¿Hasta cuándo?
El Gobierno menosprecia la seguridad ciudadana; los vecinos, desamparados, generan sus propios mapas del delito
Nota extraída del diario "La Nación"
La inseguridad se ha instalado entre la población del país con fuerza inaudita. Se vive con el sobrecogimiento del delito que acecha en ciudades y caseríos, en centros urbanos y en el despoblado rural; es a la vez una sensación y una realidad que se impone por igual en todos los estamentos sociales: desde los más altos y, supuestamente, con mayores elementos de defensa, hasta los más desprotegidos y próximos a la marginalidad de la violencia desenfadada, que no se detiene ante nada ni nadie.
No es casual el frecuente asesinato de policías, más duchos en oponer resistencia a los delincuentes que el ciudadano común, que además, salvo excepciones, se halla desarmado. Y no lo es menos la relación imbricada entre el delito que produce muertos y heridos en ocasión de robo, con el consumo de drogas por adolescentes y casi niños ajenos a experiencias educativas y, sobre todo, al trabajo, pero bien entrenados por hampones para convertirse en precoces sujetos de avería.
A este paso la inseguridad ha de ser la herencia abominable que han de dejar dos gobiernos seguidos de una misma familia. En lugar de haber disminuido en su transcurso las condiciones preexistentes que ya perturbaban en la normal vida cotidiana el derecho humano a la existencia y a gozar de las garantías individuales de la Constitución Nacional, se ha diseñado de hecho un sistema más irresponsable que perverso. Más que las intenciones siempre difíciles de juzgar, lo evidente es que las nefastas concepciones políticas de estos últimos gobiernos han derivado en que los delitos violentos sean de más fácil comisión que antes y su prevención y desarticulación mucho más compleja y costosa.
Cualquier atrevido se lanza hoy sin mucho pensarlo a desafiar el sabio principio de que cabe sólo al Estado el ejercicio monopólico de la fuerza. Desde luego que esa legitimación es con el fin de asegurar el acatamiento de la ley y no para violentarla, como ocurrió con el terrorismo de Estado con el que se enfrentó hace más de treinta años a los crímenes del terrorismo sembrados por la subversión que deliraba en nombre del marxismo.
Con una ligereza que espanta se confunde el condenable "gatillo fácil" con el imperio de la ley, la protección legal de los menores con la impunidad de quienes son conscientes de lo que es matar, robar o violar, y el ideal constitucional de que esta tierra se encuentra abierta para todos los hombres y mujeres "de buena voluntad" con el despropósito de que el país prescinda de una política inmigratoria seria. Una de las consecuencias inmediatas de esto ha sido que más y más gente se hacine en asentamientos y sin que se tomen todos los debidos recaudos sobre los antecedentes penales de los que así llegan.
No sorprenda, pues, que protegerse para no ser víctima de un delito haya pasado a ser en la Argentina una actividad diaria en sí misma.
No sorprenda que se vean por todos lados casas y balcones con rejas, sistemas de seguridad cada vez más sofisticados, servicios prósperos de empresas de monitoreo y garitas en esquinas de vecindarios que informan no sólo de precauciones colectivas, sino de fenómenos compartidos de obsesión y paranoia.
No sorprenda que la venta de gas pimienta haya dejado de constituir una rareza. Tampoco los botones antipánico colocados en postes callejeros o que prescindir del celular en la vía pública, viajar con las ventanillas de los autos subidas o asegurarse de no ser seguido por un motociclista se eleven a la condición de hábitos inveterados.
A las "salideras" bancarias ahora se anteponen las "entraderas", que es otra modalidad de privar de la libertad a las personas, llevándolas a sus domicilios para robarles. Así como los "hombres araña" no salen de ninguna imaginación exuberante, tampoco es mera excentricidad, sobre todo en el Gran Buenos Aires, aspirar a que haya en el hogar una "habitación de pánico", provista del blindaje apropiado para el refugio si la casa es violentada por delincuentes.
La llamativa desidia gubernamental frente a todo esto tiene su contrapartida en el nuevo fenómeno de las asambleas vecinales, muchas de las cuales integran ya redes por Internet. Toman nota de los robos, identifican las zonas más peligrosas e imparten consejos. En otros vecindarios se convoca a marchas de protesta. Es una ola en aumento.
Tan sólo en la provincia de Buenos Aires los medios de prensa han contabilizado recientemente 18 asesinatos en 36 días. La mayoría de los sospechosos están libres y muchos de quienes cometieron delitos lo han hecho durante salidas transitorias de la cárcel. En general, los delitos no se denuncian, de modo que las estadísticas oficiales sobre actos criminales tienen el mismo significado que las del devaluado Indec.
¿Hasta cuándo el Gobierno desatenderá el primero de los deberes públicos y sus voceros y epígonos continuarán con la execración de jueces, fiscales y autoridades provinciales y locales resueltas a velar por la seguridad individual y colectiva con la firmeza legal necesaria? El relato sobre esta época ha comenzado a escribirse..
