Herencia maldita
Si bien para la presidenta Cristina Fernández de Kirchner los beneficios de seguir en el poder luego de haberse anotado un triunfo electoral categórico son claramente mayores que las desventajas, éstas incluyen la imposibilidad de quejarse amargamente por la herencia recibida, como resulta habitual no sólo en nuestro país sino también en muchos otros, para entonces tomar medidas antipáticas diciendo que todo es culpa del gobierno anterior.
De haber ganado otro candidato las elecciones del mes pasado, el presidente electo ya estaría criticando con vehemencia a los kirchneristas por los problemas planteados por su intento tardío de modificar el régimen sumamente complicado de subsidios energéticos que se armó con propósitos electoralistas, pero Cristina no podrá denunciarse a sí misma por el cortoplacismo que ha sido la marca de fábrica de su propia gestión. Por mucho que sus simpatizantes traten de atribuir a la malevolencia de "las corporaciones" o de un "mercado" supuestamente manipulado por especuladores desalmados las graves dificultades que el gobierno tendrá que enfrentar en todo lo vinculado con la energía, no les será nada fácil convencer a la ciudadanía de que no se deben a la miopía tan típica del populismo voluntarista.
De eliminarse de golpe los subsidios energéticos, millones de usuarios verían duplicarse o más, en algunos casos mucho más, las tarifas que están obligados a abonar, lo que tendría un impacto muy doloroso en el costo de vida de los porteños y de los residentes de las zonas más pudientes del Gran Buenos Aires. Sin embargo, a menos que pronto se acostumbren los usuarios a pagar mucho más por la energía que consuman, continuará bajando la producción local y aumentando los costos de importarla a precios internacionales. Como muchos vaticinaron, el esquema elegido por Néstor Kirchner a inicios de su gestión ha posibilitado una especie de milagro al revés. Para perplejidad de los expertos extranjeros en la materia que suponían que un país como la Argentina que con toda seguridad cuenta con reservas sustanciales de petróleo y gas, que aún no han sido aprovechadas, el gobierno kirchnerista se las ha arreglado para que la producción de petróleo caiga abruptamente, con el resultado de que el nivel actual es casi el 40% inferior al alcanzado hacia fines de la tan despreciada década de los noventa del siglo pasado. La razón de este auténtico desastre no es ningún secreto: por ser tan magros los eventuales beneficios económicos para las empresas especializadas, se limitan a mantener las instalaciones existentes sin invertir más de lo mínimo en exploración.
Mientras que en otras partes del mundo las petroleras, enriquecidas por los precios muy altos de sus productos, siguen gastando muchos miles de millones de dólares buscando nuevos depósitos en lugares poco promisorios, aquí están trabajando con tristeza, por decirlo así: entienden que no les valdría la pena hacer otra cosa porque tendrían que vender petróleo o gas a una pequeña fracción del precio vigente en los mercados internacionales.
La presidenta Cristina nunca ha vacilado en exhortar al resto del mundo a concentrarse en estimular el consumo y la redistribución del ingreso, ya que en su opinión se trata del único modo de impulsar el crecimiento. Pasa por alto el que, si bien la demanda es importante y sería bueno que una proporción mayor de la población participara en la parte moderna de la economía nacional, también fuera preciso preocuparse por la oferta, la que, por desgracia, depende de las inversiones que no se efectuarán a menos que a juicio de los empresarios puedan serles provechosas. Así, pues, fue inevitable que, de resultas de la negativa de los kirchneristas a incluir la producción en su ecuación económica, luego de haber sido un país exportador de energía, la Argentina se haya convertido en uno importador que se enfrenta con la perspectiva de tener que gastar mucho dinero comprándola. Según se prevé, en el segundo cuatrienio de Cristina, el costo de las importaciones energéticas podría llegar a sumar por lo menos 50.000 millones de dólares, lo que, es innecesario decirlo, haría trizas el superávit comercial que, hasta ahora, ha constituido uno de los pilares del famoso "modelo" oficial.