Imprescindibles
*Por Ernesto Tenembaum. En los últimos años, América latina ha dado impresionantes muestras de la capacidad de sus pueblos por generar líderes que no se marean por el poder, que saben que es temporario.
Es posible que, para decirlo, aún sea prematuro. O que tenga algún grado de exageración. Pero a estas alturas, creo que también es una obviedad, algo que se cae de maduro. Se ve. Se siente. Quizás algunas personas se sientan agraviadas por semejante afirmación. Pero creo que ya es hora de decirlo.
Aquí vamos, pues: a juzgar por lo que ocurrió en este medio año, Néstor Kirchner no era imprescindible para el país.
Ya está. Lo dije.
Si usted es kirchnerista, de esos que lo comparan con el eternauta, no se apure, no se enoje, que quizás esta herejía, este sacrilegio, termine en un elogio, aunque nunca se sabe.
Dicho de otro modo: seis meses después hay muchas personas que lo extrañan, a las que les duele su ausencia, pero el país no ha sufrido ninguna crisis tremenda, el Gobierno no fue dañado, quienes tenían dudas sobre la capacidad de Cristina para continuar sola la tarea de gobernar ya las han disipado, el consenso del oficialismo ha crecido.
O sea: Kirchner no era imprescindible.
Aunque no lo parezca, insisto, esto no es una crítica sino –casi– un elogio.
La verdad es que nadie es imprescindible (o casi nadie, como lo expresa la foto que ilustra esta página). Por más propaganda que se haga, por más iconografía que se cree, por más escuelas, rutas, remeras, calles, puentes, estadios, torneos, postes, esquinas, aeropuertos, comedores, salitas de primeros auxilios, plazas y álbumes de figuritas que se bauticen con su nombre, nada cambia eso: (casi) nadie es imprescindible. No lo ha sido Ricardo Lagos en Chile, ni Lula en Brasil, ni Tabaré en Uruguay. ¿Por qué el caso de Kirchner sería distinto? Quizás algunos de sus seguidores, mareados de culto a la personalidad, quisieron ver en Kirchner cualidades superiores a las humanas: un superhéroe, un hombre único, un referente universal. Pero no las tenía, como no las tiene nadie.
Ahora, el hecho de que, luego de su muerte, no se haya producido un cataclismo, habla bien –y no mal– de su liderazgo. A su manera –errática, enérgica, atolondrada, contradictoria, pasional– a esta altura parece evidente que dejó un equipo gobernando el país. A alguna gente le gustará como lo hace, a otra no. Pero está claro que conduce el país, y el peronismo, que es aún más complicado que el país. Al igual que Perón, al morir quedó su mujer al mando. Pero las diferencias entre las dos mujeres son realmente infinitas. La una parecía la última humorada del general. Cristina Fernández de Kirchner, en cambio, no sólo ejerce como presidente con todas sus facultades (por momentos, perdón, da la impresión de cometer menos errores que su cónyuge), sino que además está en óptimas condiciones para ser reelecta.
Pero centrar todo en ella sería tan personalista como creer que Kirchner era imprescindible. Tampoco ella –con perdón– lo es. Evidentemente, hay que rendirse ante las evidencias: Kirchner dejó un equipo detrás de él.
Es raro cómo ocurrió todo. Él no daba la impresión de respetar el trabajo en equipo. Parecía creerse imprescindible. De hecho, toda su trayectoria avala ese (¿pre?)juicio. Nunca dejó el poder en Santa Cruz a nadie, hasta que pudo proyectarse a nivel nacional. Ideó un hábil artilugio matrimonial para quedarse en el poder la mayor parte del tiempo posible. Incluso cuando su mujer asumió la presidencia, se metía en todo y los ministros no sabían, en general, de quién recibir órdenes. Sin embargo, quizás a su pesar (o quizá no), en esos años se fue formando un equipo capaz de prescindir de él. No tengo idea de si es algo que ocurrió gracias a él, independientemente de él, o pese a él. Pero esas dudas son irrelevantes y los hechos son los hechos. Su muerte permitió aflorar un fenómeno que antes, mientras él vivía, no se percibía.
La historia política latinoamericana está repleta de personajes que se creen, o se creyeron, imprescindibles al punto de quedarse, o pretender quedarse, en el poder por décadas. En los últimos años, en cambio, América latina ha dado impresionantes muestras de la capacidad de sus pueblos por generar líderes que no se marean por el poder, que saben que es temporario, y que su gran desafío consiste, en primer lugar, en gobernar bien y, si es posible, en formar al equipo que los va a suceder. Los que no se creen los dueños absolutos de la capacidad de gobernar ni los poseedores de la única verdad posible para sus países (en un mundo, además, donde las grandes verdades se han pulverizado, para desgracia de los fanáticos). Está claro que entre los exponentes de la vieja escuela figuran los hermanos Castro y Hugo Chávez –más allá de las opiniones que se tengan de ellos en otros aspectos–, y Lagos, Tabaré o Lula entre los que se animaron a emprender con éxito el nuevo camino.
De Kirchner no lo podremos saber nunca (aunque sí lo sabremos de Cristina), porque la muerte se impuso sobre su voluntad y eso impidió ver si estaba dispuesto a favorecer una sucesión que no fuera la de él mismo y su familia. Probablemente nunca hubiera dejado el poder por voluntad propia. Pero su muerte refleja que había creado condiciones objetivas para no ser imprescindible. Si se cumple el previsible triunfo electoral del oficialismo, uno de los grandes desafíos de Fernández de Kirchner consistirá en demostrar, y demostrarles a los suyos, que ella no es (bah, eso ya se sabe), que ella no se siente imprescindible y que puede generar una sucesión con consenso y eficiencia, que proyecte sus ideas en el tiempo, como lo han hecho otros líderes en el continente. En el Gobierno hay quienes se esperanzan en esa tendencia, pero también quienes la piden en el poder por quince años o desean una "Cristina eterna" y ni que hablar de los que redactan proyectos de reforma constitucional: son los que más dependen de ella.
La idea de quedarse para siempre en el poder refleja varias impotencias al mismo tiempo: la de no poder vivir sin él, la de no confiar en los colaboradores de toda una vida, la de no poder ser generoso y, sobre todo, la de no saber crear equipos que continúen un proyecto, cualquiera sea este.
Todo eso lo sabíamos en la década del noventa, cuando nos oponíamos, primero, a la reelección de Menem y, luego, a su abortado proyecto de re-re. No era, por lo que recuerdo, una cuestión personal: modificar las reglas de juego para quedarse en el poder era pésimo para el sistema democrático, reflejaba una ambición enfermiza, asfixiaba la democracia. Eso pensábamos muchos, aunque algunos se hayan olvidado del asunto, como de tantas otras cosas.
En otras palabras, si (casi) nadie –ni siquiera Kirchner– es imprescindible, todo aquel que busca perpetuarse en el poder lo hace por una cuestión de ambición personal, de impotencia, de pequeñez, así fuera Kirchner. Porque, por ejemplo, si él no era imprescindible para la Argentina, ¿qué es lo que hace que un personaje mucho menor, como José Luis Gioja, se crea imprescindible para San Juan? ¿Su megalomanía? ¿Su impotencia? ¿Su ambición? No son, claramente, las ganas de servir. Si, al final, nadie es imprescindible.
Lo veía a Gioja festejar y pensaba: ¿Qué festeja? ¿Que no puede confiar ni siquiera en su hermano?
En fin, que nadie es imprescindible.
O casi nadie.
Como lo demuestra la foto.
¿O cabe alguna duda?