Es crucial pasar al voto positivo
* Por Natalio R. Botana. Al igual que el endiosamiento de la juventud, el laberinto es un mito. La juventud constituye una categoría de edad.
Cuando a ese tramo del desenvolvimiento de la persona se le inyecta un contenido ideológico para convertirlo en vanguardia de la historia, o en heredero de un pasado redentor, entonces la juventud hace las veces de un mito fundador que separa tajantemente los réprobos de los elegidos. Sólo a estos últimos les corresponde ese título enaltecedor, al cual se le añade siempre un oportuno adjetivo.
Sin reconocer el valor ético que tienen los medios en la acción política, el mito de la juventud maravillosa, o el de los jóvenes idealistas que ofrendaron su vida al servicio de la patria, sirvió para exculpar el comportamiento político ligado a métodos violentos. En la misma línea, la instrumentación de los derechos humanos, entendidos como bandera de lucha adscripta a un grupo de elegidos, representó al respecto un papel central en la estrategia de poder del oficialismo, pero no impidió que, al paso de estos años, esos grupos también terminasen, como tantos otros, envueltos en una madeja que los deteriora y los hace perder legitimidad.
Estas inclinaciones, indemnes en su soberbia a las restricciones impuestas por el orden legal, retratan un problema recurrente. Este se agiganta a medida que se van sumando nuevos ingredientes a esa mezcla de invocaciones altruistas, pronto desmentidas por escándalos e invectivas basadas en fundamentos polémicos.
De este modo, esas alteraciones al buen vivir de la ciudadanía sobrevienen por presuntas prebendas y estafas, según nos muestran las acusaciones recíprocas que disparan los dirigentes de la Fundación Madres de Plaza de Mayo, o bien resultan de un deliberado intento de persecución política, tal como nos revela el caso de los hijos adoptados de la directora del diario Clarín.
La trama del primero de estos ejemplos ilustra el antiguo relato de una empresa valiosa que se echa a perder por dádivas, sobornos y complicidades con el poder; en el segundo, las acciones en juego tienden a trastornar un principio universal -los derechos humanos- mediante un repertorio de prejuicios y calumnias ligado a acusaciones de delitos de lesa humanidad. Un hecho de similares características han producido las acusaciones vinculadas al contrato de compraventa de la empresa Papel Prensa.
En semejantes circunstancias -lo viene diciendo la teoría política desde hace milenios- vacilan los cimientos de la democracia republicana. La legalidad se resiente, la desconfianza aumenta y los referentes morales sucumben. Instituciones respetadas de la sociedad civil, que gozaban de plena autonomía, se transforman en apéndices del poder de turno.
Quizá no falten actitudes facciosas que se regocijen ante este espectáculo. En realidad, la cuestión es más honda, pues, sobre esos hechos puntuales, se ponen a descubierto abusos y costumbres generalizados. Actores que padecieron en carne propia la ferocidad de una matanza irreparable, y que hasta hace pocos meses levantaban, a la usanza jacobina, tribunales de vindicta pública, hoy se desploman.
No es para festejar; más bien, es asunto para interrogarse acerca del volumen de reservas morales de una sociedad que, desde hace décadas, asiste a un desfile ininterrumpido de violencias y corrupciones provenientes de diversas corrientes de intereses y pensamiento. La ideología que se imposta sobre la dialéctica de la enemistad separa estas visiones acerca de la cosa pública; la corrupción, o la transmutación de la justicia en venganza, lamentablemente las unifica a través de conductas que son comunes a unos y otros.
¿Estaremos acaso al borde de un cambio de orientación del temperamento cívico que enaltezca la ética y la honradez de la dirigencia? ¿Cómo se compadecen estas revelaciones con el conjunto de factores que motivan a la ciudadanía a emitir su voto?
Admitamos, por lo menos, que aún transitamos un camino plagado de incógnitas. Ignoramos los efectos de las primarias del 14 de agosto, que, salvo los escalones más bajos de las intendencias, poco tienen que ver con las intenciones de quienes escribieron y votaron esa ley en sede legislativa. No habrá competencia intrapartidaria para decidir unas candidaturas presidenciales ya resueltas previamente, ni tampoco podemos en este momento sopesar con alguna certeza el arrastre que tendrán esas primarias en cuanto a la participación electoral.
Lo que sí sabemos es que estamos en presencia de un partido en pleno control de los resortes del Estado, conformado de arriba hacia abajo por el poder presidencial y con eje en esa formidable cantera de votos que es la provincia de Buenos Aires. Frente a ese bloque verticalista, cuya consistencia alimentan el crecimiento, la fabulación estadística, las consecuencias positivas para el consumo de la política económica y el caudaloso flujo de la propaganda oficial, se ha desplegado un abanico de partidos que, más que una oposición, remeda por ahora un laberinto de ofertas.
Otro mito de proporciones. De un laberinto se sale con astucia y tesón, vale decir, con una combinación de inteligencia práctica y voluntad, dos atributos necesarios para clarificar el panorama. No es del todo cierto que corresponde solamente al pueblo elector desbrozar un campo opositor tan saturado y seleccionar a quien, en última instancia, deberá competir en contra de la reelección. Visto desde el lado de la demanda electoral, este criterio puede llegar a ser sostenible. Desde el lado de la oferta, el escenario es en cambio más complejo ya que dependerá de la virtud de los candidatos encaminar un proceso al cabo del cual alguien tendrá que sobresalir.
La experiencia de esta seguidilla de comicios provinciales y de distrito es aleccionadora. Hace pocos días en la ciudad de Buenos Aires, el domingo próximo en Santa Fe, en tres semanas en Córdoba, la ciudadanía busca consagrar sus representantes. Sin embargo, el engarce entre lo local y lo nacional adolece de un defecto. Sirve, como ocurrió con el voto porteño, para derrotar al oficialismo, pero no contribuye, con idéntica potencia, a consagrar un candidato presidencial apto para vencer en los mismos términos.
Mientras las elecciones locales se están nacionalizando en algunas provincias (lo cual explicaría la presencia de la Presidenta en Santa Fe hace un par de días), a las candidaturas presidenciales de la oposición les cuesta más trabajo levantar vuelo. El pasaje del voto negativo al voto positivo es por consiguiente crucial. Es un camino erizado de dificultades y oportunidades que se irán escalonando hasta el mes de octubre. Jamás, en estos años de democracia, hemos tenido tantos comicios en tan poco tiempo, desde los locales hasta los generales, desde los primarios hasta los definitivos.
Por otra parte, nunca en este mismo período hubo un choque tan rotundo entre los estilos que apuestan a favor del consenso y del respeto al contrario, y los que calibran la política como un ámbito teñido exclusivamente por el antagonismo. El destino que tendrán estas actitudes, más allá de la experiencia de los comicios locales, es un capítulo abierto sobre el cual también se inscribirán las motivaciones relacionadas con el empleo, el ingreso y el consumo. Por eso, tal vez sean decisivos los liderazgos que mejor articulen estas perspectivas de vida con la cultura de la tolerancia.