Genes kirchneristas en una obra de teatro
*Por Jorge Fernández Díaz. Fue hace seis semanas, una fría noche de sábado, al final de un fervoroso acto del Frente para la Victoria que había dejado sembrada de papelitos la Diagonal Sur.
La función era en el Teatro del Pueblo, y mientras bajaba las escaleras sentía que estaba descendiendo a los sótanos de este extraordinario fenómeno político de hoy, todavía fresco e inarticulado, explicado cien veces e igualmente inexplicable. En una salita del subsuelo daban "El secuestro de Isabelita". El programa advertía que estaba dedicada a las víctimas de la Triple A y a los desaparecidos, pero también que se atrevía a convertir en comedia los trágicos equívocos de los años 70. Su autor se presentaba como "el compañero Daniel Dalmaroni". Tanto la dedicatoria como el calificativo "compañero" se me antojaron paragolpes ante eventuales críticas.
Dalmaroni es un magnífico dramaturgo que tenía quince años cuando llegó el golpe militar. Y es también un ochentista que ha vivido bajo el imperativo de respetar a rajatabla el relato oficial sobre aquellos años de ideales extremos, plomo, trotyl y picana. Reírse del asunto en la Argentina puede todavía granjearte enemigos. Te pueden decir gorila, pueden acusarte de apañar la teoría de los dos demonios, pueden sugerir que nadie debe tomar a broma (ni siquiera el arte) los sueños de la "patria socialista", y también pueden inventar otras formas de sanción civil, una especialidad de los sobrevivientes de la "juventud maravillosa", que siempre intentaron bloquear cualquier discusión en serio. De esa praxis negadora hacen seguidismo ahora los neosetentistas, activos jóvenes del núcleo duro del kirchnerismo que les rezan todos los días a los santos setentosos y su glamorosa epopeya inclusa.
Entonces, les decía, no hay peligro: Dalmaroni se pone rápidamente del lado de las víctimas del terrorismo de Estado (¿quién no lo haría?) y se declara peronista (casi todo el mundo lo es por acción u omisión en estos días), de manera que vacunado y a salvo, puede por fin presentar el drama con cruel ironía y hasta con desparpajo. Y lo hace. Lo genial es que se atreve a hacerlo. La historia gira en torno de un grupo de "imberbes" que secuestran a una mucama de Isabel Perón creyendo que se trata de la mismísima viuda del General. Los diálogos son rápidos e irresistiblemente humorísticos, y en pocos minutos ya no estamos a mediados de 2011 sino en el asfixiante verano de 1976. Los personajes hacen acordar un poco a las criaturas heroicómicas (la palabra pertenece a Calvino) de Osvaldo Soriano: marchan ingenua y ferozmente hacia la muerte sin saberlo. Un guerrillero clama juicio revolucionario ante cualquier mínimo pecado, y otro revela que Perón murió antes de regresar al país y que López Rega lo cambió por un doble, un paraguayo apellidado Holgado que hacía las veces del General a órdenes del Brujo. Esta última fábula les permite llegar a la conclusión de que Perón nunca los echó de la Plaza.
En el fragor de las discusiones pasa de todo, hasta el deseo confeso de que venga por fin la dictadura "así el enemigo estará más claro para el pueblo?este gobierno nos divide el frente". Aclaremos una vez más: ese "gobierno" no era otro que el sostenido por el voto popular y por la mayoría peronista, y estos chicos que combinaban análisis hilarantes con tiernas ilusiones y desastrosa inmadurez, empuñaban revólveres y pistolas automáticas.
El gran logro de Dalmaroni consiste en presentarlos a la vez como inexpertos, adolescentes, queribles, adultos y asesinos en potencia. No los castiga jamás, y se apiada de ellos cuando los destroza la ultraderecha peronista, preludio de la represión militar, que al convertir a aquellos militantes en víctimas, los inmunizó contra toda crítica. Pero el gran juego de la pieza teatral se basa en los delirios de la creencia, en cómo la fe revolucionaria suele transformarse en una fe religiosa.
Aplaudí a los actores un buen rato y luego subí las escaleras, de regreso a la realidad, pensando una herejía: tal vez esa generación fue al siglo XX lo que la del 80 había significado para el XIX. Ambas se caracterizan por haber institucionalizado sus ideas, que son opuestas. El setentismo fue masacrado por la dictadura, pero su influencia resultó decisiva en la era democrática, y con la llegada de Néstor Kirchner (ese setentista acurrucado, como lo define Horacio González) sus ideas adoptaron las formas republicanas. El traje republicano les aprieta por todos lados, y es precisamente por algo que Dalmaroni muestra muy bien: por el carácter religioso de su praxis. Ya sabemos que las religiones muchas veces son amigas del blanco y negro, y que a los tibios los vomita Dios. Y también que los fanáticos conciben a las religiones muy por encima de la democracia, este modesto invento positivista.
El kirchnerismo está formado por otras corrientes, pero crece en su círculo rojo la convicción de que está llevando a cabo las metas de aquellos días. Los conflictos con la "democracia burguesa" son más que evidentes, y devienen de un error: los setentistas no debieron solamente hacer autocrítica por haber formado demenciales organizaciones armadas. Los setentistas nos deben una autocrítica política profunda para expurgar de sus credos las espinas de aquella patología religiosa que puede evocarse todos los sábados, en el subsuelo del Teatro del Pueblo, y cuyos genes detectamos sin reconocerlos en algunas muecas del poder..