Hay cosas que no tienen retorno
*Por Tomás Abraham. El país cambió radicalmente en estos últimos ocho años. Quienes están disconformes con la conducción actual deben estar preparados para saber que si se diera el caso de la asunción de otro gobierno, no hay retorno posible sobre cuestiones de peso en lo concerniente a la organización de la República.
El país ya no es de aquellos hombres de una supuesta buena voluntad que sueñan con el orden y el progreso. Ese orden ya no existe. El modelo sueco no existe. El modelo coreano tampoco. Ni el chileno. Ese sueño principesco de una sociedad integrada en la que sus agentes aceptan su lugar y se disponen a mejorar sus condiciones de existencia en marco de la ley, del respeto por la propiedad privada y del derecho del prójimo, no existe. El país de la igualdad y de la redistribución de la riqueza es un emblema vacío de campañas políticas a pura retórica. Ni hablar del contrato moral.
La Argentina no es un desierto a la espera de ser colonizado por pioneros del bienestar ciudadano según reglas de una civilización madura y equilibrada. La pobreza en la Argentina no es silenciosa ni resignada. Todos quieren más. Los que nada tienen quieren más, los que tienen todo también quieren más. Y los que están en el medio de ninguna manera quieren menos.
Todos los sistemas son inestables. Ninguno asegura una consistencia a prueba de crisis. Ni siquiera podemos apostar a la mentada destrucción creadora para consolarnos con una ley histórica progresiva. Sin corrupción seguirá habiendo pobreza, y hasta miseria.
Los de arriba creen que si se sentaran a conversar con mesura y generosidad, el clima de la República variará sustancialmente. Esta idea del diálogo y el consenso entre sectores y dirigentes en pos de la paz social rezuma un idealismo acrítico. La Argentina está levantada. Desde Jujuy hasta la avenida 9 de Julio. Pueblos originarios de Formosa, habitantes sin techo de la Puna, chacareros del Litoral, camioneros de todo el país, obreros de Sueños Compartidos, docentes de la escuela pública, una lista interminable que se moviliza todos los días, no lo dejará de hacer porque un par de dirigentes del radicalismo, del peronismo federal, del Pro, del Frente Amplio Progresista, o del sciolismo, se saquen sonrientes una foto.
Para muchos una situación como ésta resulta de una política que nos ha llevado al desastre. En realidad venimos de un desastre que se llamó 2001, y que fue el fruto de una política que muchos escandalizados de hoy aprobaban con entusiasmo. Acostumbrados que estamos de ser una comunidad ligera de culpas ya que siempre se las arrojamos a otros, tampoco podemos decir que la algarabía de la convertibilidad haya sido una insensatez urdida por mentes enfermas o codiciosas. Por el contrario, país de los alivios, el nuestro venía de otro desastre, uno más de una larga lista, que hizo explosión en el fatídico año 1989.
Se le echó la culpa de la década a Carlos Menem cuando se sabía que ya iba a abandonar el poder, y se votó a De la Rúa y Chacho Alvarez con la garantía de que no iban a modificar un ápice el sistema económico imperante.
Podemos hacer uso de la memoria histórica y distribuir postales argentinas por doquier. Se sabe que el pasado es una configuración voluntarista. No es que se pueda hacer con ella cualquier relato, pero como la realidad es un hojaldre que requiere un acercamiento por aproximaciones y ángulos de mira, la perspectiva es variable. Ningún monumento a la memoria hará del tiempo humano una efigie de mármol. Pero hablemos del futuro.
La Argentina tiene una tasa de inflación muy alta. No se sabe si puede ser controlada en el 25% de promedio actual. Las carnes y trigo suben y atacan los bolsillos del pueblo. El famoso "modelo" puso toda la carne el asador. No sólo la vacuna sino la de toda la economía.
Las unidades productivas ociosas colmaron su capacidad y llegaron a un límite. Se habla de crear un clima de confianza para las inversiones cuando las mismas superan el veinte por ciento del PBI. No es mucho, pero no es poco. Se habla de falta de seguridad jurídica para inversores a la vez que la UIA elogia el Gobierno. Se dice que nuestro país no es normal sin que se pueda recordar en qué momento lo fue. La evocación de 1910 ya es risueña.
La crisis social de 2001 fue la más grande que se conozca. La desocupación, el hambre que mataba niños, los gatos que se comían en Rosario, y la salida del trueque para una clase media destruida plantearon una situación de extrema necesidad. Ni hablar del default, de la deuda externa y de las multinacionales de servicios que pedían su seguro de cambio contra la devaluación.
