Fútbol sí, libros no
Algunos aseguraban que aquellos excéntricos de gustos elitistas que leen textos foráneos podrían seguir entregándose a su vicio lamentable...
... que no se le ocurriría impedir el ingreso de libros procedentes del exterior a una presidenta tan ostentosamente culta como Cristina Fernández de Kirchner, lectora empedernida de Heidegger y Hegel, si bien, es de suponer, no de obras literarias, ya que en junio del 2008 se permitió decir: "Yo los desafío a todos a que lean el 'Quijote' tal cual fue redactado por Cervantes; nadie lo entendería, era otra la lengua castellana a la que tenemos hoy". Otros afirmaban lo contrario. Insistían en que, por orden del ferretero ubicuo, flagelo de los polacos y guardián de las fronteras comerciales de la patria, Guillermo Moreno, no podría entrar un solo tomo, por pequeño que fuera, a menos que el despistado que lo compró a través de internet se apersonara en Ezeiza y pagara una sobrecarga módica, algo así como 60 dólares yanquis. En cuanto a los miles de libros que quisieran importar los mayoristas, que se pudrieran en los depósitos fiscales.
¿Quiénes estaban en lo cierto? Al difundirse las primeras versiones en torno al asunto, los adictos a la lectura de cosas raras suponían que se trataba de nada más que un rumor malicioso inventado por gente perversa que quería desprestigiar al gobierno de "la Sarmiento del siglo XXI", pero en los días siguientes hubo motivos abundantes para sospechar que se equivocaban los incrédulos, que era verdad que decenas de miles de libros, lo mismo que los remedios y vaya uno a saber cuántas baratijas prescindibles más, estarían condenados a cubrirse de polvo en los galpones de la Aduana hasta las calendas griegas. Se preveía que quedarían allá hasta que el gobierno nacional y popular de inclusión social decidiera liberarlos, como ya ha hecho con los goles del domingo. Puesto que todo hacía pensar que Cristina nunca jamás le pediría a Moreno anular una medida ya tomada, los deseosos de recibirlos se preparaban para armarse de paciencia, pero, felizmente para ellos, anoche el panorama cambió: Moreno mismo les dijo que habían sido víctimas de un malentendido, de una normativa "mal interpretada".
Moreno cumple, Cristina dignifica. Aunque la presidenta sigue desempeñando sus funciones como corresponde y pronunciando los discursos a los que nos tiene acostumbrados, a veces brinda la impresión de haberse distanciado de la realidad cotidiana para refugiarse en un mundo propio donde puede hablar con Él y, para regocijo de los psiquiatras, informarnos que "se siente Napoleón", además de atribuir el terrible accidente que sucedió en la estación de Once, matando a más de cincuenta personas e hiriendo a 700, a que gracias a sus esfuerzos se han multiplicado las fuentes de trabajo. Mientras tanto, el ferretero Moreno se ha encargado del trabajo cotidiano. Con el propósito loable de ahorrar plata, quiere cerrar el país a cal y canto, prohibiendo la entrada de todo bien que a su juicio sea suntuario, entre ellos los malditos libros. Fue por eso que llegó a la conclusión de que constituyen un peligro sanitario.
Que un gobierno se preocupe por la salud de la población es lógico, pero pocos han ido tan lejos en tal sentido como el de Cristina. No cabe duda de que, al enterarse de que la tinta usada para imprimir libros en países menos solícitos que la Argentina podría contener más de 0,06% de plomo, Moreno sí se creyó obligado a actuar con su contundencia habitual, de ahí el presunto bloqueo. Es que, como nos explicó Juan Carlos Sacco, vocero de la industria gráfica local, "si uno pone el dedito en la lengua para cambiar de hoja puede ser peligroso": convendría, pues, que en adelante todo libro llevara una advertencia parecida a las que acompañan a los paquetes de cigarrillos, en que se aconseje al comprador desistir de lamerlo.
