Estreno de Amadeus. Si no fuiste, no sos...
Mi imprescindible, insólita y amada amiga Silvia habla por teléfono con su voz de nena aplicada y me dice: "Te invito a ir al teatro. Mañana a las siete y media te pasó a buscar"
Por Cristina Wargon
@CWargon
Había algo de imperativo en su voz, totalmente inútil, porque si algo adoro en la vida es irme a las siete y media al teatro, o para el caso a Calcuta. Un buen momento en síntesis para robarle un bocado de diversión a la vida. A una hora más que razonable para ir y volver de cualquier lado.
Siendo mi amiga una amante del cine iraní y esas cosas, me imaginé una obra de vanguardia en el off Corrientes, así que calcé las botas (las mismas de andar en Chupetín), unos jeans, cualquier remera y un pañuelo al cuello. Salí con la vaga convicción que no sacaría un premio a la elegancia pero tampoco me echarían del teatro por piojosa. Grave error. Cuando subí al taxi vi a mi amiga, que es siempre elegante pero muy sobria, vestida con todos los oros de un árbol de Navidad y montada en unos brillantes tacos que la hacían casi más alta que yo. Ella es tirando a enana. Algo no olía bien.
No hubo mucho tiempo para salir de dudas, porque mi amiga debatía con el taxista, sus increíbles dones de masajista que en el acto pasó a recomendarme para mi dolor de espalda. Esa es mi amiga: una presentadora oficial en pro del bien del prójimo. Ni el taxista ni yo pusimos un gran entusiasmo y de pronto ya estábamos en el teatro. No lo podía creer: la Av. Corrientes, casi cortada, alfombra roja, valla de seguridad, mucha custodia y una multitud peleando por ver entrar a los famosos. Quise morir pero había tanta cámara que hubiese sido un papelón nacional y acceder a la fama por una muerte tan oportunista. ¡Jamás!
Entramos por un costadito, y una vez adentro Silvia continuó con sus oficios de presentadora y di la mano a una multitud de ejecutivos jóvenes que hablaban por teléfono decidiendo el destino de la city. En realidad era la reinaguración de la sala Cosmopólitan remodela por el CITI, donde se estrenaba Amadeus.
Había muchas chicas y chicos vestidos de época con maravillosos trajes de seda, una orquesta de cuerda que tocaba música en vivo y después bailaron como supuestamente bailaba Mozart. El público era un derroche de paquetería. Me sentía más incómoda que un cacique Quom en una reave. Un capítulo aparte fue el servicio. Allí ya había alcanzado a reponerme, recobrada mi actitud y básicamente asirme a uno de los puntales de mi credo personal que dice: tus abuelos murieron da hambre en el gueto de Varsovia, la comida y la bebida nunca deben ser despreciadas. Así que, cual huérfana de la guerra, me abalancé sobre los bocaditos. Mi precepto de vida no tiene en claro cuánto champagne hay que tomar para no despreciar a nadie. Pero me parece que me excedí un poco aunque como todos estábamos iguales no creo que se haya notado.
Con el correr del tiempo comenzaron a llegar "los famosos". Flahes y revuelos en la calle, adentro ya nos habíamos refugiado con Silvia en nuestras butacas. Desconfío de los famosos. Me plantean una duda que no puedo resolver: aunque conozco a casi todos ¿ellos se acordarán de mí? ¿Habrá espectáculo más penoso que saludar a alguien que no te registra? En la duda, me abstuve.
Pero a cinco metros en un palco estaba Mirtha Legrand envuelta en azabaches negros; aposté a su memoria después de todo he almorzado varias veces con ella, e intenté saludarla. Subí las escalera pero un amigo me advirtió "está con custodia", dando entender que si daba un paso mas alguien abriría fuego. ¡Retrocedí!, deseando que una mula me pateara el trasero...
Me senté muy humillada y comenzó la obra. Y allí, por fin, la noche se puso maravillosa ¡Gracias Silvi!