Francia: un socialista para hacerse cargo de las penas
Por Marcelo Cantelmi* La probable renovación presidencial que se producirá en la segunda vuelta electoral de mañana si Sarkozy resulta derrotado, no alcanza a revertir las perspectivas sombrías.
Dentro de la legión de críticos del credo de la austeridad, los mercados y el ajuste que reina en una Europa cada vez más fragmentada, se ha instalado una esperanza exagerada respecto a que el casi seguro triunfo del socialista François Hollande, mañana en Francia, desbaratará ese engendro de pobreza y desconsuelo social. Esa ilusión, sujeta apenas en algunos retazos retóricos del candidato opositor, recuerda el desborde conceptual de algunos movimientos de centroizquierda latinoamericana en 2002 cuando recibieron la victoria electoral de Inacio Lula da Silva en Brasil como la señal del fin del neoliberalismo en la región.
Hollande, desde cierto escepticismo por su historia y sus propias declaraciones, evoca en verdad más la imagen del ex jefe de Gobierno alemán Gerhard Schroeder, el último socialdemócrata que gobernó esa potencia hace ya casi diez años. Acorralado por el desempleo y el colapso del crecimiento, la Agenda 2010 que impulsó en 2005 en alianza con el partido Verde, produjo la mayor reforma desde la Segunda Guerra del Estado Benefactor alemán , por entonces uno de los modelos con más prestaciones sociales del mundo. Ese gobierno se despedazó por los efectos de esas medidas que fueron los cimientos del actual modelo germano de concentración y la bandera de la canciller derechista Angela Merkel para disciplinar a Europa.
Al igual que en Francia, y debido a las mismas razones de la pesadilla económica global, el socialismo alemán también ha comenzado a resucitar en las urnas y puede suceder el año entrante en esas tierras lo mismo que ahora está padeciendo el presidente Nicolás Sarkozy en su soledad parisina. Hay motivos que exceden los discursos. Sólo baste recordar que en la mayor y más exitosa economía europea, un cuarto de la masa laboral gana menos de 900 euros y los sueldos permanecen congelados desde hace una larga década.
La excepcionalidad del candidato francés que está por romper la tradición de que, casi siempre, se le otorgue un segundo turno al presidente en ejercicio, parece, si seguimos estas comparaciones, también una obra semejante a la de Barack Obama en EE.UU. El presidente demócrata llegó al poder en 2008 menos por sus méritos que no son pocos, que como consecuencia de las enormes transformaciones que produjo el estallido de la burbuja financiera en setiembre de ese año. Ganó las elecciones a caballo de un que-se-vayan-todos dirigido a los responsables del abismo de la exclusión social, el mismo paradigma de descontento que se extiende hoy por el mundo.
Puede sorprender entonces que la revista británica The Economist le haya colgado a Hollande, en su última edición, el cartel de "hombre bastante peligroso" y recomendar vivamente no votarlo. Es una notable amputación de la mirada. Le facturan al socialista una "actitud anti-negocios" porque no se ha mostrado firme en proponer reducciones del gasto público, generar equilibrio fiscal o salvar una banca con los papeles muy flojos cuando se observa su capital.
Hollande en verdad esta muy lejos de bajar esas banderas. En el debate que sostuvo con Sarkozy, remarcó su compromiso en el pago de las deudas de Francia con los bancos y también, en el cumplimiento del pacto de estabilidad europeo.
Y hasta coronó su perspectiva con el llamado a una reducción de US$ 120 mil millones en el presupuesto. Y por si quedaran dudas, se esforzó en una firme defensa, no sólo por solidaridad de correligionario, del ex premier socialista griego Giorgios Papandreou quien, lejos de cualquier epopeya libertaria, llevó adelante la parte más dura del ajuste en su país que elevó el desempleo hasta el 22%, recortó un tercio de los sueldos y dejó un tendal de quiebras, desolación y suicidios.