Para Moreno, para los sufridos empleados de la Aduana que merecen ganar mucho más porque en su trabajo tienen que manosear libros llenos de plomo de origen extranjero y, tal vez, para Cristina también, se tratará sólo de un bien de consumo favorecido por una minoría reducida, de suerte que privarla del acceso a tomos importados no les supondrá demasiados "costos políticos". Sin embargo, por injusto que les parezca, dicha minoría no carece de influencia: a causa de un malentendido, Cristina corrió el riesgo de ser recordada como la presidenta que hizo más daño a la cultura nacional que cualquier otro mandatario de la historia del país, sin excluir al Juan Domingo Perón de los días de aquella consigna edificante "Alpargatas sí, libros no".
En opinión de los malpensantes de siempre, la guerra, por fortuna breve, de Moreno y Cristina contra los libros foráneos se inspiraba en algo más que la voluntad de proteger a los incautos del peligro planteado por el plomo. Dicen creer que lo que querían era mantener a raya los pensamientos extranjerizantes que tanto indignan a los nacionalistas más exaltados, salvar a los argentinos buenos del contagio de doctrinas que son ajenas a su ser y, claro está, despejar el camino de obstáculos que podrían estorbar la difusión del relato kirchnerista. ¿Exageraban los que comparaban las medidas que acaban de levantarse con las tomadas por regímenes totalitarios como los de la Cuba de los hermanos Castro, la Unión Soviética de Stalin y la Alemania nazi? Por supuesto que sí, pero el mero hecho de que algunos se hayan puesto a hablar de tal modo debería motivar cierta inquietud en la filas oficialistas.
Lo entiendan o no Cristina y los integrantes del gobierno cada vez menos previsible que encabeza, los libros, incluso los escritos en idiomas para ellos incomprensibles, son algo más que bienes comerciales que pueden tratarse como si fueran adminículos electrónicos o aquellas "chucherías de Taiwán" cuya aparición en las tiendas y quioscos nacionales colmó de exasperación a los proteccionistas de antaño. Dificultar su ingreso, forzando a los interesados en conseguirlos a viajar miles de kilómetros para entonces enfrentarse con empleados estatales con toda probabilidad abúlicos que no entienden nada y entonces pagar lo que en efecto sería una multa draconiana, sería, como muchos han dicho, una afrenta a la dignidad nacional.
¿Habrá sido sólo cuestión de un malentendido grotesco imputable a la torpeza de un funcionario determinado que, por motivos un tanto misteriosos, disfruta de la aprobación entusiasta de la presidenta? Es de esperar que sí, ya que, de reanudar Moreno su campaña en contra de la importación de libros, incluyendo los comprados en el exterior por individuos sueltos, a la maltrecha cultura argentina le aguardaría un futuro signado por la mediocridad pueblerina que es típica de aquellas sociedades que son gobernadas por personajes que, por los motivos que fueran, procuran aislarlas del resto del mundo.
¿Quiénes estaban en lo cierto? Al difundirse las primeras versiones en torno al asunto, los adictos a la lectura de cosas raras suponían que se trataba de nada más que un rumor malicioso inventado por gente perversa que quería desprestigiar al gobierno de "la Sarmiento del siglo XXI", pero en los días siguientes hubo motivos abundantes para sospechar que se equivocaban los incrédulos, que era verdad que decenas de miles de libros, lo mismo que los remedios y vaya uno a saber cuántas baratijas prescindibles más, estarían condenados a cubrirse de polvo en los galpones de la Aduana hasta las calendas griegas. Se preveía que quedarían allá hasta que el gobierno nacional y popular de inclusión social decidiera liberarlos, como ya ha hecho con los goles del domingo. Puesto que todo hacía pensar que Cristina nunca jamás le pediría a Moreno anular una medida ya tomada, los deseosos de recibirlos se preparaban para armarse de paciencia, pero, felizmente para ellos, anoche el panorama cambió: Moreno mismo les dijo que habían sido víctimas de un malentendido, de una normativa "mal interpretada".