Veo que seguimos en el pasado. Pero para pensar el futuro hay que tomar en cuenta que nuestro país, a pesar de una economía acelerada y con un consumo estimulado con una serie de incentivos de todo tipo, padece una situación social de una extrema fragilidad. Hay millones que viven con el mínimo. Los subsidios que pueden recortarse para algunos sectores deben mantenerse no por demagogia sino por supervivencia. Por supuesto que hay riesgos que de seguir con este ritmo de crecimiento e inflación, el día en que la máquina se pare por cualquier motivo, se puede llegar a escenas de extremo dolor y violencia.
Sin embargo, el enfriamiento paulatino de la economía con disminución del gasto público, incremento de las tasas de interés, tope para incrementos salariales que no tomen en cuenta los últimos aumentos del costo de vida y, como consecuencia, ajusten los bolsillos, requieren de un acuerdo político. No se lo logrará sin una política más equitativa que prósperos y pudientes rechazan de plano. Nadie que puede hacerlo quiere entregarle un centavo más al Estado. A pesar de la rebelión fiscal el gasto social no puede disminuir si se quiere evitar que se vacíen todos los supermercados sin pasar por la caja.
Hay demasiada gente que vive el borde de la subsistencia. No se podrá ignorar que hay decenas sino centenas de movimientos sociales que tienen su dirigencia, su liderazgo. Es fatuo pensar en una ciudadanía compuesta por individuos aislados en relación directa con el Estado. El clientelismo existe pero no se borra ni con prédicas ni maldiciendo a sus organizadores.
En materia de juicios a represores no hay vuelta atrás. En el futuro las organizaciones de derechos humanos deberán no sólo tener la protección del Estado para que continúen con su tarea de buscar hijos y nietos de familiares desaparecidos por los crímenes del terrorismo de Estado, sino que habrá que proteger a sus dirigentes de la cooptación perversa del actual gobierno. Hay que asegurarse de que tengan independencia del Estado y que lleven a cabo su misión secular de vigilancia contra-estatal para garantizar los derechos humanos del presente.
Será necesario reflexionar con profundidad sobre el tema de la seguridad. Decir que hay que atacar el narcotráfico es carecer de la más elemental seriedad. Se supone que ningún político con una mínima cordura pedirá estimular ni la venta de drogas, ni el tráfico de órganos, ni la trata de blancas. Sin embargo, la seguridad no es un problema en sí mismo. Es parte de una red política. No se puede enfrentar el crimen organizado si no es con grandes recursos, programas y herramientas económicas, sociales, culturales, además de fuerzas especiales que las combatan en la zona de fuego. Los países que encaran este problema instalan en los territorios ocupados por las mafias, clínicas, centros culturales, bancos, comisarías, asistentes sociales, planes de trabajo, ferias comunitarias, etc.
No se trata de mano dura ni de poses de moralina progresista. Tampoco se trata de repetir en un próximo futuro el sermón de la educación ni de mostrar grave preocupación por la juventud. La educación no debería ser un tema políticamente correcto. Ni es con las vivas al espíritu militante de una juventud de propaganda y sometida a un verticalismo de pacotilla, ni con un llamado al espíritu de seriedad de otros tiempos que se mejorará la educación no sólo de los jóvenes sino de sus maestros.
Pero habrá que hablar y mucho del estudio y de la necesidad de producir conocimientos para ser libres. Hablar menos de los alumnos y más de la práctica docente. Tender a la masividad del acceso a la educación y a la vez pautar normas de exigencia.
La militancia no es hacer pogo, twitear y salir a la calle, no es eso solamente. El militante de hoy debe mejorarse a sí mismo si quiere ser útil a los demás. Si quiere transformar el país debe conocerlo. Los eslóganes de gente retardataria que evoca su propia juventud ya ida no son de mucha utilidad.
El futuro no es igual al pasado. Ni los jóvenes de hoy son iguales a los de antes. Ni el mundo, mucho menos el mundo, es igual al de antes. Los que pregonan la juventud maravillosa de otros tiempos en los que parecía no haber más solución que agarrar un rifle y disparar, secuestrar y matar, no son sólo irresponsables sino estafadores ideológicos que viven de las rentas del sufrimiento de muchos caídos en los campos de batalla.
Ganar un futuro es costoso. Superar el presente se hace a pérdida. Es el parto de la historia. Hay muchos que lo quieren hacer con los beneficios que obtienen hoy, con los obtenidos ayer y los que desean obtener siempre.