Debemos ser justos. No todo es ceguera en la prematura condena que le destinó la revista británica al eventual verdugo de Sarkozy. La preocupación es porque hay claridad en el establishment respecto a que la irrupción de estas figuras implica mucho más que el agotamiento de las formas para administrar la crónica medicina de la escasez.
La experiencia en el abismo del presidente español Mariano Rajoy es instructiva sobre la existencia de esos límites que no atienden siquiera la fidelidad a los mercados de sus protagonistas.
Mucho más temible es la noción de que se está llegando a un punto en el cual las líneas de tensión del sistema se van desplomando y el ejemplo de Schroeder o el del Papandreou no podrían ya repetirse. En términos más sencillos, se ha avanzado tanto en lo que los norteamericanos caracterizaron -con cierta ingenuidad- de codicia, que se rompió el marco que contenía a las sociedades dentro del ideal de cómo deben funcionar las cosas.
El caso griego desborda elocuencia. Este domingo cuando los franceses decidan su futuro, el pueblo heleno también va a unas elecciones que pueden desnudar la caída de la mitad del caudal electoral de los dos grandes partidos tradicionales , el socialista Pasok y la derechista Nueva Democracia. Esos votos cargados de furia se diseminan en un racimo de partidos, que en su mayoría son eurofóbicos. Una parte de ellos son formaciones de talante nazi que reivindican a la pasada dictadura militar y el desprecio al extranjero. Estas organizaciones van en la misma senda del emergente extremista en Austria, Holanda o la propia Francia donde la eurofóbica, antisemita y antiislámica Marine Le Pen será la reguladora de la derecha y la beneficiaria de la impotencia previsible de la administración de Hollande que no escapará de un maltrato similar al que en porciones de gigante está recibiendo Rajoy de los mercados.
De un momento al otro se descubre que se ha perdido el control, aunque debería haberse esperado que eso suceda en sociedades en las cuales la desocupación juvenil ronda 50% como en Grecia y España. Ese descontrol que le atará las manos de Hollande y comienza ya a hacerlo con las de la propia Merkel, exhibe en el centro del cuadro el problema central de este drama que es la agonía quizá definitiva del euro.
Hoy el colapso de la moneda única ha dejado de ser una fantasía y son muchos más que menos quienes tramitan con ese posible escenario del derrumbe de uno de los más ambiciosos proyectos de integración de la historia. Hasta ese punto se ha llegado.
Hollande, desde cierto escepticismo por su historia y sus propias declaraciones, evoca en verdad más la imagen del ex jefe de Gobierno alemán Gerhard Schroeder, el último socialdemócrata que gobernó esa potencia hace ya casi diez años. Acorralado por el desempleo y el colapso del crecimiento, la Agenda 2010 que impulsó en 2005 en alianza con el partido Verde, produjo la mayor reforma desde la Segunda Guerra del Estado Benefactor alemán , por entonces uno de los modelos con más prestaciones sociales del mundo. Ese gobierno se despedazó por los efectos de esas medidas que fueron los cimientos del actual modelo germano de concentración y la bandera de la canciller derechista Angela Merkel para disciplinar a Europa.
Al igual que en Francia, y debido a las mismas razones de la pesadilla económica global, el socialismo alemán también ha comenzado a resucitar en las urnas y puede suceder el año entrante en esas tierras lo mismo que ahora está padeciendo el presidente Nicolás Sarkozy en su soledad parisina. Hay motivos que exceden los discursos. Sólo baste recordar que en la mayor y más exitosa economía europea, un cuarto de la masa laboral gana menos de 900 euros y los sueldos permanecen congelados desde hace una larga década.