Moreno cumple, Cristina dignifica. Aunque la presidenta sigue desempeñando sus funciones como corresponde y pronunciando los discursos a los que nos tiene acostumbrados, a veces brinda la impresión de haberse distanciado de la realidad cotidiana para refugiarse en un mundo propio donde puede hablar con Él y, para regocijo de los psiquiatras, informarnos que "se siente Napoleón", además de atribuir el terrible accidente que sucedió en la estación de Once, matando a más de cincuenta personas e hiriendo a 700, a que gracias a sus esfuerzos se han multiplicado las fuentes de trabajo. Mientras tanto, el ferretero Moreno se ha encargado del trabajo cotidiano. Con el propósito loable de ahorrar plata, quiere cerrar el país a cal y canto, prohibiendo la entrada de todo bien que a su juicio sea suntuario, entre ellos los malditos libros. Fue por eso que llegó a la conclusión de que constituyen un peligro sanitario.
Que un gobierno se preocupe por la salud de la población es lógico, pero pocos han ido tan lejos en tal sentido como el de Cristina. No cabe duda de que, al enterarse de que la tinta usada para imprimir libros en países menos solícitos que la Argentina podría contener más de 0,06% de plomo, Moreno sí se creyó obligado a actuar con su contundencia habitual, de ahí el presunto bloqueo. Es que, como nos explicó Juan Carlos Sacco, vocero de la industria gráfica local, "si uno pone el dedito en la lengua para cambiar de hoja puede ser peligroso": convendría, pues, que en adelante todo libro llevara una advertencia parecida a las que acompañan a los paquetes de cigarrillos, en que se aconseje al comprador desistir de lamerlo.
Para Moreno, para los sufridos empleados de la Aduana que merecen ganar mucho más porque en su trabajo tienen que manosear libros llenos de plomo de origen extranjero y, tal vez, para Cristina también, se tratará sólo de un bien de consumo favorecido por una minoría reducida, de suerte que privarla del acceso a tomos importados no les supondrá demasiados "costos políticos". Sin embargo, por injusto que les parezca, dicha minoría no carece de influencia: a causa de un malentendido, Cristina corrió el riesgo de ser recordada como la presidenta que hizo más daño a la cultura nacional que cualquier otro mandatario de la historia del país, sin excluir al Juan Domingo Perón de los días de aquella consigna edificante "Alpargatas sí, libros no".
En opinión de los malpensantes de siempre, la guerra, por fortuna breve, de Moreno y Cristina contra los libros foráneos se inspiraba en algo más que la voluntad de proteger a los incautos del peligro planteado por el plomo. Dicen creer que lo que querían era mantener a raya los pensamientos extranjerizantes que tanto indignan a los nacionalistas más exaltados, salvar a los argentinos buenos del contagio de doctrinas que son ajenas a su ser y, claro está, despejar el camino de obstáculos que podrían estorbar la difusión del relato kirchnerista. ¿Exageraban los que comparaban las medidas que acaban de levantarse con las tomadas por regímenes totalitarios como los de la Cuba de los hermanos Castro, la Unión Soviética de Stalin y la Alemania nazi? Por supuesto que sí, pero el mero hecho de que algunos se hayan puesto a hablar de tal modo debería motivar cierta inquietud en la filas oficialistas.
Lo entiendan o no Cristina y los integrantes del gobierno cada vez menos previsible que encabeza, los libros, incluso los escritos en idiomas para ellos incomprensibles, son algo más que bienes comerciales que pueden tratarse como si fueran adminículos electrónicos o aquellas "chucherías de Taiwán" cuya aparición en las tiendas y quioscos nacionales colmó de exasperación a los proteccionistas de antaño. Dificultar su ingreso, forzando a los interesados en conseguirlos a viajar miles de kilómetros para entonces enfrentarse con empleados estatales con toda probabilidad abúlicos que no entienden nada y entonces pagar lo que en efecto sería una multa draconiana, sería, como muchos han dicho, una afrenta a la dignidad nacional.
¿Habrá sido sólo cuestión de un malentendido grotesco imputable a la torpeza de un funcionario determinado que, por motivos un tanto misteriosos, disfruta de la aprobación entusiasta de la presidenta? Es de esperar que sí, ya que, de reanudar Moreno su campaña en contra de la importación de libros, incluyendo los comprados en el exterior por individuos sueltos, a la maltrecha cultura argentina le aguardaría un futuro signado por la mediocridad pueblerina que es típica de aquellas sociedades que son gobernadas por personajes que, por los motivos que fueran, procuran aislarlas del resto del mundo.