¿Es válido un ranking de universidades?
*Por Francisco Delich. Una conclusión errónea es globalizar la educación superior con iguales patrones que emanan de centros supuestamente exitosos, utilizando la lógica del mercado.
Como en la última década, finalizando el ciclo lectivo superior en Europa y los Estados Unidos, tenemos derecho a conocer una encuesta que sostiene un diario británico, que concluye, inexorablemente, condenando a las universidades latinoamericanas al fondo del escalafón, fuera del propio ranking, si cabe.
Como se trata de una iniciativa y producto de un periódico británico, replica de inmediato en los diarios de nuestra región y desconcierta a propios (en las universidades) y extraños que se interesan por la educación superior.
A partir de la encuesta de un periódico a todas las universidades públicas grandes y pequeñas de América latina, se sugiere cambiar el modelo que las condena –se sostiene– a la decadencia, a la mediocridad, a la ucronía.
No se conoce bien la metodología de la encuesta, pero se puede suponer, a partir de información parcial, que se evalúa a partir de opiniones de universitarios de todos los continentes.
La encuesta es muy importante (y el propio ranking ) para las universidades privadas de Gran Bretaña y los Estados Unidos, pues establece la cantidad y calidad de los aportes que reciben y los aranceles que pueden fijar.
Es obvio que la sostenida permanencia en el primer lugar de la Universidad de Harvard la convierte, casi en forma automática, en la universidad más cara de los Estados Unidos y en la más segura inversión para aportantes particulares.
La globalización financiera (la más perfecta de las globalizaciones, como he sostenido) y la algo imperfecta de los mercados sugiere a muchos una conclusión errónea: globalizar la educación superior con iguales patrones que emanan de centros supuestamente exitosos, utilizando la lógica del mercado –costo-beneficio– sin otras consideraciones, en particular cuando se trata de educación. Y de educación superior, específicamente.
Una carrera, una universidad. Las universidades son sujetos singulares que admiten parangones, pero no homogeneidades arbitrarias. Tienen memoria e identidades, tradiciones, estilos, preferencias. La educación –he sostenido– es un bien público inapropiable, tangible como el agua o intangible como el aire. Nadie puede ser excluido del goce de un bien público.
¿Cómo se compara la Universidad Gregoriana de Roma, que forma sacerdotes y teólogos, con el MIT de los Estados Unidos? ¿Cómo se compara la Universidad Tecnológica Nacional (UTN) con la Universidad de Buenos Aires (UBA) o la Universidad de San Andrés (Udesa), si fueron fundadas con objetivos diferentes y a lo largo de la historia no han hecho sino fortalecer sus perfiles?
Se puede y se debe comparar la calidad y el rendimiento de las carreras; para eso se establecieron umbrales para la acreditación de carreras, como indica la ley y evalúa la Coneau (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). Pero una cosa es evaluar una carrera terciaria y otra cosa es un juicio global sobre las universidades, como si formaran parte de un conjunto homogéneo.
Quienes seguimos críticamente la evolución de las universidades, sabemos que vivimos momentos de transición como las propias sociedades del planeta y con parecidas asimetrías. El número que acabo de recibir de The New York Review anuncia en su tapa una nota de Peter Brooks titulada "Our universities: how bad? how good?" (Nuestras universidades: ¿cuán malas? ¿cuán buenas?). El autor reseña media docena de libros dedicados a examinar la insatisfacción reinante en las universidades norteamericanas.
Todavía se recuerda –y vale la pena recordarlo– el libro de Allan Bloom The closing of the American mind (traducido como El cierre de la mente moderna ), que se abre con una frase terrible que traduzco: cómo la educación superior (estadounidense) debilitó a la democracia y empobreció el espíritu de los estudiantes (actuales). ¿Exagera? Tal vez, pero no le falta pasión ni conocimiento.
Un gran debate se ha abierto sobre los paradigmas sociales y educativos. Imponer paradigmas es tanto como imponer modelos culturales, inevitable antesala de hegemonías políticas. Felizmente lejos de la Guerra Fría, que tanto daño nos causó, América latina es parte de la construcción planetaria desde nuestras propias circunstancias.
Vivimos, se dice con razón, la era de las sociedades posindustriales, sin advertir que nuestra posindustrialización fue específica: el modelo ISI (industrialización por sustitución de importaciones). En consecuencia, el espacio social deconstruido condiciona el ingreso a la sociedad de la información en curso de gestación.
El paso de un tipo de paradigma social a otro nos obliga a repensar nuestras formas de instalación a partir de nuestras necesidades. Lo único que no nos podemos permitir es ser recolonizados cuando los países más extensos territorialmente ocupan lugares impensados hace una década en el ranking por tamaño de sus economías: Brasil, sexto; México, 12º; Argentina, 21º, y el conjunto de la región exhibiendo crecimiento económico sostenido y fuerte recuperación de la autoestima.
El planeta es un desafío y la construcción de una civilización humana no es patrimonio exclusivo de nadie, país, sociedad, grupo o persona.
El mundo es ancho, como escribió Ciro Alegría, pero ya no es tan ajeno.