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Fútbol y barbarie

Debió haberse evitado el bochorno de la violencia en el estadio Monumental en vez de adjudicárselo a un grupo de vándalos.

Era un operativo policial condenado al fracaso, por más que la Policía Federal haya destinado 2200 efectivos y las autoridades de River Plate hayan contratado cerca de 1000 guardias privados que se ubicaron dentro del estadio Monumental. En vista del bochorno del partido anterior, en Córdoba, el gobierno nacional debió haber dispuesto que se jugara a puertas cerradas.

No lo hizo y, con una necedad que linda con la falta de respeto y de sentido común, el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, ha insistido en que la revancha debía jugarse tal como se jugó, con escasa seguridad para el público y los jugadores, e hizo responsable de la barbarie acontecida en el barrio de Núñez a "300 tarados" que "hay que buscar y meter presos".

Es inadmisible que un funcionario que suele obrar de vocero oficioso de la primera mandataria se despache con un argumento semejante, minimizando aquello que se sabía que podía terminar mal, y terminó peor, como si hubiera sido obra de marginales cuya existencia se desconocía. En el partido anterior fueron patéticas las imágenes de los hinchas de River dentro del campo de juego, increpando, insultando y hasta agrediendo a los jugadores de su equipo. Luego recibieron ayuda de la policía para regresar a la tribuna en lugar de ser arresados.

Se dirá que no se quiso caldear aún más el ambiente. En ese caso, frente al segundo partido, debió preverse que esos vándalos a los cuales se refirió con ligereza Fernández, en consonancia con las declaraciones iniciales del ministro del Interior, Florencio Randazzo , tildándolos de "delincuentes", debieron ser buscados y detenidos antes del encuentro, en lugar de lamentar ahora que haya habido un tendal de heridos entre civiles y policías, así como destrozos de magnitud en las instalaciones del club y sus alrededores.

Esto va a más allá del resultado del partido y de la suerte de River. Esto refleja la crónica incapacidad para prevenir este tipo de desmanes que padecen las autoridades gubernamentales. Que ahora haya sido clausurado el estadio y que peligre la posibilidad de que jueguen en él los seleccionados nacionales que disputarán la Copa América demuestra que nadie, empezando por la Presidenta, fue precavido ante una violencia que, después de lo ocurrido en el partido anterior, iba a estallar de todos modos.

Habrá que determinar, en el curso de la investigación, si en el estadio ingresaron 12.000 personas más de las 42.000 que habían permitido el gobierno de la ciudad de Buenos Aires y sus organismos de control. Todo apunta hacia la revisión de los disturbios en lugar de haberlos evitado, que era lo que correspondía.

No resultó sorpresivo entonces, dados los antecedentes, que hinchas violentos de River lanzaran objetos contundentes contra los jugadores, rompieran las butacas de las plateas, se agredieran entre sí, trataran de invadir de nuevo el campo de juego y, con una impunidad que desquicia, hasta se enfrentaran a la policía.

Estos vergonzosos incidentes no son patrimonio de un club ni de una división de fútbol en particular. Irradian el canal de violencia en el que, por la ineficacia y la complicidad de los dirigentes deportivos y políticos, se ha convertido el fútbol argentino. No sólo falta decisión para aplicar políticas que pongan fin a esta tragedia, sino una voluntad que, después de varias desgracias, claramente no existe.