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Feria de las vanidades

*Por James Neilson. Hace apenas diez años las plazas de todas las ciudades del país se llenaban de muchedumbres enfurecidas que, convocadas por la consigna anarquista "¡que se vayan todos!", se preparaban para vengarse de los presuntos responsables de la implosión de la economía y, con ella, su propia forma de vida.

Los invitados a irse, los políticos, se escondían en sus casas o, si se destacaban por su coraje cívico, trataban de pasar por la calle inadvertidos, ya que temían caer víctimas de la ira justiciera de turbas que los culpaban por el desastre que depauperaba a millones de personas, privándolas de sus ahorros y, en muchos casos, de su fuente de ingresos.

Pero, felizmente para los políticos, el mal momento duró poco. La gente –versión actualizada del "pueblo" de tiempos más emocionantes– pronto se dio cuenta de que no podía prescindir de sus autoproclamados dirigentes, los que de todos modos los representaban con fidelidad acaso excesiva, de suerte que terminó optando por amnistiar a casi todos. En la elección siguiente, los votantes ratificaron su confianza en quienes poco antes habían fantaseado con linchar.

Con todo, aunque la clase política nacional sobrevivió virtualmente indemne al final catastrófico de la etapa dominada por la convertibilidad, los partidos no lograron emularlos. Ya enfermos, se debilitaron todavía más. La atomización resultante no perjudicó a los políticos mismos. Por el contrario, les brindó más oportunidades para llamar la atención a los esplendores de sus propias personalidades, oportunidades que, desde luego, no vacilaron en aprovechar. Es que al importar aún menos que antes la afiliación partidaria, además de las doctrinas, verdades e ideologías que supuestamente los distinguían de sus rivales, no les quedaba otra alternativa que la de venderse a sí mismos.

Una forma de hacerlo consiste en asegurar que sus nombres figuren en placas agregadas a edificios públicos, como hospitales, o en los vehículos de la Policía y de otras reparticiones estatales, costumbre entrañable ésta que se ha difundido por buena parte del territorio nacional. En muchos distritos, los mensajes así difundidos sirven para recordarnos una y otra vez que vivimos bajo la égida de la presidenta Cristina que se ve secundada por el gobernador provincial Fulano, el intendente municipal Perengano y, tal vez, por el concejal Zutano también. Gracias a tales esfuerzos, sabemos quiénes son nuestros benefactores.

Es natural, pues, que la extraña campaña electoral que está en marcha haya resultado ser una auténtica feria de vanidades. Parecería que a muy pocos les interesan demasiado las eventuales propuestas de los diversos candidatos, sus ideas, si tienen algunas, o, desde luego, su afiliación partidaria.

Todo depende del "carisma" que imaginan poseer. La imagen más visible, como corresponde por tratarse de la perteneciente a la señora presidenta, es, claro está, la de Cristina; su rostro, llevando una sonrisa misteriosa a lo Mona Lisa, puede verse por doquier. Los gobernadores e intendentes tampoco se destacan por su humildad. Lo mismo que Cristina, se permiten insinuar que el gasto público no procede de los aportes de los contribuyentes sino de sus propios patrimonios.

Asimismo, ha hecho escuela la modalidad simpática de borrar el apellido de los candidatos. En la provincia de Buenos Aires, los legisladores oficialistas locales acaban de difundir una solicitada en que manifiestan su fe inquebrantable en "Cristina y Daniel".  No les es necesario decir nada más, ya que lo que quieren es hacernos pensar que se trata de familiares bonachones, si bien un poco distantes, que nos defenderán contra los disgustos de esta vida.

Tendrán éxito; todo hace prever que Cristina y Daniel arrasarán en la jurisdicción electoral mayor del país.  ¿Y por qué no? Son amigos que varias veces por día nos visitan para sonreírnos a través de la pantalla televisiva. Puede que andando el tiempo otros tan bondadosos y confiables como ellos logren desplazarlos, pero su hora aún no la llegado.

Debido a la falta de partidos genuinos –tanto mayor es uno, más grietas irreparables ostentará– y al ablandamiento de las ideologías, la política argentina se ha hecho maravillosamente fluida. El opositor firme, defensor vehemente de principios irrenunciables, puede transformarse un día en un oficialista igualmente firme, vehemente y principista sin que nadie se sienta del todo sorprendido por la metamorfosis. Hace algunos años, las conversiones instantáneas de este tipo, como la protagonizada por el cirujano que se hizo llamar Borocotó, resultaban escandalosas, pero ahora son tan rutinarias que apenas merecen comentarios.

Se han hecho tan frecuentes los menemistas reciclados en kirchneristas –un buen ejemplo del género es el suministrado por el mismísimo ex presidente Carlos Menem–, los radicales K, los mandatarios feudales aliados del progresismo, los neoliberales severos devenidos en populistas a más no poder, que sería una pérdida de tiempo tratar de atribuir su evolución zigzagueante a motivos filosóficos. Basta con entender que, para conservar un lugar en la gran familia política, es forzoso hoy día hacer gala de un grado de flexibilidad que hubiera dejado boquiabiertos a los dirigentes de épocas menos sofisticadas.

La Argentina no es el único país en que la política se ha amalgamado con la publicidad comercial. En todas partes los candidatos a puestos electivos confían sus campañas a asesores de imagen que los tratan como productos, aconsejándoles modificar su apariencia física, su forma de vestir, su estilo de hablar y por lo tanto hasta sus ideas, pero mientras que en otros países democráticos los aspirantes a engatusar a los votantes se ven constreñidos a respetar las pautas de la agrupación en que militan, aquí no tienen que preocuparse por tales límites.

Con la excepción parcial de la UCR, todos los partidos, comenzando con el que se llama Frente para la Victoria, son unipersonales. Si a alguien se le ocurre amonestar al jefe o jefa del partido por traicionar uno de aquellos principios irrenunciables, en seguida será expulsado del redil, condenado a pasar una temporada en el llano agreste que muy pocos estarían en condiciones de soportar. En cuanto a la UCR, su coherencia es, por decirlo de algún modo, muy relativa, ya que es tan proclive como cualquier otro partido a romperse en pedazos por motivos netamente personales para después recomponerse, tal y como ha hecho repetidamente en los años últimos.