La inseguridad se ha instalado entre la población del país con fuerza inaudita. Se vive con el sobrecogimiento del delito que acecha en ciudades y caseríos, en centros urbanos y en el despoblado rural; es a la vez una sensación y una realidad que se impone por igual en todos los estamentos sociales: desde los más altos y, supuestamente, con mayores elementos de defensa, hasta los más desprotegidos y próximos a la marginalidad de la violencia desenfadada, que no se detiene ante nada ni nadie.
No es casual el frecuente asesinato de policías, más duchos en oponer resistencia a los delincuentes que el ciudadano común, que además, salvo excepciones, se halla desarmado. Y no lo es menos la relación imbricada entre el delito que produce muertos y heridos en ocasión de robo, con el consumo de drogas por adolescentes y casi niños ajenos a experiencias educativas y, sobre todo, al trabajo, pero bien entrenados por hampones para convertirse en precoces sujetos de avería.
A este paso la inseguridad ha de ser la herencia abominable que han de dejar dos gobiernos seguidos de una misma familia. En lugar de haber disminuido en su transcurso las condiciones preexistentes que ya perturbaban en la normal vida cotidiana el derecho humano a la existencia y a gozar de las garantías individuales de la Constitución Nacional, se ha diseñado de hecho un sistema más irresponsable que perverso. Más que las intenciones siempre difíciles de juzgar, lo evidente es que las nefastas concepciones políticas de estos últimos gobiernos han derivado en que los delitos violentos sean de más fácil comisión que antes y su prevención y desarticulación mucho más compleja y costosa.
Cualquier atrevido se lanza hoy sin mucho pensarlo a desafiar el sabio principio de que cabe sólo al Estado el ejercicio monopólico de la fuerza. Desde luego que esa legitimación es con el fin de asegurar el acatamiento de la ley y no para violentarla, como ocurrió con el terrorismo de Estado con el que se enfrentó hace más de treinta años a los crímenes del terrorismo sembrados por la subversión que deliraba en nombre del marxismo.
Con una ligereza que espanta se confunde el condenable "gatillo fácil" con el imperio de la ley, la protección legal de los menores con la impunidad de quienes son conscientes de lo que es matar, robar o violar, y el ideal constitucional de que esta tierra se encuentra abierta para todos los hombres y mujeres "de buena voluntad" con el despropósito de que el país prescinda de una política inmigratoria seria. Una de las consecuencias inmediatas de esto ha sido que más y más gente se hacine en asentamientos y sin que se tomen todos los debidos recaudos sobre los antecedentes penales de los que así llegan.
No sorprenda, pues, que protegerse para no ser víctima de un delito haya pasado a ser en la Argentina una actividad diaria en sí misma.
No sorprenda que se vean por todos lados casas y balcones con rejas, sistemas de seguridad cada vez más sofisticados, servicios prósperos de empresas de monitoreo y garitas en esquinas de vecindarios que informan no sólo de precauciones colectivas, sino de fenómenos compartidos de obsesión y paranoia.
No sorprenda que la venta de gas pimienta haya dejado de constituir una rareza. Tampoco los botones antipánico colocados en postes callejeros o que prescindir del celular en la vía pública, viajar con las ventanillas de los autos subidas o asegurarse de no ser seguido por un motociclista se eleven a la condición de hábitos inveterados.
A las "salideras" bancarias ahora se anteponen las "entraderas", que es otra modalidad de privar de la libertad a las personas, llevándolas a sus domicilios para robarles. Así como los "hombres araña" no salen de ninguna imaginación exuberante, tampoco es mera excentricidad, sobre todo en el Gran Buenos Aires, aspirar a que haya en el hogar una "habitación de pánico", provista del blindaje apropiado para el refugio si la casa es violentada por delincuentes.
La llamativa desidia gubernamental frente a todo esto tiene su contrapartida en el nuevo fenómeno de las asambleas vecinales, muchas de las cuales integran ya redes por Internet. Toman nota de los robos, identifican las zonas más peligrosas e imparten consejos. En otros vecindarios se convoca a marchas de protesta. Es una ola en aumento.
Tan sólo en la provincia de Buenos Aires los medios de prensa han contabilizado recientemente 18 asesinatos en 36 días. La mayoría de los sospechosos están libres y muchos de quienes cometieron delitos lo han hecho durante salidas transitorias de la cárcel. En general, los delitos no se denuncian, de modo que las estadísticas oficiales sobre actos criminales tienen el mismo significado que las del devaluado Indec.
¿Hasta cuándo el Gobierno desatenderá el primero de los deberes públicos y sus voceros y epígonos continuarán con la execración de jueces, fiscales y autoridades provinciales y locales resueltas a velar por la seguridad individual y colectiva con la firmeza legal necesaria? El relato sobre esta época ha comenzado a escribirse..