La excepcionalidad del candidato francés que está por romper la tradición de que, casi siempre, se le otorgue un segundo turno al presidente en ejercicio, parece, si seguimos estas comparaciones, también una obra semejante a la de Barack Obama en EE.UU. El presidente demócrata llegó al poder en 2008 menos por sus méritos que no son pocos, que como consecuencia de las enormes transformaciones que produjo el estallido de la burbuja financiera en setiembre de ese año. Ganó las elecciones a caballo de un que-se-vayan-todos dirigido a los responsables del abismo de la exclusión social, el mismo paradigma de descontento que se extiende hoy por el mundo.
Puede sorprender entonces que la revista británica The Economist le haya colgado a Hollande, en su última edición, el cartel de "hombre bastante peligroso" y recomendar vivamente no votarlo. Es una notable amputación de la mirada. Le facturan al socialista una "actitud anti-negocios" porque no se ha mostrado firme en proponer reducciones del gasto público, generar equilibrio fiscal o salvar una banca con los papeles muy flojos cuando se observa su capital.
Hollande en verdad esta muy lejos de bajar esas banderas. En el debate que sostuvo con Sarkozy, remarcó su compromiso en el pago de las deudas de Francia con los bancos y también, en el cumplimiento del pacto de estabilidad europeo.
Y hasta coronó su perspectiva con el llamado a una reducción de US$ 120 mil millones en el presupuesto. Y por si quedaran dudas, se esforzó en una firme defensa, no sólo por solidaridad de correligionario, del ex premier socialista griego Giorgios Papandreou quien, lejos de cualquier epopeya libertaria, llevó adelante la parte más dura del ajuste en su país que elevó el desempleo hasta el 22%, recortó un tercio de los sueldos y dejó un tendal de quiebras, desolación y suicidios.
Debemos ser justos. No todo es ceguera en la prematura condena que le destinó la revista británica al eventual verdugo de Sarkozy. La preocupación es porque hay claridad en el establishment respecto a que la irrupción de estas figuras implica mucho más que el agotamiento de las formas para administrar la crónica medicina de la escasez.
La experiencia en el abismo del presidente español Mariano Rajoy es instructiva sobre la existencia de esos límites que no atienden siquiera la fidelidad a los mercados de sus protagonistas.
Mucho más temible es la noción de que se está llegando a un punto en el cual las líneas de tensión del sistema se van desplomando y el ejemplo de Schroeder o el del Papandreou no podrían ya repetirse. En términos más sencillos, se ha avanzado tanto en lo que los norteamericanos caracterizaron -con cierta ingenuidad- de codicia, que se rompió el marco que contenía a las sociedades dentro del ideal de cómo deben funcionar las cosas.
El caso griego desborda elocuencia. Este domingo cuando los franceses decidan su futuro, el pueblo heleno también va a unas elecciones que pueden desnudar la caída de la mitad del caudal electoral de los dos grandes partidos tradicionales , el socialista Pasok y la derechista Nueva Democracia. Esos votos cargados de furia se diseminan en un racimo de partidos, que en su mayoría son eurofóbicos. Una parte de ellos son formaciones de talante nazi que reivindican a la pasada dictadura militar y el desprecio al extranjero. Estas organizaciones van en la misma senda del emergente extremista en Austria, Holanda o la propia Francia donde la eurofóbica, antisemita y antiislámica Marine Le Pen será la reguladora de la derecha y la beneficiaria de la impotencia previsible de la administración de Hollande que no escapará de un maltrato similar al que en porciones de gigante está recibiendo Rajoy de los mercados.
De un momento al otro se descubre que se ha perdido el control, aunque debería haberse esperado que eso suceda en sociedades en las cuales la desocupación juvenil ronda 50% como en Grecia y España. Ese descontrol que le atará las manos de Hollande y comienza ya a hacerlo con las de la propia Merkel, exhibe en el centro del cuadro el problema central de este drama que es la agonía quizá definitiva del euro.
Hoy el colapso de la moneda única ha dejado de ser una fantasía y son muchos más que menos quienes tramitan con ese posible escenario del derrumbe de uno de los más ambiciosos proyectos de integración de la historia. Hasta ese punto se ha llegado.