Federalismo mendicante
La reforma constitucional de 1994 estableció que dos años después debería estar sancionada una nueva ley de coparticipación federal de impuestos.
No ha habido tal ley y probablemente no la habrá mientras perduren las actuales condiciones políticas. En ese tiempo se ha acentuado progresivamente el centralismo económico, lo contrario de lo que proponía la reforma de la Carta Magna.
Los estudiosos del tema grafican que en las últimas décadas hemos pasado de un federalismo cooperativo (anterior a los 90), a un federalismo coercitivo de esa década (pactos fiscales, planes de competitividad), hasta arribar al actual federalismo mendicante, donde sólo algunas provincias (Santa Fe, San Luis, Córdoba) conservan alguna dignidad, mientras el resto, incluida Mendoza, se han sometido al poder central a cambio de algunas dádivas.
El pacto minero es una de las últimas muestras de la abdicación federal. En términos históricos parece que estamos reviviendo el federalismo rosista en el que, a cambio de una protección, las provincias ceden al poder central -y a una sola persona, como entonces- todas las atribuciones, se someten a los dictados políticos y al reparto económico que ese poder central impone. Debe decirse que este proceso de centralismo se ha desarrollado sin pausa con todos los gobiernos desde la restauración de la democracia en 1983.
Un breve repaso de las leyes más importantes de coparticipación muestra la evolución y decadencia del federalismo fiscal, siempre acompañado de centralismo político.
La primera ley se sanciona en 1934 para poner fin a una verdadera anarquía tributaria existente, esencialmente en materia de impuestos internos (impuestos a los consumos) que aplicaban las provincias. Éstas transfirieron los mismos al Gobierno nacional, quien unificó el régimen y estableció un mecanismo de coparticipación de la recaudación.
Años después, en 1973, se sancionó una ley que mejoraba la situación de las provincias, destinando el 48,5% de la recaudación a distribuir en base a algunos indicadores objetivos. Pero los graves acontecimientos políticos y económicos que ocurrieron en adelante, la inflación y golpe de Estado, fueron desnaturalizando aquellos buenos propósitos.
Durante el primer gobierno constitucional entre 1984/88 predominó la discrecionalidad del Poder Ejecutivo y una parte importante de los recursos se asignó a las provincias mediante los denominados Adelantos del Tesoro Nacional (ATN).
En 1988 se sancionó la ley 23.548 que, con numerosas modificaciones, es la que está vigente. En dicha norma se estableció que el 56,6% de la recaudación se destinaría a las provincias, con un sistema de coeficientes para cada una de ellas que no respondía a criterios objetivos y cuyas modificaciones han sido todas a favor de ceder recursos al poder central.
La realidad actual es verdaderamente penosa para las provincias. En el presupuesto para este año sólo el 25% de los recursos son de transferencia automática, menos de la mitad de los previstos en la ley de 1988. Tomando todos los recursos que van a las provincias sólo alcanza al 31% de lo recaudado.
Más alarmante es la proporción de recursos que el poder central distribuye en forma discrecional y arbitraria, que ha pasado en una década del 9% del total al 16%.
Cuando esa distribución se analiza por provincia y por habitante la arbitrariedad es indiscutible.
Pero este "sistema"de reparto de los recursos que son de todos ha traído otro mal, menos visible pero no menos perverso. Decenas de funcionarios provinciales, con los gobernadores a la cabeza y también intendentes municipales, transitan a diario por los despachos de los funcionarios nacionales que pueden disponer a su gusto de esos fondos.
Así se ha ido armando una despreciable red de clientelismo provincial y municipal, donde quienes deberían estar trabajando en sus lugares gastan ingentes recursos para conseguir que "algo nos den" que "nos bajen algún programa".
A esto le llaman pomposamente "gestionar"; en lugar de imponer el ejercicio vigoroso de los derechos constitucionales, los representantes del país federal se han convertido en una corte de mendicantes.
Los estudiosos del tema grafican que en las últimas décadas hemos pasado de un federalismo cooperativo (anterior a los 90), a un federalismo coercitivo de esa década (pactos fiscales, planes de competitividad), hasta arribar al actual federalismo mendicante, donde sólo algunas provincias (Santa Fe, San Luis, Córdoba) conservan alguna dignidad, mientras el resto, incluida Mendoza, se han sometido al poder central a cambio de algunas dádivas.
El pacto minero es una de las últimas muestras de la abdicación federal. En términos históricos parece que estamos reviviendo el federalismo rosista en el que, a cambio de una protección, las provincias ceden al poder central -y a una sola persona, como entonces- todas las atribuciones, se someten a los dictados políticos y al reparto económico que ese poder central impone. Debe decirse que este proceso de centralismo se ha desarrollado sin pausa con todos los gobiernos desde la restauración de la democracia en 1983.
Un breve repaso de las leyes más importantes de coparticipación muestra la evolución y decadencia del federalismo fiscal, siempre acompañado de centralismo político.
La primera ley se sanciona en 1934 para poner fin a una verdadera anarquía tributaria existente, esencialmente en materia de impuestos internos (impuestos a los consumos) que aplicaban las provincias. Éstas transfirieron los mismos al Gobierno nacional, quien unificó el régimen y estableció un mecanismo de coparticipación de la recaudación.
Años después, en 1973, se sancionó una ley que mejoraba la situación de las provincias, destinando el 48,5% de la recaudación a distribuir en base a algunos indicadores objetivos. Pero los graves acontecimientos políticos y económicos que ocurrieron en adelante, la inflación y golpe de Estado, fueron desnaturalizando aquellos buenos propósitos.
Durante el primer gobierno constitucional entre 1984/88 predominó la discrecionalidad del Poder Ejecutivo y una parte importante de los recursos se asignó a las provincias mediante los denominados Adelantos del Tesoro Nacional (ATN).
En 1988 se sancionó la ley 23.548 que, con numerosas modificaciones, es la que está vigente. En dicha norma se estableció que el 56,6% de la recaudación se destinaría a las provincias, con un sistema de coeficientes para cada una de ellas que no respondía a criterios objetivos y cuyas modificaciones han sido todas a favor de ceder recursos al poder central.
La realidad actual es verdaderamente penosa para las provincias. En el presupuesto para este año sólo el 25% de los recursos son de transferencia automática, menos de la mitad de los previstos en la ley de 1988. Tomando todos los recursos que van a las provincias sólo alcanza al 31% de lo recaudado.
Más alarmante es la proporción de recursos que el poder central distribuye en forma discrecional y arbitraria, que ha pasado en una década del 9% del total al 16%.
Cuando esa distribución se analiza por provincia y por habitante la arbitrariedad es indiscutible.
Pero este "sistema"de reparto de los recursos que son de todos ha traído otro mal, menos visible pero no menos perverso. Decenas de funcionarios provinciales, con los gobernadores a la cabeza y también intendentes municipales, transitan a diario por los despachos de los funcionarios nacionales que pueden disponer a su gusto de esos fondos.
Así se ha ido armando una despreciable red de clientelismo provincial y municipal, donde quienes deberían estar trabajando en sus lugares gastan ingentes recursos para conseguir que "algo nos den" que "nos bajen algún programa".
A esto le llaman pomposamente "gestionar"; en lugar de imponer el ejercicio vigoroso de los derechos constitucionales, los representantes del país federal se han convertido en una corte de mendicantes.