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¿Hoy vota un solo pueblo, o millones de ciudadanos?

*Por Mariano Grondona. oy, cuando votemos, ¿lo haremos como miembros de un único ente colectivo llamado pueblo o como ciudadanos individuales que, ganen o pierdan, no renunciarán a su identidad? ¿Qué significa el voto en una democracia? Esta pregunta lleva a otra: ¿qué es la democracia ?

Los griegos, que inventaron la democracia, la denominaron con una palabra compuesta por un prefijo, demos , que quiere decir "pueblo" y un sufijo, -cratos , que quiere decir "poder". La democracia es el poder del pueblo . Pero es rarísimo que el pueblo se exprese en forma unánime. Si cada vez que votamos lo hiciéramos en forma unánime, no habría problema en la interpretación de la democracia. El problema subsiste cuando hay una mayoría y una o varias minorías. Pericles, el gran estadista ateniense, fue el primero en definir la democracia al decir que, en ella, "los más importan más que los menos" . Con esta frase, Pericles sustituyó el principio de la unanimidad por otro más a mano: el principio mayoritario.

¿Cómo concebiremos entonces el principio mayoritario? ¿Definiremos a la mayoría como una fuerza "absoluta" o sólo como una fuerza "relativa" porque, si entendemos la palabra "pueblo" como idéntica a la "totalidad del pueblo" y no como la expresión de una "parte" del pueblo aunque sea mayoritaria, tendremos que dejar un lugar a las minorías. Un gran pensador, el ginebrino Juan Jacobo Rousseau, tendió a identificar la mayoría con la totalidad del pueblo. Otro gran pensador, el inglés John Locke, negó que la mayoría pudiera representar a la totalidad del pueblo.

Aunque en última instancia refutable, la tesis de Rousseau es fascinante. Según él, lo que se expresa en cada elección es la Voluntad General de ese único organismo que es el pueblo. Cada ciudadano, cuando vota, no realiza entonces un "acto de voluntad" sino un "acto de razón": interpretar cuál es la Voluntad General del pueblo. En el momento del escrutinio, el ciudadano verifica si su interpretación ganó o perdió. Si ganó, quiere decir que había interpretado correctamente a la Voluntad General. Si perdió, se había equivocado. En este último caso, sólo le queda reconocer su error. Al día siquiente del escritinio el pueblo recupera por consiguiente la unanimidad, que es la suma de los que acertaron y de los que, habiéndose equivocado, se pliegan a los vencedores porque, en caso contrario, se convertirían en traidores.

Para Rousseau, por consiguiente, el voto tiene un significado trascendental, casi religioso, y en cierto modo definitivo, porque en el día de los comicios el Pueblo, ese dios de la democracia, pronuncia solemnemente su palabra. Como buen inglés, Locke no le da al voto este alcance casi sobrenatural sino un alcance meramente práctico desde el momento en que, al ser la unanimidad casi imposible, acepta el principio mayoritario como un expediente supletorio para asegurarles la gobernabilidad a los vencedores, pero a sabiendas de que cada elección, lejos de quemar incienso ante el altar de la Voluntad General, todo lo que hace es definir el rumbo del gobierno hasta la próxima elección. Por eso es importante, para Locke, que la mayoría respete escrupulosamente a la minoría a la que acaba de derrotar, ya que ella podría convertirse en mayoría en la siguiente elección. Para Rousseau, el Estado democrático es una única nave, con todos sus pasajeros embarcados. Para Locke, el Estado democrático es un conjunto de canoas que, si bien se han puesto de acuerdo en el método para regular sus desacuerdos hasta el nuevo período de gobierno, no por eso han renunciado al pluralismo, a la diversidad.

Populistas y liberales

Si llamamos rousseaunianos a los partidarios de la interpretación del voto de Rousseau y lockianos a los partidarios de la interpretación de Locke, podremos establecer dos distinciones. La primera de ellas es que los partidos de inclinación populista tienden a ser rousseaunianos o plebiscitarios en cuanto le dan al voto un alcance trascendental, mientras que los partidos de inclinación liberal le dan al voto, solamente, un alcance circunstancial. ¿No era entre nosotros "plebiscitario" el peronismo cuando juzgaba a cada elección como un verdadero plebiscito? Pero al preguntar tantas veces "¿si éste no es el pueblo, el pueblo donde está?", el peronismo también reflejaba el simple hecho de que casi siempre ganaba. Esto nos lleva a la segunda distinción: ¿no es el rousseaunianismo, además, propio de los partidos acostumbrados a ganar? Que el hecho de ganar inclina a cualquiera al rousseaunianismo se comprobó en 2009, cuando la categórica derrota kirchnerista indujo al antikirchnerismo a "creérsela" pese a su raigambre liberal, suponiendo que el ciclo kirchnerista agonizaba.

Podría decirse entonces que sobre todos nosotros , sea nuestro sesgo populista o liberal, vuela Rousseau cuando estamos ganando. Es que, al obtener una victoria contundente, es simplemente humano volverse plebiscitario. Esta noche, cuando se conozcan las cifras de la elección, el kirchnerismo tendrá por consiguiente dos motivos para venerar a Rousseau: el primero, su raíz populista; el segundo, las cifras que lo favorecerán. Pero el electorado, por definición, es inconstante. El pueblo es uno, pero sus humores son variables. En 2009 la oposición, con el 70 por ciento de los votos, pudo pensar que se acababa el ciclo kirchnerista. Esta noche, el kirchnerismo podrá pensar a su vez que Cristina es "eterna". En ambos casos nos encontraríamos ante un error de proyección porque los ciclos no terminan sólo con desearlo y porque, además, nadie es eterno. Los vencedores nunca piensan de este modo, lo cual prueba que tanto los kirchneristas como los antikirchneristas somos simplemente "humanos". El ser humano, ¿no es acaso un mortal que aspira a la inmortalidad?

Los votos "fuera de urna"

La cuestión del voto que venimos de explorar sería relativamente sencilla si las sociedades democráticas se expresaran solamente en las urnas. ¿Es actualmente el voto, empero, su único canal? Cuando muchos argentinos gritaban "que se vayan todos" en 2001, buscaban una vía alternativa a las urnas. Aquella vía no fue electoral, pero de ella derivaron nada menos que la renuncia de un presidente constitucional y su reemplazo por otros no elegidos hasta que fue posible convocar formalmente al pueblo, otra vez, en 2003. Si sólo tomáramos este ejemplo, estaríamos ante un "mal argentino", pero el despliegue cada día más amplio de los indignados a lo largo del planeta viene a indicarnos que tal vez nos hallamos ante un mal universal.

El número de los "indignados" no se computa en las mesas electorales, y, sin embargo, pesa cada día más. Tampoco cuentan los votos de los operadores económicos grandes o pequeños que retiran sus fondos de algunos países. La Argentina de los "cacerolazos" hizo caer a un presidente hace diez años, sin que mediara una elección formal.

De la Argentina actual habrán emigrado alrededor de 22.000 millones de dólares este año. Si nos parece extraño que muchos argentinos hayan votado tanto a Kirchner como a Macri, ¿no es también desconcertante la actitud de aquellos que hoy votan por Cristina, pero fugan al mismo tiempo sus capitales? El voto formal es fundamental en las democracias, pero en estos tiempos de incertidumbre son muchos aquellos que, ya sea indignándose o retirando sus dólares, nos advierten que ganar una elección no lo es todo, ni siquiera en una democracia, cuando hay una circulación periférica de las voluntades al margen de los canales previamente diseñados.