¡Horror! Me convertí en porteña
Así como Gregorio Samsa, el personaje de Kafka, descubre un día que se está metamorfoseando en un monstruoso insecto, cierta noche, encontré que me había transformado en una porteña.
Fue arriba del subte. Impíamente le clavé la cartera en el esternón a un caballero, le acerté un taco de punta a una digna anciana, le enchufé el codo en la oreja a un discapacitado y, finalmente, me tiré sobre un asiento así conquistado y me quede dormida escuchando imperturbable el coro de maldiciones sobre mi cabeza. Pero, sin duda, la metamorfosis había comenzado mucho antes. Siga esta triste historia intitulada "de aquella dulce provinciana a esta yegua porteña".
Antes de llegar a esta metrópolis, la única información que tenia de ella provenía de fuentes literarias, aquel "no nos une el amor si no el espanto" de Borges pasando por Adán Buenosayres de Marechal y las letras de los tangos, donde la muestran como la reina del plata, con un farol balanceando en la barrera y un silencio de adiós que siembra el tren.
¡Gloria y loor a los artistas!, pero nadie me había dicho que vivir aquí es básicamente carecer de tiempo. En una secuencia de progresión catastrófica, una comienza por ahorrarlo y termina mezquinándolo a los amigos. Luego de odiar hasta la mudez a los contestadores telefónicos, por ejemplo, ahora, los amo. Me evitan preguntar "¿cómo estás?" y me eximen de responder cómo ando. Después de todo, ¿a quién carajo le importa? Pero quizás el punto más sensible de esta metamorfosis se ve en la vida cotidiana. Ya conocí la maravillosa sensación de comer de un "taper" sobre el escritorio o, lo que es más letal, un sándwich de los que se venden en los lugares de trabajo y terminar embadurnada de mayonesa hasta las rodillas. ¿Y aquellas amables sobremesas donde se conversaba sobre literatura, de política y hasta de amor entre familia? ¿Qué familia? ¿Esa gente con la que convivo y antes se llamaba esposo o amor y con el tiempo se volvió un señor fastidioso que reclamaba comida y hasta se ofendía porque me quedaba dormida antes, durante y después?
Descalabros de una porteña acelerada
-Saludar a todo el mundo sin tener la más puta idea de quién es.
-O no saludar a nadie aunque fuere nuestra vieja.
-Tener las uñas llenas de costras de pinturas anteriores.
-Tener una ceja depilada y la otra no.
-Llevar en la cartera un equipo como para atravesar el desierto Gobi (o un día en la "city").
-Quedarse dormida en el cine y roncar.
-Odiar a los taxistas que manejan despacio.
-Encender puchos teniendo otros prendidos en el cenicero.
-Salir con el maquillaje chorreado.
-Jurarse por Dios y María Santísima que mañana paro pero... ya sabemos que una es agnóstica.
Alegría: llego el fin de semana
Cuentan las estadísticas que la gente de las grandes ciudades tienen una sorprendente propensión a suicidarse los fines de semana.
El dato me parecía intrigante pero por fin lo entiendo. Si llegan a enterarse de que esta escriba se arrojó de un piso 13 un domingo a las cinco de la tarde vayan sabiendo los motivos. Vivo en Buenos Aires señores, y aquí se usan esos días, no para descansar como la Biblia y la ley de contrato de trabajo lo estipulan, sino preparándose para la maratón que se desata el lunes. Nada más deprimente. Sin duda las porteñas deben ser minas de gran temple, dado que no se arrojan en alud por las ventanas de cada departamento, cada domingo de esta encantadora ciudad, que sería perfecta sin el aluvión de provincianos que la agobia.