5,5 millones de personas.
Inútil es, como suelen hacer los funcionarios, comparar las cifras astronómicas que alcanzó la pobreza en lo peor de la crisis iniciada hace diez años: 38 por ciento a fines de 2001 y 57,5 por ciento en octubre de 2002. Desde entonces el país ha crecido a tasas desusadas, y la cantidad y extensión de los planes de ayuda social se ha incrementado. De ahí que más de la mitad de aquel 57,5 por ciento pudo integrarse o reintegrarse a la clase media.
Pero el hecho de que entre un 20 y un 25 por ciento no lo logre nos está mostrando que algo falla y que, a medida que pasan los años, alrededor de diez millones de argentinos parecen condenados a seguir viviendo fuera de los márgenes de la sociedad. En la invisibilidad.
Según un estudio de la Escuela de Economía de la Universidad Católica Argentina, detrás de la importante expansión del empleo asalariado formal verificado en los últimos años, "se esconde un factor generador de exclusión social", pues entre 2004 y 2011 el empleo creció para las personas con niveles de educación medio y alto, pero disminuyó para los trabajadores con menos educación y que "constituyen un 43 por ciento de la población activa".
Esta realidad también nos obliga a plantearnos la verdadera finalidad de los planes sociales. Estos programas no pueden ser un fin en sí mismo sino un medio para socorrer a los más necesitados. Pero su perpetuación en el tiempo, su consolidación como medio de vida en reemplazo del trabajo y su empleo como herramienta política por parte del Gobierno y sus punteros los pervierte, convirtiéndolos en dádivas y en elementos de coerción para fomentar un enorme caudal de votos cautivos.
En este sentido, no es descabellado plantearse si la persistencia del núcleo duro de pobreza resulta funcional a ciertos sectores del poder político. Sea como fuere, es preciso comenzar a hacer algo ya por estos diez millones de argentinos.
Esta cruda e inconcebible realidad que afecta a uno de cada cuatro o cada cinco argentinos está confirmando la existencia de algo que los estudiosos denominan "núcleo duro" de pobreza y que se ha convertido ya en un lamentable fenómeno estructural. Existe una Argentina que prospera, otra que lucha por no empobrecerse y una última que parece condenada a permanecer no sólo en la pobreza, sino también fuera del campo de visión y fuera de las estadísticas del Gobierno. Como si no existiera.
Como informó LA NACION días atrás, los datos que ponen de manifiesto este vergonzoso panorama provienen de estudios de dos serios y reconocidos centros de investigación, el Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina (UCA) y SEL Consultores, realizados a partir de mediciones de las condiciones de hábitat, educación, situación laboral, alimentación y de otras variables.
En cambio, en el ámbito oficial, para el Indec, controlado por el secretario Guillermo Moreno, la pobreza pasó del 23,4 por ciento, en el primer semestre de 2007, al 8,3 por ciento el año pasado. Salta a la vista el abismo que se abre entre la Argentina de las cifras oficiales y la Argentina real, donde la pobreza triplica la que aparece en los registros del Indec. Como es sabido, hace ya años que este organismo falsea los índices reales de inflación para intentar mostrar que es menor que el que la gente registra al hacer las compras. Y como los índices de pobreza se basan en los de inflación, al falsearse éstos, la pobreza oficial "disminuye".
Uno de los aspectos más preocupantes de la persistencia del núcleo duro de pobreza es que este fenómeno, como ya dijimos, se ha ido convirtiendo en un elemento estructural pese a la constante multiplicación de los programas sociales, que en el caso de la Asignación Universal por Hijo y la entrega de jubilaciones a quienes no habían realizado aportes previsionales alcanzan actualmente a más de 5,5 millones de personas.
Inútil es, como suelen hacer los funcionarios, comparar las cifras astronómicas que alcanzó la pobreza en lo peor de la crisis iniciada hace diez años: 38 por ciento a fines de 2001 y 57,5 por ciento en octubre de 2002. Desde entonces el país ha crecido a tasas desusadas, y la cantidad y extensión de los planes de ayuda social se ha incrementado. De ahí que más de la mitad de aquel 57,5 por ciento pudo integrarse o reintegrarse a la clase media.
Pero el hecho de que entre un 20 y un 25 por ciento no lo logre nos está mostrando que algo falla y que, a medida que pasan los años, alrededor de diez millones de argentinos parecen condenados a seguir viviendo fuera de los márgenes de la sociedad. En la invisibilidad.
Según un estudio de la Escuela de Economía de la Universidad Católica Argentina, detrás de la importante expansión del empleo asalariado formal verificado en los últimos años, "se esconde un factor generador de exclusión social", pues entre 2004 y 2011 el empleo creció para las personas con niveles de educación medio y alto, pero disminuyó para los trabajadores con menos educación y que "constituyen un 43 por ciento de la población activa".
Esta realidad también nos obliga a plantearnos la verdadera finalidad de los planes sociales. Estos programas no pueden ser un fin en sí mismo sino un medio para socorrer a los más necesitados. Pero su perpetuación en el tiempo, su consolidación como medio de vida en reemplazo del trabajo y su empleo como herramienta política por parte del Gobierno y sus punteros los pervierte, convirtiéndolos en dádivas y en elementos de coerción para fomentar un enorme caudal de votos cautivos.
En este sentido, no es descabellado plantearse si la persistencia del núcleo duro de pobreza resulta funcional a ciertos sectores del poder político. Sea como fuere, es preciso comenzar a hacer algo ya por estos diez millones de argentinos.